Al centrarnos en la violencia que suscitan los videojuegos, solemos desestimar su carácter de productos de la mente compuestos sobre reglas que determinan la interacción del jugador con la máquina. Y esas reglas son, al mismo tiempo, expresiones singulares del mundo. Por lo cual deberíamos calificarlos como bienes culturales, y no como programas de informática como los tipifica actualmente el derecho. No olvidemos que, tal vez paradójicamente, este medio de comunicación se encuentra inserto en una industria globalizada que factura cerca de veinte mil millones de euros al año, lo que conduce necesariamente a una uniformidad de los contenidos.
En el ámbito político, los videojuegos siguen siendo ficciones ideológicas que prefieren trastocar las estructuras y los dogmas de su época antes que restituir mecánicamente la realidad de las fuerzas presentes en el plano geopolítico. En consecuencia, no nos sorprenderá constatar hoy la persistencia de universos marcados por las implicaciones de los (...)