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Razones y pretextos

Estallido en los suburbios

El gobierno francés está explotando la reciente revuelta en los suburbios en el ámbito de la seguridad. Además de condenar precipitadamente a cientos de jóvenes a penas de cárcel y anunciar la expulsión de varios extranjeros, consiguió que la Asamblea Nacional aprobara una prórroga de tres meses del estado de emergencia. Peor aún, en su ley antiterrorista, Nicolas Sarkozy hace hincapié en el desarrollo de la videovigilancia, la retención de las conexiones a Internet, los controles administrativos y las sanciones penales. Esta avalancha de atentados contra las libertades no es, desde luego, una respuesta a la crisis. No existe orden cívico en el desorden social.

por Laurent Bonelli, diciembre de 2005

Miles de automóviles quemados, instalaciones públicas (escuelas, guarderías, gimnasios) destruidas, declaración del estado de emergencia, alrededor de 2.800 personas detenidas, cerca de 400 condenadas a prisión: el saldo de los disturbios que han sacudido a Francia entre finales de octubre y mediados de noviembre de 2005 es grave en términos materiales, humanos y psicológicos. ¿Pero qué está pasando?

Numerosos comentaristas, tanto franceses como extranjeros, perciben en esta crisis los preludios del desmoronamiento de nuestra sociedad bajo los embates de aquéllos a quienes presentan alternativamente como “hordas de lobos”, “enemigos de nuestro mundo” o vanguardia esclarecida de un subproletariado “poscolonial”. Insisten sucesivamente en el fin del “modelo francés”, el “desarrollo de una sociedad paralela al margen de las leyes de la República” o la “crisis de la civilidad urbana”. Antes de expresar estas grandes generalidades según sus intereses políticos y sociales, estos observadores deberían atenerse más modestamente a los preceptos básicos de análisis del accionar colectivo. Para comprender estos desórdenes conviene, en efecto, remitirse a sus condiciones sociales, las razones de su desencadenamiento y su carácter contingente (las mismas causas no siempre producen los mismos efectos).

Cambios en la estructura productiva

Como telón de fondo de estos actos de violencia se registra ante todo una crisis en la forma de vida de los sectores populares, profundamente afectados por las consecuencias de la crisis económica iniciada en la segunda mitad de los años setenta y las transformaciones generadas por el tránsito a un modelo postfordista de producción. La automatización, la informatización y las deslocalizaciones han generado un desempleo masivo, que se conjugó con la generalización del recurso a trabajadores y empleos temporarios. Estos dos factores incremen­taron la precarización de las condiciones de vida de los sectores populares que el advenimiento de una sociedad salarial (fundada en el crecimiento económico y un estado social fuerte) había contribuido a reducir (1).

Este fenómeno afecta particularmente a los jóvenes. En los barrios que fueron noticia estas últimas semanas, los datos del Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos (INSEE) señalan tasas de desempleo considerables en la franja de 15 a 24 años: 41,1% en el barrio Grande Borne, en Grigny (frente al 27,1% en el municipio); 54,4% en Reynerie y Bellefontaine (frente al 28,6% en Toulouse); 31,7% en Ousse-de-Bois (frente al 17% en Pau); 37,1% en el complejo habitacional de Clichy-sous-Bois (frente al 31,1% en Montfermeil); 42,1% en Bellevue, Nantes (frente al 28,6% en Saint-Herblain)... Este desequilibrio salarial no sólo ha tenido efectos económicos: ha alterado además las referencias de los jóvenes de los sectores populares. En efecto, ha reintroducido una incertidumbre respecto del futuro, que al impedir que los individuos hagan proyectos a largo plazo (de vivienda, matrimoniales, de diversión), los encierra en el presente y en una supervivencia cotidiana permeable a los pequeños desvíos.

Al mismo tiempo, la masificación de la enseñanza ha permitido la continuidad en el sistema escolar de adolescentes que habrían sido excluidos de éste, induciéndolos durante un tiempo a alimentar esperanzas de ascenso social que los alejan aún más del mundo obrero de sus padres (2). Esperanzas además que se disiparon rápidamente, ya que la escuela no transforma las jerarquías sociales. Esta desilusión tiene como consecuencia la banalización de las protestas, las provocaciones y sobre todo el abandono del sistema escolar: el porcentaje de personas no cualificadas es del 30% al 40% en los barrios mencionados, frente a un promedio del 17,7% a nivel nacional.

Finalmente, habría que añadir los efectos de las políticas urbanas de estos últimos veinte años que -sin convertirlos en guetos- han concentrado en algunos barrios periféricos a familias numerosas, a menudo desarraigadas y que son las que más sufren las formas de precariedad existencial que acabamos de describir (3).

Esta crisis de los sectores populares es pues profundamente social. Se han traducido tanto en la decadencia de sus formas colectivas de organización (sindicatos, partidos políticos) como en una exacerbación de la competencia en su seno (entre “franceses” y “extranjeros”, pero también entre obreros “con estatuto” y “trabajadores temporales de por vida”). Ha generado un profundo malestar, y un repliegue al espacio doméstico que, a partir de comienzos de los años noventa, será interpretado por los políticos como un “reclamo de seguridad” de este sector de sus electores.

La evolución de las estrategias policiales parte de esta relectura de las relaciones sociales como cuestión de seguridad. A partir de este período, se da prioridad a una policía de intervención en vez de a una policía de investigación o, como fingen creer los responsables socialistas, a una policía de proximidad. El desarrollo de las brigadas anti-criminalidad (BAC) es lo más significativo de este movimiento, que algunos policías no dudan en denunciar como una “militarización” de su profesión.

Estas unidades fuertemente equipadas con material ofensivo y defensivo -balas de goma y recientemente pistolas taser (armas no letales de descarga eléctrica), prefieren la acción a la investigación. Lo cual, en un contexto político que insiste en la “reconquista de los barrios”, reduce la mayoría de sus intervenciones cotidianas a la represión sin delito, al control sin infracción, que generan tensiones. Así, a las concentraciones de jóvenes, al lanzamiento de piedras y demás actos violentos responden con controles seguidos de inútiles y reiteradas verificaciones de identidad, humillaciones, a veces golpes y frecuentes acusaciones por “ultrajes” y “rebelión”.

La prioridad dada a la intervención sobre la investigación se refleja fielmente en las estadísticas policiales. Mientras que los hechos constatados por los servicios de policía y gendarmería se duplicaron entre 1974 y 2004, el número de personas detenidas por infringir la legislación sobre estupefacientes (ILS) se multiplicó por 39, y por infringir la legislación sobre extranjeros (ILE), por 8,5... Al mismo tiempo, la tasa de esclarecimiento (casos resueltos/hechos comprobados) disminuyó enormemente, pasando de 43,3% a 31,8%. Lo que, en otras palabras, significa que la actividad policial se centra en pequeños delitos cuya verificación resulta de la presencia policial en las calles, así como de la intensificación del control de determinados grupos sociales (4). Esta intensificación es en gran medida responsable del deterioro de las relaciones entre la institución y dichos grupos, y alimenta la llamada violencia “urbana”. Suele olvidarse, en efecto, que tanto el orden como el desorden son coproducciones en las cuales las instituciones de seguridad desempeñan un papel tan importante como el público al que se enfrentan.

Responsabilidad policial

Entre la degradación económica, social y moral de los sectores populares, erosionados por treinta años de políticas liberales, y las estrategias policiales -pero también sociales- implementadas para controlar a sus hijos (5), no faltan razones para que los suburbios exploten. Cabría preguntarse incluso por qué no explotan más a menudo.

El factor desencadenante de la serie de actos de violencia que han afectado a Francia a finales de octubre de 2005 es la trágica muerte de dos adolescentes, y las graves heridas sufridas por un tercero, que intentaban escapar a un control, en Clichy-sous-Bois. La ira y la indignación en el barrio desembocaron en enfrentamientos con las fuerzas del orden, incendio de automóviles, mobiliario urbano y otras destrucciones. Como siempre, podría decirse. Los “especialistas en violencia urbana” tienden en efecto a ocultar rápidamente la responsabilidad policial en el origen de la violencia colectiva. La ex comisaria de los servicios de inteligencia policiales Lucienne Bui-Trong lo recuerda a su pesar, cuando reconoce que la policía estuvo involucrada -directa o indirectamente- en el desencadenamiento de un tercio de los 341 motines registrados por su servicio entre 1991 y 2000 (6). Cifra a la que deberían sumarse las decisiones judiciales y los crímenes cometidos por guardias de seguridad privada y particulares.

Desde este punto de vista, los acontecimientos de Clichy-sous-Bois no se distinguen de sus trágicos precedentes, pero han tenido una difusión sobre la que es preciso reflexionar. Primero, esta prolongación está acompañada de un cambio de naturaleza. Tal como lo comprobaba Jean-Claude Delage, secretario general adjunto del sindicato policial Alliance: “Al principio, los enfrentamientos eran con la policía; hoy se trata más bien de pequeños grupos que se dedican a una suerte de guerrilla urbana sin enfrentarse directamente con las fuerzas del orden” (7). La disminución de estos enfrentamientos se debe al hecho de que más allá del contexto emocional vinculado a la muerte de alguien cercano (familiar, amigo, conocido), no se reunen las condiciones para que decenas e incluso cientos de individuos se enfrenten a las fuerzas del orden.

La furia observada en Clichy, al igual que en otros barrios con ocasión de dramas similares, supera ampliamente a los “jóvenes”. Es compartida por un gran número de adultos y familias que, si bien no participan en los enfrentamientos, dicen comprenderlos. Lo que es profundamente diferente en una situación en la que un drama se vive a distancia. En este caso, las movilizaciones sólo pueden ser producto de pequeños grupos que se conocen entre ellos y adquieren otras formas. Una de ellas es el incendio de automóviles.

Esta práctica no data del otoño de 2005: 21.500 automóviles fueron incendiados en 2003 (un promedio de 60 por noche), en la mayor parte de los casos sin relación con la violencia colectiva. Si bien los motivos son diversos (destrucción de vehículos robados, conflictos familiares, estafas a las compañías de seguro...), no es menos cierto que en algunos barrios esta práctica es habitual. Fáciles de provocar y espectaculares, los incendios (de coches, pero sobre todo de contenedores de basura) tienden a convertirse, para los más jóvenes, en un modo frecuente de protesta, uno de los pocos de que disponen estas poblaciones para hacerse oír, en un contexto de desorganización y relegación política.

En efecto, el acceso a formas pacíficas de movilización, que caracteriza la pertenencia a los círculos legítimos de representación, continúa siendo desigualmente accesible según los grupos sociales. El uso de este repertorio de acciones descalificado públicamente no debe confundirse con la delincuencia. Algunos individuos involucrados en los recientes desórdenes tienen, tuvieron o tendrán conductas delictivas. Pero éstas son independientes de las dinámicas observadas estas últimas semanas y de sus manifestaciones. Lo que explica particularmente que la mayoría de las personas llevadas ante los tribunales carezca de antecedentes.

Manipulación mediática

El recurso a una violencia incendiaria, alimentada por años de de­gradación social, económica y de endurecimiento del control, encontró resortes para desplegarse en el discurso radical del ministro del Interior y en la caja de resonancia que constituyeron los medios de comunicación, especialmente la televisión. La mezcla de desprecio social y virilidad guerrera exhibida por Nicolas Sarkozy en el curso de sus declaraciones públicas fomentó los disturbios. Cristalizó las humillaciones y los rencores localmente acumulados, proporcionándoles un blanco común. El ministro, ferviente partidario de la relación de fuerzas, pretendía sin duda obtener así beneficios políticos de su firmeza, y al mismo tiempo acabar con lo que percibía como resistencias a su política de orden. Este cálculo puede ser acertado a corto plazo, pero ha incrementado la intensidad de la violencia y dejará huellas indelebles en la memoria colectiva de los suburbios, cuyos efectos son imprevisibles. La influencia de los medios de comunicación, también ha sido preponderante.

A semejanza de las asambleas generales de huelguistas, que comienzan siempre con la enumeración de las demás contribuciones -de las universidades, o de los establecimientos incorporados al movimiento- toda movilización local saca buena parte de su eficacia de la dinámica colectiva en la cual se inscribe. Que, en este caso, fue admirablemente recogida por la prensa, mostrando la quema de tarjetas de identidad y el “palmarés” de destrucciones. Más que una lógica de imitación alimentada por la voluntad de hacerlo “mejor” que el barrio vecino, el tratamiento de la información relacionada con la crisis sincronizó, homogeneizó y difundió repertorios de acciones violentas, acreditando así la ficción de un movimiento nacional.

Estos principios básicos de la sociología de la acción colectiva permiten comprender la dinámica de la crisis, e invalidan definitivamente las teorías sobre su manipulación por parte de islamistas radicales o grupos criminales organizados. Estas teorías no son en el mejor de los casos sino la manifestación de la incomprensión de la situación de quienes a ellas recurren, y en el peor, de su cínica utilización para justificar la pérdida de control y/o medidas radicales para enfrentarla.

Porque es sin duda allí donde reside uno de los mayores riesgos de los recientes acontecimientos. Así como el rechazo del Tratado Constitucional Europeo fue reinterpretado inmediatamente por nuestros gobernantes como la voluntad de una mayor desregulación, los disturbios del otoño de 2005 servirán de pretexto para nuevos retrocesos sociales. El certificado de estudios a los 14 años, el probable fin del colegio único y la aceleración de la flexibilización del empleo no cualificado son las respuestas que ya se han dado para responder a la incertidumbre de los jóvenes de los sectores populares. Se reforzaría el endurecimiento policial y judicial, cuyos efectos funestos para la cohesión social y el orden público acabamos de describir. La amenaza con recortar las prestaciones sociales, con la que algunos funcionarios soñaban desde hacía mucho tiempo, ha recobrado vigor y los informes más reaccionarios (como el informe Benisti o el del Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica (INSERM) sobre los “trastornos de los adolescentes”) están nuevamente a la orden del día, para patologizar los comportamientos descritos como “antisociales” de los hijos de las familias modestas y/o de origen inmigrante.

Este movimiento saca partido de la estructura de la competencia política. El gobierno, especulando con las rivalidades internas en las clases populares (los que “triunfan” contra “los que no quieren salir adelante”, las “víctimas” contra los “autores”, los “franceses” contra las “familias polígamas”) explotará los desórdenes actuales para acabar tanto con las protecciones sociales y salariales como con las formas desordenadas de resistencia al orden desigual que defiende. Esto debería obligar a una izquierda políticamente consecuente a aprovechar la ocasión para presentar un proyecto de transformación, capaz de llenar las fisuras causadas en los sectores populares por treinta años de revolución conservadora.

Los titubeos del Partido Socialista con respecto a la prolongación del estado de emergencia, la incapacidad del Partido Comunista o de las agrupaciones de extrema izquierda para presentar una alternativa dirigida a aquéllos que tienden a convertirse en las “nuevas clases peligrosas” o para integrar sus especificidades demuestran que no han encontrado el camino. Puestas, así las cosas, las “soluciones” aportadas a la crisis no harán más que fortalecer las razones que constituyen su origen. La reconstrucción de solidaridades efectivas es más necesaria que nunca. Es la organización en torno a objetivos políticos comunes de individuos de estatutos profesionales, confesionales y de orígenes diferentes, lo que les ha permitido mejorar su destino colectivo y lograr conquistas sociales, que los liberales y sus servidores se empecinan día a día en destruir, tanto en los suburbios como en otros lugares.

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(1) Robert Castel, Les métamorphoses de la question sociale, Gallimard, París, 1999.

(2) Stéphane Beaud y Michel Pialoux, “La tercera generación obrera”, Le Monde diplomatique, edición española, julio de 2002

(3) Véase, especialmente, Observatoire des zones sensibles, Informes 2004 y 2005, Editions de la DIV, París

(4) Y correlativamente, el abandono de la represión de todas las formas de delincuencia compleja, tal como lo reconoce el Rapport au Garde des Sceaux sur la politique pénale menée en 1999, Direction des affaires criminelles et des grâces, abril de 2000, pág. 27.

(5) Laurent Bonelli, “ Una visión policial de la sociedad ”, Le Monde diplomatique edición española, febrero de 2003

(6) Lucienne Bui Trong, Les racines de la violence. De l’émeute au communautarisme, Audibert, París, 2003, págs. 63 y ss

(7) France Culture, 9 de noviembre de 2005.

Laurent Bonelli

Profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad Paris Ouest Nanterre (Institut des Sciences Sociales du Politique, UMR 7220). Coautor, junto a Fabien Carrié, de La Fabrique de la radicalité. Une sociologie des jeunes djihadistes français, Seuil, París, septiembre de 2018..

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