Es extraño ser un participante desarmado frente a un cataclismo y asumir el papel de observador. Nos invaden sentimientos encontrados. La indiferencia forzada y el miedo descontrolado: el primero llama a continuar como si nada hubiera pasado; el segundo, a vigilar y castigar todo movimiento prohibido.
Dejemos al personal sanitario (y a los especialistas en infectología, epidemiología o virología) determinar el grado de una y otra actitud. En la estela de Plinio el Viejo (23-79 d. C.), que observaba cómo la gente abandonaba tranquilamente la lluvia de cenizas de Pompeya bajo cojines –las mascarillas de la época–, mejor tratemos de detectar algunos rasgos que recorren nuestra “sociedad-mundo” presa de la matemática del contagio.
En un pasado reciente, pandemias de cifras similares –como la “gripe rusa” de 1889 (que afectó a una de cada dos personas)– o peores –como la “gripe española” de 1918, que provocó docenas de millones de muertos, o la (...)