Desde la política de “silla vacía” practicada por el general De Gaulle (desde marzo de 1965 a enero de 1966) para exigir a sus socios de la CEE (Comunidad Económica Europea) la financiación de la Política Agrícola Común (PAC) hasta el brexit, sin olvidar el “no” de los franceses en el referéndum de mayo de 2005 sobre el Tratado Constitucional Europeo, la historia de la construcción comunitaria está marcada por crisis que, a menudo, se han presentado como amenazas para su propia existencia. En cambio, hay quienes consideran que, paradójicamente, esta dramatización de las negociaciones ha sido un factor decisivo para eliminar obstáculos considerados insuperables.
El método que combina el chantaje con el póker mentiroso no es nuevo y, continuando en el mundo anglosajón, las peripecias del brexit desde su éxito en el referéndum de junio de 2016 nos recuerdan, inevitablemente, un concepto importado de Estados Unidos: el del brinkmanship (“política al borde del desastre”). Fue planteado en los años 1950, durante la Guerra Fría, por Adlai Stevenson, figura destacada del Partido Demócrata estadounidense. Los principales actores en esa época fueron Estados Unidos y la Unión Soviética, que contaban con arsenales nucleares capaces de acabar con toda la vida en el planeta. Los líderes de ambas potencias sabían hasta qué punto “no ir demasiado lejos” en su antagonismo para evitar la “destrucción mutua asegurada” (MAD, siglas en inglés).
En un primer análisis, podemos pensar que Boris Johnson ha salido victorioso de su pulso con la Comisión Europea –que representa a los otros 27 miembros de la UE–, así como con su propio Parlamento, en los términos del acuerdo de divorcio adoptado por el Consejo Europeo el 17 de octubre de 2019, que debería desembocar en un brexit antes del 31 de enero de 2020. Desde este punto de vista, ambas partes han demostrado que dominan a la perfección el ejercicio del brinkmanshift a la inglesa... El resultado (provisional) de esta confrontación también puede verse como un ejemplo exitoso de una estrategia también tomada prestada, entre otras cosas, del repertorio de la disuasión nuclear: hacer de la debilidad su fortaleza. En otras palabras, una demostración de la capacidad de Boris Johnson para causar molestias a una UE cuyos miembros, prisioneros de la regla de la unanimidad, sólo pueden ponerse de acuerdo en un mínimo común denominador, mientras que el inquilino del número 10 de Downing Street tiene mayor libertad de movimientos.
Suponiendo que se declare el brexit dentro de los plazos anunciados y que las elecciones generales en el Reino Unido del 12 de diciembre no lo pongan en juego, quedaría una cuestión por resolver: si los conservadores, que se han convertido, de hecho, en el partido del brexit, obtienen una mayoría en Westminster, ¿qué hará el Reino Unido con su recuperado “espléndido aislamiento”, y que huele a época victoriana? Respuesta: nadie lo sabe, ya que los brexiters confunden sistemáticamente las consignas electorales con el programa de gobierno. Algunos evocan un “Singapur europeo” ultraliberal, libre de cualquier restricción social o medioambiental impuesta por la UE; otros a una “Gran Bretaña global” con múltiples acuerdos de libre comercio con el resto del mundo y poder para atraer la inversión a una “anglosfera” que relanzaría la “relación especial” con Estados Unidos.
Ninguna de estas fórmulas ha sido objeto de la más mínima explicación o del mínimo estudio. Si los brexiters logran la mayoría en la Cámara de los Comunes, se verán abocados a gobernar el Reino Unido en un clima de improvisación cotidiana. Una situación que sólo puede avivar las llamas de la división de su bando y, quién sabe, hacer inevitable que se celebre un nuevo referéndum para confirmar o revertir el veredicto de las urnas de junio de 2016.
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