Es un acontecimiento que los dirigentes de las instituciones europeas celebrarán con sentimientos encontrados: el cuadragésimo aniversario de las primeras elecciones al Parlamento Europeo (PE) por sufragio universal directo (1). Por una parte, les complacerá recordar lo que consideran un gran logro democrático. Por otra, estarán preocupados por la conmoción que, sin duda, supondrá el desembarco –previsto por los sondeos– de un gran número de eurodiputados de extrema derecha, nacionalistas e incluso fascistas. Recordemos que, además, se dará otra situación inédita: estas mismas fuerzas estarán también representadas en la Comisión Europea.
En junio de 1979, los nueve Estados que por entonces formaban parte de la Comunidad Económica Europea (CEE) –convertida en Unión Europea (UE) en 1993– inauguraron una nueva modalidad de escrutinio para elegir a los eurodiputados: el sufragio directo. Hasta esa fecha, cada Parlamento nacional los designaba entre sus miembros, que pasaban así a ostentar dos cargos.
El PE que durante años fue el pariente pobre del “triángulo institucional” que integra con la Comisión y el Consejo, vio cómo su ámbito de intervención se ampliaba al pasar de un tratado europeo a otro, del de Maastricht (1992) al de Lisboa (2007), pasando por los de Ámsterdam (1997) y de Niza (2000). Hasta el punto de que ya solo le falta el derecho de iniciativa legislativa –que la Comisión sigue monopolizando– para tener todos los atributos de un auténtico Parlamento. En el marco del “procedimiento legislativo ordinario” dispone de poder para decidir junto con el Consejo. Es decir, que su composición tiene un impacto directo sobre el contenido de las políticas europeas y, por tanto, de las políticas nacionales que se derivan de estas.
Hasta la fecha, el PE ha sido una pieza respetuosa del engranaje del aparato comunitario, no solo en el plano técnico, también en el ideológico. Durante cuarenta años ha sido dirigido por el tándem Partido Popular Europeo (PPE)/ Socialistas y Socialdemócratas Europeos (S&D) que ha venido repartiéndose la presidencia y controlando todas las decisiones importantes. Trasladando, de alguna manera, las “grandes coaliciones” alemanas a la escala europea.
Este bloque, hasta ahora mayoritario en el seno del PE, seguramente dejará de serlo tras el escrutinio del 26 de mayo. Con el previsible avance de la extrema derecha, el consenso neoliberal del que el PE era un modelo, se verá sustituido por estrategias de ruptura, algunas de ellas orquestadas por el primer ministro húngaro Viktor Orbán y el ministro del Interior italiano Matteo Salvini.
Así, el PE entrará en una zona de turbulencias, algo para lo que su historia no lo ha preparado. Pero, sin duda, este no es el fenómeno más desestabilizador al que se enfrentará la UE: la Comisión también sufrirá las consecuencias del impulso de la extrema derecha y de la derecha nacionalista.
Al igual que el PE, el ejecutivo de la UE se renovará completamente al término del mandato de cinco años. Los gobiernos nombrarán a los 27 comisarios, uno por cada Estado miembro de la UE. Lo que significa que algunos de ellos –tal vez media docena–, en consonancia con sus respectivos gobiernos, se opondrán a la ortodoxia de Bruselas en algunos campos, sobre todo en cuestiones de inmigración.
Pero, y esto constituye una novedad sin precedentes en la historia de la UE, lo harán desde dentro de una institución que ha tomado tradicionalmente sus decisiones por consenso. De ahí que se esperen bloqueos y guerra de guerrillas en los lugares de poder comunitario. El 26 de mayo marcará un antes y un después para la UE.