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Desmontar el mito de una Prehistoria salvaje y bélica

El ser humano no ha hecho siempre la guerra

¿Es la violencia de los seres humanos algo innato o está condicionada por el contexto? Actualmente, gracias a las investigaciones antropológicas y arqueológicas se puede responder un poco mejor a esta pregunta que dividió a los filósofos más importantes. Parece que la guerra surge por primera vez con el nacimiento de la economía de producción y con el cambio radical de las estructuras sociales del Neolítico hace unos diez mil años.

por Marylène Patou-Mathis, julio de 2015

Existen dos hipótesis radicalmente opuestas sobre la cuestión de la violencia del ser humano. El filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes pensaba que la “guerra de todos contra todos” existía desde el principio de los tiempos (Leviatán, 1651). Para Jean-Jacques Rousseau, el hombre salvaje estaba poco sujeto a las pasiones y fue empujado al “estado de guerra más horrible” por la “sociedad naciente” (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 1755).

Tanto para los antropólogos evolucionistas como para los prehistoriadores del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la imagen del hombre prehistórico “violento y guerrero” tiene sus orígenes en una creación erudita y ha quedado grabada en las memorias favoreciendo la hipótesis según la cual la humanidad habría experimentado una evolución progresiva y unilineal (1). A partir del reconocimiento de los hombres prehistóricos en 1863 se ha vinculado su aspecto físico y su comportamiento a los de los grandes simios, del gorila y del chimpancé. Para algunos eruditos, este “hombre terciario” representaba el eslabón perdido entre la “raza inferior del ser humano” y el mono. Más adelante, la llamada teoría “de las migraciones”, formulada en los años 1880, argumentaba que la sucesión de culturas prehistóricas era el resultado del reemplazo de las poblaciones instaladas en un territorio por otras, lo que ha hecho arraigar la convicción de que la guerra de conquista siempre ha existido.

Sin haber realizado un análisis específico de sus usos, los primeros prehistoriadores dieron nombres con connotaciones guerreras a los objetos tallados: mazas, armas de puño, lanzas… Las exposiciones universales y los primeros museos reproducen esa elección arbitraria. Así, el Museo de Artillería, instalado en 1871 en Les Invalides, en París, exhibe, para cada periodo, colecciones de armas pre y protohistóricas, antiguas, históricas y etnográficas y maniquíes a tamaño real armados y con vestimenta de guerra. Esta presentación instila en la cabeza del visitante la idea de una continuidad cultural bélica desde el periodo más remoto de la humanidad. Sin embargo, según estudios recientes, esas “armas de guerra” se habrían utilizado para matar animales y no seres humanos.

Las obras de artistas y de escritores, más que los trabajos científicos, han sido las que han creado la imagen de los hombres prehistóricos y de su modo de vida: las esculturas de Emmanuel Frémiet o de Louis Mascré, las pinturas de Paul Jamin o de Fernand Cormon, los Estudios antediluvianos de Pierre Boitard y, por supuesto, La guerra del fuego de J.-H. Rosny el mayor, publicada en 1911. Hasta finales del siglo XIX y con pocas excepciones, esta imagen seguía siendo la de un mono antropomorfo, a menudo como un gorila, especie considerada por entonces particularmente salvaje y lúbrica. Así, éste es representado empuñando armas primitivas como mazas o armas de puño, llevando a cabo prácticas de esclavitud, de asesinato e incluso de canibalismo. Esta visión se encuentra en la mayoría de las novelas que aparecen a partir de 1880.

Dichas representaciones instauran en el imaginario popular un arquetipo de hombre prehistórico: un héroe masculino, viril, que se enfrenta a animales enormes, como el mamut, o feroces, como el tigre de dientes de sable. Armado con una maza y vestido con pieles de animales, vive en una caverna donde talla herramientas de piedra. Rebelde, instintivo y violento, nuestro ancestro lucha para conquistar el fuego, a una mujer, o para vengar a un ser querido. Los conflictos están presentes de forma omnipresente, como si la guerra fuera inexorable, sobre todo entre “razas” diferentes cuyos tipos, a menudo, se extraen de los relatos de los exploradores (2).

A comienzos del siglo XX y basándose en el comportamiento de los grandes simios, algunos sociobiólogos, a los que se suman antropólogos y prehistoriadores, apoyan la hipótesis según la cual descenderíamos de “monos asesinos”. El Homo sapiens, animal brutal porque es predador, se habría extendido fuera de África a través de Eurasia eliminando a los otros grandes simios bípedos. Esta hipótesis, que el prehistoriador Raymond Dart ya adelantó en 1925, se popularizó en 1961 gracias a Robert Ardrey en Los hijos de Caín. Cazadores y, por lo tanto, predadores, los prehistóricos habrían sido agresivos por naturaleza y la guerra consistiría simplemente en una caza de hombres.

Matar animales puede parecer la expresión de un carácter humano violento intrínseco. Sin embargo, varios estudios etnográficos muestran que, en la mayoría de los casos, dicha expresión excluye cualquier tipo de agresividad por parte del cazador (3); al contrario, ese carácter violento necesario es percibido como un intercambio cosmológico entre el hombre y la naturaleza (4). Además, contribuiría a la creación de un vínculo social, ya que la presa es compartida. Hoy en día se ha abandonado la hipótesis según la cual el ser humano descendería de “monos asesinos” porque es predador, así como la de la “horda primitiva” que Sigmund Freud propuso en 1912.

Defensor de la teoría de Jean-Baptiste de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos, el padre del psicoanálisis sostenía que, en tiempos muy remotos, los seres humanos se organizaban en una horda primitiva dominada por un gran macho tiránico. Éste se adjudicaba todas las mujeres, obligando a los hijos a raptar a alguna del exterior. Más tarde, “los hermanos expulsados se reunieron, mataron y devoraron al padre, poniendo así fin a la existencia de la horda paterna”, escribe en Tótem y Tabú, en 1913. Además, Freud también desarrolla las nociones de “primitivo inferior” y de “pulsión salvaje”; los conflictos internos representarían el equivalente de luchas externas que nunca habrían terminado.

¿No sería este “salvajismo interior” en realidad, tal y como lo sugiere el epistemólogo y antropólogo Raymond Corbey (5), una “construcción mental imaginaria influenciada por las ideologías del siglo XIX como el racismo o la eugenesia”? Varios estudios en neurociencia afirman que el comportamiento violento no se determina genéticamente (6). Incluso si está condicionado por ciertas estructuras cognitivas, el entorno familiar y el contexto sociocultural tienen un papel importante en su génesis (7). Además, muchos trabajos, tanto en Sociología o Neurociencia como en Prehistoria, evidencian que el ser humano sería empático por naturaleza. La empatía, e incluso el altruismo, habrían sido los catalizadores de la humanización (8).

Al observar las anomalías o los traumatismos inscritos en las osamentas de muchos fósiles humanos del Paleolítico, se constata que un discapacitado físico o mental, incluso de nacimiento, no era eliminado. En la Sima de los Huesos en Atapuerca, España, se hallaron restos de entre 420.000 y 300.000 años de antigüedad de un niño Homo heidelbergensis que padecía craneosinostosis precoz. Esta patología provoca un desarrollo anormal del cerebro, así como la deformación del cráneo. Discapacitado mental desde su nacimiento, este niño sobrevivió hasta los 8 años.

En la mayoría de los casos de traumatismo las heridas cicatrizaron, lo que demuestra que esos seres humanos atendían a sus enfermos o heridos y que, a pesar de la discapacidad, conservaban su lugar en la comunidad. Otro ejemplo: el examen de la pelvis y de la columna vertebral de un Homo heidelbergensis de unos 500.000 años, descubierto en Atapuerca, ha mostrado que sufría una excrecencia ósea vertebral y desplazamiento vertebral. Así pues, este hombre, de un metro setenta y cinco de altura y de, al menos, cien kilos de peso, padecía cifosis y seguramente tenía dificultades sobre todo cuando se desplazaba. No obstante, sobrevivió hasta cerca de los 45 años gracias a los cuidados que le proporcionaron los suyos.

Si bien todavía en la actualidad los hombres prehistóricos aparecen en el imaginario popular como seres en perpetuo conflicto, la realidad arqueológica nos permite estudiarlos desde otra perspectiva. El análisis de los impactos de proyectiles en los huesos humanos, de las heridas, del estado de conservación de los esqueletos y del contexto en el que fueron descubiertos permite identificar un acto violento. Actualmente, las huellas de violencia más antiguas han sido observadas en un contexto especial, el del canibalismo. Varias pruebas arqueológicas dan prueba de esta práctica durante el Paleolítico, pero pocas muestran la manera de matar a los individuos consumidos. Además, es imposible diferenciar los grupos de pertenencia de “devoradores” y de “devorados”.

En cuanto a otras marcas de violencia, el examen de varios cientos de osamentas humanas de más de 12.000 años ha permitido constatar que dichas marcas eran muy poco frecuentes (9). Además, a menudo es difícil interpretarlas porque pueden ser el resultado tanto de un golpe intencionado como de un accidente, sobre todo de caza. La prueba más antigua de violencia fuera del contexto del canibalismo fue descubierta en el cráneo de un Homo sapiens arcaico hallado en una caverna cerca de Maba, en la China meridional, y de una antigüedad de entre 200.000 y 150.000 años. La fractura que se observa en el temporal derecho habría resultado de un golpe asestado con un objeto contundente de piedra. Más de 100.000 años después, en la gruta de Shanidar, en Irak, un cráneo de neandertal de 30 o 40 años (Shanidar I) presenta dos hundimientos: uno en la escama frontal derecha y el otro en la órbita izquierda. No obstante, tal y como señala el arqueólogo, esas marcas podrían haberse producido por el derrumbamiento del techo que tuvo lugar después de que el cuerpo fuera enterrado.

En Europa, el hueso frontal de una neandertal adulta exhumada en un banco de grava del río Vah, cerca de Sala –en Eslovaquia–, tiene la marca de un objeto cortante que provocó una herida no mortal. En Saint-Césaire, en Charente-Maritime –Francia–, una joven neandertal también recibió un golpe en la parte superior derecha del cráneo. Este golpe, producido con un instrumento contundente y muy puntiagudo, habría provocado una fuerte hemorragia y una conmoción cerebral, incluso un coma. Además, en algunos esqueletos (de entre 60.000 y 45.000 años) de neandertales en Shanidar y de seres humanos modernos en Skhül, Israel, se observaron heridas provocadas por el impacto de un objeto puntiagudo de madera o de piedra.

¿Son heridas producto de un accidente o de un acto de violencia en un conflicto entre personas, entre comunidades o entre grupos? En periodos tan lejanos, es difícil establecer la distinción. Sin embargo, las heridas cicatrizaron en muchos casos, sobre todo las producidas por un choque o por un golpe en la cabeza. No se eliminó a esas personas, lo que hace pensar que se trataba más bien de secuelas de un accidente o de un combate que no condujo a la muerte, sugiriendo así más una disputa interpersonal. Sólo el hombre de Skhül y quizás el chico de la “Caverna de los Niños” en los Balzi Rossi, Italia, parecen tener signos de violencia. Pero, ¿quién fue el autor? ¿Un miembro de su comunidad o un individuo del exterior de su grupo? Hoy en día, la pregunta sigue sin respuesta.

En cuanto a los neandertales de Shanidar, según el estudio del paleo-antropólogo estadounidense Erik Trinkaus (10), éstos habrían sido víctimas de accidentes de caza. La distribución de las lesiones –principalmente en la cabeza y en los brazos– de varios de ellos corresponde a la que se observa en los huesos de profesionales de rodeo y muestra traumatismos que resultan de caídas violentas al suelo. Los neandertales eran cazadores de mamíferos grandes; sus armas necesitaban la cercanía, incluso el cuerpo a cuerpo con el animal, por lo que es muy probable que se produjeran accidentes. Además, cuando los cazadores apuntaban a la presa, los proyectiles podían no acertar en el blanco y golpear a sus compañeros.

Las escasas representaciones del Paleolítico superior muestran a humanos atravesados con flechas en las paredes de las grutas de Cougnac y de Pech-Merle, en Lot, y en la caverna de Paglicci, en Italia. A menudo, esas representaciones son llamadas “hombre herido” u “hombre atravesado por una flecha”, porque esas señales simbolizan puntas de proyectil para algunos prehistoriadores. Pero tampoco ahí puede excluirse la representación de accidentes de caza o de sacrificios simbólicos con motivo de una ceremonia. El arte paleolítico no posee escenas de guerra, aunque hay que precisar que las escenas narrativas son muy escasas.

Para algunos prehistoriadores, el Cementerio 117 –de entre 14.340 y 13.140 años y situado en la orilla derecha del Nilo, en la frontera norte de Sudán con Egipto–, aportaría la prueba más convincente de la existencia de conflictos sangrientos entre dos comunidades durante el Paleolítico. Según las excavaciones, cincuenta y nueve cuerpos de mujeres, de hombres y de niños de todas las edades fueron depositados, de uno en uno, de dos en dos o en grupos de tres, cuatro o cinco personas, en fosas recubiertas con losas. Según James Anderson (11), cerca de la mitad de los cuerpos inhumados sufrieron una muerte violenta, ya sea por golpes en la cabeza o por haber tenido el tórax, la espalda o el abdomen atravesados por puntas de lanza o proyectiles de piedra, algunos de las cuales se encontraron aún incrustados en los cuerpos. Además, según la trayectoria de los proyectiles, tres de los hombres estaban ya por tierra mientras se seguían lanzando dichos proyectiles. ¿Qué sucedió?

A finales del Paleolítico, el Norte de Sudán tenía un clima árido. Situado en el fértil valle del Nilo y rodeado por un entorno natural hostil, aquel lugar habría suscitado la codicia de grupos que vivían en el interior del territorio (12); a menos que, con el aumento de la densidad de la población, la disminución de los recursos disponibles llevara a competir por su control interno. Ningún objeto de entre el material arqueológico recogido indica un origen no autóctono de los proyectiles. Por otro lado, se plantean más cuestiones: ¿corresponden los cincuenta y nueve esqueletos a un mismo acontecimiento o a varios?, ¿aparece ese lugar, sea lo que sea, como el primer caso probado de violencia colectiva, intra o inter comunitaria? El debate sigue abierto.

Según los vestigios arqueológicos, es razonable pensar que no hubo guerra, en el sentido estricto de la palabra, durante el Paleolítico, lo que puede explicarse por varios factores. En primer lugar, la escasa demografía: en Europa, la población durante el Paleolítico superior se estima en algunos miles de individuos. Como las comunidades estaban dispersas en vastos territorios, es poco probable que se hubieran enfrentado, ya que el buen entendimiento entre esos pequeños grupos de un máximo de cincuenta personas era indispensable para asegurar la reproducción.

En el trascurso del Neolítico se aceleró la sedentarización con la domesticación de plantas y de animales. Como consecuencia, tendrá lugar un crecimiento localizado de la población y una crisis demográfica. Esto se pudo solucionar mediante conflictos, tal y como lo indica la presencia en varias necrópolis –en Schletz, Austria, y en Talheim, Alemania– de heridas mortales en esqueletos de hombres, de mujeres y de niños.

Por otra parte, en el Paleolítico se disponía de un territorio de subsistencia suficientemente rico y diversificado. Algunos antropólogos sostienen que las sociedades prehistóricas sólo habrían conocido la “economía de supervivencia”; no obstante, ese postulado no está reforzado por ninguna realidad arqueológica. Muchos trabajos prueban lo contrario, hasta llegar hasta el punto de que se podría haber tratado no sólo de sociedades autosuficientes, sino también de sociedades de abundancia. Cuando los territorios son ricos en recursos, las distintas comunidades no compiten, porque pueden regular su subsistencia mediante la explotación de diversos tipos de alimentos. De la misma manera, ninguna prueba arqueológica refuerza la hipótesis de guerras territoriales entre emigrantes y autóctonos.

También durante el Neolítico, la necesidad de nuevas tierras de cultivo provocará conflictos entre las primeras comunidades de agro-pastores y quizás entre ellas y los últimos cazadores-recolectores, en especial con la llegada a Europa de nuevos migrantes, hace entre 5.200 y 4.400 años (por ejemplo, en Herxheim, Alemania). Este periodo parece estar marcado por una profunda crisis, tal y como también lo demuestra un número más elevado de casos de sacrificios humanos y de canibalismo.

Mientras los sedentarios podían acumular bienes materiales, los cazadores-recolectores nómadas disponían de una riqueza necesariamente limitada, lo que también reducía los riesgos de conflicto. Además, la economía de depredación, a diferencia de la economía de producción –que aparece con la domesticación de plantas y animales– no genera excedentes. La historia ha mostrado que los productos alimenticios almacenados y los bienes podían suscitar codicia y provocar luchas internas; como posible botín, corrían el riesgo de propiciar rivalidades entre comunidades y provocar conflictos. Para favorecer el desarrollo de la metalurgia y del comercio de larga distancia de bienes de prestigio, durante la Edad del Bronce (II Milenio a.C.), el guerrero y el armamento empiezan a ser objeto de auténtico culto y la guerra se institucionaliza.

Además, los conflictos eran a menudo desencadenados por los poseedores de poderes o de bienes –lo que se llama “la elite”– que, con frecuencia, se apoyaban en la casta de los guerreros. Ahora bien, si en el Paleolítico existió cualquier tipo de desigualdad socioeconómica, no existen pruebas que lo demuestren. Todo parece indicar que se trataba de sociedades igualitarias y poco jerarquizadas. Durante la transformación socioeconómica del Neolítico emergen en Europa las figuras del jefe y del guerrero, con un tratamiento diferenciado de individuos en las sepulturas y en el arte. La utilización del arco se generalizó; esta arma, utilizada para cazar, interviene en el aumento de los conflictos para algunos prehistoriadores, tal y como parecen demostrarlo las pinturas rupestres del Levante de la península Ibérica.

Es probable que el desarrollo de la agricultura y de la ganadería originara la división social del trabajo y la aparición de una elite con sus intereses y sus rivalidades. Además, la explotación de campos cada vez más vastos necesitaba muchos trabajadores, por lo que encontrar mano de obra se volvió indispensable. Durante el Neolítico medio se constata la aparición simultánea de la casta de guerreros y la de esclavos –la mayoría, probablemente, prisioneros de guerra.

Último elemento pacificador en el Paleolítico fue la ausencia de sacrificios humanos a una divinidad. Para algunos arqueólogos, el culto a la diosa madre, o gran diosa, practicado en el Neolítico, habría sucedido al de una diosa primordial representada por las “Venus”, las estatuillas con caracteres sexuales a menudo acentuados que han sido descubiertas en lugares europeos del Paleolítico superior. Allí tampoco existen pruebas arqueológicas que muestren el sacrificio de seres humanos o de animales salvajes en honor a alguna divinidad, lo que puede que apareciera durante el Neolítico medio (entre 5.300 y 4.500 A.dC.) y que esté vinculado a ritos funerarios, propiciadores o de fundación (Hârsova en Rumania, Fare-les-Oliviers en Francia). Además, varios enclaves europeos que datan de ese periodo dan prueba de sacrificios de esclavos con motivo de la muerte de un difunto (Moulins-sur-Céphons, Le Gournier y Didenheim en Francia). A finales del Neolítico, el culto a la diosa madre va siendo reemplazado progresivamente por el culto a las divinidades masculinas, a menudo representadas armadas con un puñal.

Así, el “salvajismo” de los prehistóricos sólo sería un mito forjado durante la segunda mitad del siglo XIX para reforzar la noción de “civilización” y el discurso sobre los progresos realizados desde los orígenes. A la miserable visión de los “crueles albores” sucede hoy –sobre todo con el desarrollo del relativismo cultural– la visión también mítica de una “edad de oro”. Es probable que la realidad de la vida de nuestros ancestros se sitúe entre ambas. Tal y como lo muestran los datos arqueológicos, quizás la compasión y la ayuda mutua, así como la cooperación y la solidaridad hayan sido los factores clave del éxito evolutivo de nuestra especie, más que la competencia y la agresividad.

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(1) Marylène Patou-Mathis, Le Sauvage et le Préhistorique, miroir de l’Homme occidental, Odile Jacob, París, 2011.

(2) Marylène Patou-Mathis, Préhistoire de la violence et de la guerre, Odile Jacob, 2013.

(3) Pierre Clastres, Arqueología de la violencia. La guerra en las sociedades primitivas, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2009.

(4) Philippe Descola, “Les natures sont dans la culture”, en “Anthropologie: nouveaux terrains, nouveaux objets”, Sciences Humaines, fuera de serie, nº 23, París, diciembre 1998 – enero 1999.

(5) Raymond Corbey, “Freud et le sauvage”, en Claude Blanckaert (bajo la dir. de), “Des sciences contre l’homme, II. Au nom du bien”, Autrement, nº 9, París, marzo de 1993.

(6) Axel Kahn, L’homme, ce roseau pensant…: essai sur les racines de la nature humaine, Nil Editions, París, 2007.

(7) Pierre Karli, Les Racines de la violence. Réflexions d’un neurobiologiste, Odile Jacob, 2002.

(8) Penny Spikins, Holly Rutherford y Andy Needham, “From Hominity to Humanity: Compassion from the earliest archaic to modern humans”, Time & Mind, vol. 3, número 3, Oxford, noviembre de 2010.

(9) Así, sólo fueron observadas en 5 de los 209 individuos descubiertos en los lugares del sudoeste de Francia. Véase Mary Ursula Brennan, Health and Disease en the Middle and Upper Paleolithic of Southwestern France: A Bioarcheological Study, tesis de doctorado, Universidad de Nueva York, 1991.

(10) Erik Trinkaus, The Shanidar Neandertals, Academic Press, Nueva York, 1983.

(11) J. E. Anderson, “Late Palelolithic Skeletal Remains from Nubia”, en Fred Wendorf (bajo la dir. de), Contributions to the Prehistory of Nubia, Fort Burgwin Research Center – Southern Methodist University Press, Dallas, 1965.

(12) Jean Guilaine y Jean Zammit, El camino de la guerra: la violencia en la prehistoria, Ariel, Barcelona, 2002.

Marylène Patou-Mathis

Directora de investigación en el CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica francés), departamento Hombre y Entorno del Museo Nacional de Historia Natural de París. Es autora de L’homme préhistorique est aussi une femme. Une histoire de l’invisibilité des femmes, Allary, París, 2020.