Cuando era pequeña, no íbamos al cine. Mi madre abría el café a las 5 de la madrugada, para los basureros. Sin embargo, me llevó dos veces al cine Eldorado. Momentos suntuosos en los que caminábamos al anochecer, a la luz de las farolas y los semáforos en rojo. La primera vez fue para ver Los miserables, probablemente la de Jean Gabin. No la vimos, se había equivocado de día. La segunda fue para ver El gran dictador. Esa sí que la vimos. Yo tenía siete años y no entendí casi nada.
Un año más tarde, durante una inesperada y peligrosa convalecencia, leí El vizconde de Bragelonne. Lo leí con un interés algo distante. Hay que decir que ignoraba toda la historia precedente. No conocía a los jóvenes mosqueteros, ahí solo tenía su crepúsculo. Pero con todo era Navidad y en casa de mi madre no había libros: siempre había vivido (...)