El planeta Tierra, modo de decir nuestro hábitat natural, se encuentra mal hasta un punto alarmante. La conciencia de esto se ha difundido considerablemente, y ya no hay grupo político que no incluya al menos en su discurso la causa ecológica. El planeta-Hombre, modo de decir el género humano, se encuentra mal hasta un punto igualmente alarmante. No hay conciencia de la gravedad de esto y no existe grupo político alguno que siquiera mencione, en términos de igualdad con la causa ecológica, la causa antropológica. Pasmoso contraste, que tratamos de entender aquí.
Pregunten a los menos politizados qué es la causa ecológica. Seguro que sabrán decirles que el calentamiento del clima debido a los gases de efecto invernadero nos hace entrar en una era de catástrofes, que la contaminación de la tierra, el aire y el agua alcanza en muchos lugares niveles insoportables, que el agotamiento de recursos no renovables esenciales condena nuestro actual modo de producción y consumo, que el uso de la energía nuclear está llena de peligros sin remedio. Más de uno agregará los ataques a la biodiversidad, para concluir con sus propias palabras sobre la urgente necesidad de reducir la huella ecológica de los países ricos.
¿Cómo saben todo esto las personas menos politizadas? Por los medios de comunicación, donde actualmente la información ecológica es constante. Por experiencias directas que la confirman sin cesar, desde el clima hasta el precio de los combustibles. Por el discurso de científicos o políticos que elevan esos saberes parciales a visión globalizada, convirtiéndolos en programa político que se anuncia por doquier. A lo largo de las décadas, ha ido construyéndose así una cultura que da coherencia a una amplia gama de motivaciones e iniciativas que conforman ese gran asunto, la causa ecológica.
Pregunten ahora sobre la causa antropológica. Con seguridad, en un principio nadie entenderá de qué están hablando. Explicitemos: ¿les parece que la humanidad está tan mal como nuestro planeta, que está en verdadero peligro la dimensión civilizada del género humano, como para que a la apremiante preocupación por salvar la naturaleza –causa ecológica–, se imponga adjuntar con igual grado de importancia, la de salvaguardar a la humanidad, en el sentido cualitativo de la palabra –causa antropológica–? La interpelación cogerá por sorpresa. Muchos la encontrarán, como mínimo, muy excesiva. Sin duda removerá muchos temas de preocupación –dureza de las condiciones de existencia, ascenso del cada-uno-para-sí-mismo, desmoralización de la vida pública, angustia con relación al futuro… Pero de ahí a concluir que nuestra humanidad correría tanto peligro como nuestra Tierra, la idea tiene alta probabilidad de parecer aberrante.
Entonces, insistamos. ¿No vamos en muchos sentidos encaminados hacia un mundo humanamente invivible? ¿La vieja máxima “el hombre es un lobo para el hombre” no tiende a convertirse en ley de demasiados ámbitos en los que nuestros actuales procedimientos le confieren una maldad sin precedentes? Ejemplo principal, el trabajo, está metido en una pendiente tremendamente preocupante. Bajo las dificultades cada vez mayores de producir un gratificante trabajo de calidad, la responsabilidad a la vez solicitada y prohibida de los trabajadores, su sistemática puesta en competencia, la intencionada erradicación del sindicalismo, la pedagogía del “aprenda a venderse” y “conviértase en un tiburón”, la gerencia empresarial por el terror. En todo eso que viene a concentrarse en última instancia en suicidios en los lugares de trabajo, está la omnipresente exigencia de la rentabilidad de dos dígitos, el premio constante a la rapacidad del accionista, desde la inflación sin fe ni ley, hasta el jefe-canalla. En suma, la locura neoliberal, forma maligna del capitalismo tardío. ¿No es este un verdadero proceso de deshumanización?
Nos objetarán que no hay nada nuevo en eso, salvo la extraña denominación causa antropológica. ¿Dónde ocurren procesos sociales preocupantes que no susciten alertas, investigaciones, iniciativas? Como el drama del trabajo, por ejemplo: ¿no nos interpelan las buenas películas, no nos esclarecen algunos psicólogos como Marie Pezé o Yves Clot (1), no recibimos múltiples llamamientos a rechazar las gestiones deshumanizantes? Está ocurriendo una toma de conciencia global de los insoportables estragos del sistema globalizado que nos rige. Las fuerzas políticas unidas en el Frente de Izquierda llaman a superar el capitalismo para llevar mucho más lejos la emancipación humana. Los Verdes vinculan la causa ecológica con fuertes objetivos sociales e institucionales de espíritu democrático y solidario. Muchos economistas oponen al exclusivo criterio reduccionista del Producto Interior Bruto (PIB), evaluaciones de eficacia que incluyan los reversos humanos de la medalla productivista. En todas partes se activan movimientos sociales que trabajan para rehumanizar el mundo. La causa antropológica, si aceptamos hablar este lenguaje, ¿no es percibida y asumida desde hace tiempo?
No, no lo es. Creerlo delata una terrible subestimación de su magnitud.
Porque con esto pasa lo mismo que con la ecología: esas causas de civilización remiten ciertamente a lo político pero lo trascienden, ya que implican decisiones éticas más profundas que las opciones políticas en el sentido convencional del término. Preguntarse, no sin angustia, hacia dónde va el género humano no es descalificar la oposición izquierda/derecha, pero sí querer que ésta se refiera al sentido mismo de nuestro futuro civilizado, lo cual ya es imposible para esas palabras, derecha e izquierda, profundamente devaluadas. ¿Qué humanidad queremos ser? Esa pregunta solemne subyace a la causa antropológica. Y esa pregunta está muy lejos de haber suscitado el esfuerzo de reflexión y las iniciativas que exige.
Por ejemplo, que la producción de bienes y servicios ya no pueda, salvo en caso de desastre, conducirse sin la preocupación superior de la producción de las personas, es una exigencia flagrante que obliga a pensar la antropología. Tanto como lo ecológico, lo antropológico deber ser un verdadero saber que gobierne un accionar justo. Y en esta materia seguimos aún tan lejos del saber deseado, que persiste desde el principio este concepto mistificador: “el hombre”. ¿Una sola palabra para designar realidades tan distintas: la especie biológica Homo sapiens, el género humano históricamente evolucionado, la colectividad social, el individuo personal, y por si fuera poco, en español, el ser de sexo femenino tanto como masculino, todo eso así, al por mayor: “el hombre”? ¿Hay algún otro ámbito del conocimiento que se contente con semejante primitivismo conceptual? Así y todo, este confusionismo verbal está avalado por su utilización casi universal, incluso por autores permanentemente citados como Nietzsche, Heidegger; el único gran pensador moderno que puso radicalmente en cuestión esa mala abstracción que es “el hombre”, es Marx, ¿será casual?.
Tan urgente como la ecológica, la causa antropológica es hasta el momento muy poco reconocida, muy poco pensada, ni siquiera nombrada. Dramática situación. Se impone entonces una tarea fundamental a quien la sienta: hay que arriesgarse a proponer al menos un borrador de los principales temas eventualmente estructuradores de un pensamiento de la humanidad en peligro. Lo que sigue constituye una tentativa de ese orden, esbozada hace tres años a modo de conclusión de un voluminoso libro.
La alarmante deriva de civilización que salta primero a la vista, es la mercantilización generalizada de lo humano. El capitalismo instauró el reinado universal de la mercancía, forma altamente favorable a la venta de trabajo no pagado sobre la cual se basa el beneficio privado. Al convertir a la misma fuerza de trabajo en una mercancía, se cosifica a las personas al mismo tiempo que se personifica las cosas: Su Majestad El Capital puede supuestamente “dar trabajo” a la “mano de obra”, cuando en realidad es el asalariado el que está obligado a dar trabajo gratuito al capitalista… Pero la novedad crecientemente devastadora es que nada humano escapa ya a la exigencia financiera: todo debe producir implacablemente su ganancia de dos dígitos, desde el producto vendido hasta la cama de la clínica, desde el comercio en línea hasta la ayuda escolar, desde la innovación farmacéutica hasta los fichajes de figuras deportivas… Lo cual significa una gerencia empresarial que llega hasta la ferocidad: vivimos una contaminación del trabajo no menos dramática que la del agua. Lo que también quiere decir financiarización generalizada de las actividades de servicio que forman y desarrollan las personas –salud, deporte, enseñanza, investigación, creación, esparcimiento, información, comunicación… El desarrollo de esos servicios habla a las claras del avance hacia un mundo donde la riqueza decisiva será el ser humano. Allí el capitalismo desaparece, para que prevalezcan sus lógicas. Al mismo tiempo, los fines propios de esas actividades tienden a ser expulsados por la ley del dinero. Es así como la publicidad convierte ese magnífico vector de cultura y solidaridad que puede ser la televisión, en un simple instrumento de venta a los anunciantes de “tiempo de cerebro humano disponible”. La formación de las personas es sometida a los beneficios: ¿soportaremos ese crimen?
En este frenesí mercantil interviene otra tendencia por sí sola mortífera: la tendencia a la devaluación de todos los valores. Kant lo estableció en materia moral: reconocer una dignidad al ser humano es plantear que “no tiene precio”; reducir todo a una evaluación en dinero instituye la indignidad general. Esto es cierto en materia cognitiva, estética y jurídica tanto como moral: sin valores que valgan “en sí y sin restricción”, no hay humanidad civilizada. Sin embargo, ya estamos viviendo ese drama cotidiano: incesantemente se vapulean la preocupación por la verdad, lo justo, lo digno… La dictadura de lo rentable conspira contra la muerte de lo incalculable, lo desinteresado, lo gratuito. Estamos en el umbral trágico de un mundo donde el ser humano ya no vale nada (2). De eso habla la proliferación de los “sin” –sin papeles, sin trabajo, sin techo, sin futuro…–, de eso que Aimé Césaire llamaba “la fabricación de los hombres desechables”. Junto a ellos, engordan los que “valen oro” –salarios inauditos, indemnizaciones millonarias, caviar para perros…–, y todo se reduce a lo mismo: la abolición de toda escala de valor. De manera que el “único” valor que se jacta de ponderar a todos los demás, volviéndose autorreferencial, acaba sin valor en sí mismo. El mundo financiero se infla interminablemente con ceros virtuales antes de evaporarse en miles de millones cuando estallan las burbujas , y solo queda la dura realidad para los productores de lo real. Esta liquidación de los valores, ¿es menos grave que el derretimiento de los hielos polares? Lo que está en juego es nuestra humanidad misma, ¿medimos la espantosa magnitud de esto?
Bajo esta involución, se lee una tercera de máxima gravedad: el incontrolable desvanecimiento del sentido. Nueva involución, ya que durante mucho tiempo el capitalismo tuvo sentido; explotador, hizo progresar a la humanidad. Pero con la irrupción en la cúspide de las finanzas, forma deshumanizada al extremo de la riqueza, entramos en la era del sinsentido universal: la acumulación de capital es cada vez más sin fin, en los dos sentidos de la palabra fin. Lo que estamos viviendo es la ruina histórica de una clase que hoy acapara sin un objetivo civilizado, y pretende condenarnos a este “fin de la historia”. Muerte del sentido propagada por doquier por el cortoplacismo salvaje del retorno de la inversión, en el que ningún proyecto humano puede respirar. Por eso la globalización a través de las finanzas es el advenimiento convulsivo de un “no-mundo”, donde lo absurdo tiende a invadirlo todo junto a su compadre, el fanatismo religioso. Y esta miopía estructural se agrava justamente en un momento en que los poderes gigantescos a los que empieza a acceder el género humano exigen escrutar el futuro, bajo pena de muerte. Al escapar al dominio colectivo, en la fabulosa carencia de democracia verdadera en la que nos hunde el imperio de lo privado, nuestras creaciones materiales y espirituales se convierten en fuerzas ciegas que nos subyugan y aplastan –alienación sin orillas frente a la cual cualquier G8 es irrisorio. De ahí ese difundido sentimiento de una humanidad sin timonel que arremete inexorablemente contra la pared –pared ecológica, tanto como antropológica. Y si el género humano empieza a degenerar, no pagaremos más por la suerte del mismísimo Homo sapiens. Estamos empezando a acelerar por la pendiente de lo peor –¿entenderán realmente que lo estamos gritando?–.
Mercantilización de lo humano, devaluación de los valores, desvanecimiento del sentido –atrevámonos a decirlo: está en curso una descivilización sin orillas. Esto no equivale a adornar los dos últimos siglos, con sus horrores sociales y genocidas. Pero cuando al final del siglo XX triunfó la “libre empresa”, nos anunciaron el reinado definitivo de una apacible democracia. Contrariamente, vamos hacia la expansión de las dictaduras de la violencia, y ahora, una de las peores es la violencia soft. Guerras sangrientas por doquier –limpieza étnica, saqueo armado de países pobres, ingeniosidad asesina del terrorismo, oficialización de la tortura, salvajismo sofocante de las noticias policiales, todo eso que un filósofo denomina “barbarie del no-mundo globalizado” (3). Más aún, violencias “limpias” –competencia a muerte de las empresas, propagación del despido bursátil, control policial sofisticado de la empresa y la ciudad–, y hasta simbólicas –conciencias violentadas a diario, goteo de todas las fobias hacia el otro, pérdida de la cultura cívica por el cinismo dominante… Que haya podido reducirse a tal punto la conciencia de clase, que tantos hombres y mujeres ya no sepan representarse el ordenamiento de nuestro mundo ni su lugar dentro de éste, constituye un retroceso mental de efecto catastrófico. Nunca olvidemos que el nazismo echó raíces al reemplazar el pensamiento marxista de las clases, el “ein Volk, ein Reich, ein Führer” (4) –por la ideología del “hombre” sin clase…
A estos cuatro trazos principales se agrega un quinto que eleva el peligro al cuadrado: la proscripción sistémica de las alternativas. Proscripción deliberada: la clase favorecida sintió ayer el peligro revolucionario y hace todo lo posible por conjurar el retorno del peligro para siempre –observemos cómo tratan sus medios de comunicación a la “izquierda de la izquierda”. Y sobre todo, proscripción espontánea por las lógicas del sistema. Para Marx, la masa proletaria crecía con el capital, y este último producía a sus propios enterradores. Optimismo histórico muy aventurado hoy en día: la revolución del producir atomiza a los trabajadores, la sacralización de la decisión financiera los desarma, el peso de lo inexorable los desmoraliza: una inmensa aspiración a cambiarlo todo tiende a no conducir a nada. Impotencia repetida por doquier –así es como las mentiras de la política institucional alimentan más que nada la abstención electoral. El frenesí de lo rentable tiende pues a persuadirnos de la fatalidad de lo peor. El sistema mismo cuya palabra clave es libertad, tomó como divisa el TINA de Margaret Thatcher: “There is not alternative!”. Y de hecho, ¿cómo vamos a poder liberarnos de la omnipotencia de los mercados financieros y las agencias de calificación, si la colosal crisis de 2008 no cambió nada sustancial en el sistema? El actual clima de final del Imperio Romano, pero en la era de la energía nuclear y de internet, ¿no sabe acaso a anticipo de catástrofe terminal?
Se preguntarán: si el peligro es tan grave como aquí se dice, ¿cómo comprender que se lo enfatice mucho menos que el ecológico? Me limito aquí a una observación fundamental. Plantear la pregunta antropológica, es incriminar directamente el maltrato estructural de lo humano por el capitalismo; esto seguramente no ayude a popularizarla. El pensamiento ecológico se enmarca en una cultura distinta, vuelta hacia las formas nocivas de consumir antes que al modo inhumano de producir, a la invasión de la tecnociencia más que a la tiranía de la tasa de beneficios, a las irresponsabilidades sociales más que a los intereses de clase. Puede así remitir a una reforma virtuosa del consumo más que a una revolución de las relaciones productivas. Una ecología así reducida tiende a no representar peligro alguno para el IBEX 35. Este puede incluso hacer buenos negocios con ella, y operaciones políticas: el “pensamiento verde” se vuelve ecuménico… Mientras que en realidad, el drama ecológico procede tanto como el antropológico del cortoplacismo mortal de la ganancia máxima. Ambas causas son indisociables: no salvaremos al medio ambiente sin salvar al género humano. Y una ecología que no ataca resueltamente al sistema de ganancias no tiene futuro. Eso es lo que está en juego en la ambigua cuestión de una “ecología de izquierda”.
Así descrita, la actual situación del género humano aparece extremadamente negra. ¿No es esto al menos unilateral? ¿No debemos saber también cuántos presupuestos objetivos e iniciativas subjetivas se forman para una superación del capitalismo, que ya es indispensable? Sin duda alguna (5). Muchas cosas dan la viva impresión de una “fatalidad de lo peor”; no hay que ceder ante ellas. Podemos empezar por invertir la tendencia. Pero el éxito exige hacernos la idea cabal de la tarea: nada menos que asumir totalmente la causa antropológica, y por ende construirla tanto como la ecológica. La iniciativa acudirá a la cita. Desde los indignados de Europa hasta los ciudadanos estadounidenses que gritan su cólera contra Wall Street, es llamativa la carga ética de la indignación que hoy pasa al acto, en clara resonancia con la dimensión ética de las causas de la civilización para defender. Algo profundo sacude a la política. Digámoslo a la manera de Jaurès: un poco de indignación nos aleja de la política, mucha nos trae de vuelta a ella. O más bien conduce a un nuevo tipo de acción, no una revolución a la antigua en pos de una transformación desde arriba, cuyo fracaso está consumado, sino un compromiso a todo nivel con apropiaciones comunes bajo formas innovadoras de iniciativa y organización: esta es la hora de la invención. A ese precio podrá empezar a derrotarse la fatalidad de lo peor. Aliando a la más realista conciencia de lo posible la más ambiciosa visión de lo necesario: lo que debe comenzar hoy es el rescate del género humano.
No hay mejor conclusión que lo que Marx escribió a Ruge en mayo de 1843: “No dirán que me hago una idea demasiado alta del tiempo presente, y si pese a todo no desespero, es porque precisamente su situación desesperada me llena de esperanza”.