La ciencia es la imagen de la modernidad. Una imagen blanca, de acero y de cristal, con reflejos fríos y azulados, como esos reportajes-tipo con que los informativos de televisión deslumbran desde la pantalla cada vez que se produce un nuevo descubrimiento. Manos enguantadas manipulan tubos de cristal sobre paños inmaculados, junto a brillantes máquinas rectangulares. La línea que adoptan esos reportajes consiste en representar visualmente el trabajo científico más que en aclarar mecanismos a menudo invisibles a primera vista y difícilmente explicables en un minuto y medio.
El ADN no escapa a esa regla. Tan diminuto, pero tan poderoso, el ADN contiene la información genética y, por poco, sería casi sinónimo del individuo: “Dime tu ADN y te diré quién eres”. Esa molécula, ya mítica, alimenta todo un imaginario; es el nuevo Homonculus, ese ser preformado que los sabios de finales del siglo XVII creyeron hallar en el semen masculino (...)