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Feministas del Este y del Sur, una contribución olvidada

Las ‘abuelas rojas’ del movimiento internacional de las mujeres

Pese a una actualidad editorial prolífica, la historia del feminismo tiene sus puntos ciegos. Por ejemplo, raramente se menciona la contribución de los países del antiguo bloque del Este. Sin embargo, la alianza que forjaron sus organizaciones de mujeres con las de las antiguas colonias del Sur tuvo un papel destacado en el progreso de la igualdad de sexos en el mundo.

por Kristen R. Ghodsee, julio de 2021
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Angela Davis (en el centro), tras su salida de prisión, junto a Elena Lagadinova (a la derecha), en Sofía, en 1972

Si eres una mujer que vive y trabaja en Occidente, probablemente no conozcas los nombres de las búlgaras Elena Lagadinova y Ana Durcheva, o de las zambianas Lily Monze y Chibesa Kankasa, a las que, sin embargo, debes parte de tus derechos. Si nunca has oído hablar de ellas es porque los vencedores de la Guerra Fría borraron de su relato las numerosas aportaciones de las mujeres del bloque del Este y de los países del Sur al movimiento feminista internacional. El triunfalismo de Occidente tras la desaparición de la Unión Soviética (URSS) borró de la memoria cualquier legado positivo asociado a la experiencia socialista. En la actualidad, se la reduce al autoritarismo, las colas frente a las panaderías, el gulag, las restricciones en los viajes al ­extranjero y la policía secreta.

Los occidentales tienden a ignorar que la rápida modernización de Rusia y de algunos países de Europa del Este coincidió con el advenimiento del socialismo de Estado. Por ejemplo, en 1910, la esperanza de vida de la Rusia zarista rondaba los 33 años, frente a los 49 años de Francia. En 1970, se había más que duplicado, alcanzando los 68 años en la URSS, solo tres años menos que en Francia. La Unión Soviética consagra el principio de igualdad jurídica entre los sexos en su Constitución de 1918 y legaliza el aborto en 1920, una primicia mundial. Realiza grandes esfuerzos para financiar fórmulas de cuidado infantil colectivo mucho antes de que Occidente se interese por la cuestión, e invierte masivamente en la educación y formación de las mujeres. A pesar de las múltiples disfunciones de la planificación central, el bloque del Este lleva a cabo importantes avances científicos y tecnológicos después de la Segunda Guerra Mundial, a los que las mujeres contribuyen en gran medida.

Por supuesto, todo dista de ser perfecto: la cultura patriarcal obliga a las mujeres a asumir, además de su trabajo remunerado, las tareas domésticas que los hombres se niegan a hacer. Debido a la escasez, comprar productos básicos exige tantos esfuerzos como la ascensión del Himalaya; con frecuencia, resulta imposible conseguir pañales desechables o productos de higiene femenina. Y los primeros puestos del poder político y económico siguen ocupados mayoritariamente por hombres. Aun así, los avances son notables. Después de 1945, las mujeres que viven en la Unión Soviética y Europa del Este se incorporan en gran medida a la población activa, mientras que en Occidente a menudo permanecen relegadas a la cocina y la iglesia.

Durante la Guerra Fría, su papel en la sociedad fomenta una rivalidad entre los dos bloques que sirve de acicate a los países occidentales. En 1942, los estadounidenses descubren fascinados las hazañas de la joven tiradora de elite soviética Liudmila Pavlichenko (309 nazis abatidos en su palmarés), que hace una gira por ­Estados Unidos en compañía de la ­primera dama Eleanor Roosevelt. Washington no empieza a preocuparse por la amenaza que representa la emancipación de las mujeres soviéticas hasta después del lanzamiento del satélite Sputnik en 1957. ¿Y si la URSS, al movilizar el doble de materia gris que Estados Unidos, la de los hombres y la de las mujeres, se les adelanta en la conquista del espacio? Al año siguiente, el Gobierno estadounidense aprueba una ley de defensa nacional que asigna fondos para la formación científica de las mujeres.

El 14 de diciembre de 1961, el presidente John F. Kennedy firma el decreto 10980, origen de la primera “comisión presidencial sobre la condición de la mujer”. El preámbulo cita como una de sus razones de ser la seguridad nacional, no solo porque el Estado necesita un ejército de reserva de trabajadoras en tiempo de guerra, sino también porque los líderes estadounidenses temen que los ideales socialistas atraigan a las frustradas amas de casa estadounidenses y las arrojen en brazos de los “rojos”.

El 17 de junio de 1963, se puede leer en la portada del New York Herald Tribune: “Una soviética rubia se convierte en la primera mujer enviada al espacio”, y en la del Springfield Union: “Los soviéticos sitúan en órbita a la primera cosmonauta”. Los periódicos publican imágenes de Valentina Tereshkova, de 26 años, sonriente dentro de su traje de cosmonauta que ostenta la inscripción en cirílico “CCCP” (“URSS” en alfabeto latino). “Los rusos demuestran así que la mujer puede rivalizar con el hombre en los ejercicios más difíciles a los que nos incita el desarrollo de la tecnología”, escribe Nicolas Vichney en Le Monde del 18 de junio de 1963. Mientras los dirigentes occidentales siguen temiendo las consecuencias de la liberación de las mujeres sobre la vida familiar tradicional, los soviéticos ponen a una de ellas en órbita... En respuesta al número de medallas de oro acumuladas por las deportistas soviéticas en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, los estadounidenses desbloquean ese año un presupuesto federal para el atletismo femenino. Cada avance en el bloque del Este obliga a los países capitalistas a tomar nuevas medidas.

Hasta principios de la década de 1970, la Unión Soviética y sus aliados dominan los debates sobre la condición de la mujer dentro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). También ocupan un lugar central en los congresos organizados por la Federación Democrática Internacional de Mujeres (FDIF), fundada en París en 1945 por activistas de izquierda y que reúne a participantes de cuarenta países. Los gobiernos occidentales, por lo general dirigidos por hombres, describen la FDIF como una “organización criptocomunista”. Su filial estadounidense, el Congreso de Mujeres Estadounidenses, es disuelta en 1950 tras una investigación emprendida por el Comité de Actividades Antiesta­dounidenses. En enero de 1951, la sede de la FDIF tiene que abandonar París después de que su presidenta, Eugénie Cotton, también al frente de la filial francesa (Unión de Mujeres Francesas), haya hecho campaña contra la guerra colonial en Indochina.

En sus nuevos cuarteles establecidos en Berlín Oriental, la FDIF se convierte en una poderosa representante de los intereses de las antiguas colonias en el mundo. A finales de la década de 1960, la federación y sus organizaciones afiliadas animan a las naciones que surgen en África y Asia a crear organizaciones de mujeres siguiendo el modelo de las ya existentes en Europa del Este, proporcionándoles apoyo financiero y logístico.

En el contexto de la descolonización, la vía socialista, que combina la nacionalización de los recursos naturales, la planificación económica y el desarrollo de los servicios sociales, constituye una alternativa atractiva al neocolonialismo que propone la ­permanencia dentro del modelo capitalista. Muchos dirigentes de países independientes del Sur forjan alianzas con los del bloque del Este para disgusto de los estadounidenses, que temen la expansión de la influencia soviética. Al mismo tiempo, las organizaciones de Europa del Este colaboran con las que están surgiendo en Asia, África y América Latina. Juntas, cuestionan la idea de que las mujeres pueden encontrar soluciones a sus ­problemas dentro de estructuras político-económicas que perpetúan otras formas de opresión y desigualdad.

Por iniciativa de la FDIF, a propuesta de un delegado rumano, la ONU declara 1975 como Año Internacional de la Mujer, a fin de llamar la atención de los gobiernos de todo el mundo sobre la condición de la mujer. La iniciativa se prolonga a través de un Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer, marcado por tres conferencias clave en Ciudad de ­México (1975), Copenhague (1980) y Nairobi (1985). Al trabajar de concierto con las Naciones Unidas, una coalición de mujeres del Este y el Sur impone una agenda progresista cuya influencia perdura.

El velo del olvido que ha borrado la contribución de los países socialistas a la liberación de la mujer es el resultado de una acepción estrecha de la causa feminista en Occidente. A lo largo del siglo XX, y todavía hoy, se reprocha a los militantes de inspiración marxista su indiferencia hacia las cuestiones de raza y género, y su tendencia a priorizar la lucha de clases sobre todas las demás grandes causas de la desigualdad social. Sin embargo, los antiguos países socialistas de Europa del Este, que se identificaban con dicha lucha, hicieron más por la emancipación de las mujeres y la descolonización de lo que se suele admitir, sobre todo comparados con los países occidentales. De Tirana, en el sur, hasta Tallin, en el norte, de Budapest a Vladivostok y más allá, en países como China, Vietnam, Cuba, Nicaragua, Yemen, Tanzania y Etiopía, el ideal soviético de la “madre ­trabajadora” llevó a los Estados a financiar guarderías, comedores públicos y programas especiales de apoyo a sus ciudadanas. Mientras las mujeres estadounidenses luchaban por ­poder acceder a las universidades ­reservadas a los hombres y por la igualdad de oportunidades en la vida profesional, los Estados socialistas ya habían aplicado una serie de reformas dirigidas a garantizar el equilibrio entre vida profesional y vida familiar. Como nos confió Arvonne Fraser, exdelegada estadounidense de la FDIF en Ciudad de México y Copenhague, “nadie quería admitirlo, y menos un miembro de la delegación de Estados Unidos, pero estaba bastante claro que las mujeres tenían más poder, al menos a nivel jurídico, en el bloque socialista”.

Durante los preparativos de la primera Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1975, no hay consenso sobre los objetivos del evento. Muchas occidentales, especialmente las estadounidenses y francesas, esperan que se centre principalmente en cuestiones de igualdad jurídica y económica, y que obligue a los Estados miembros de las Naciones Unidas a adoptar medidas que reduzcan las disparidades entre hombres y mujeres. En Estados Unidos, por ejemplo, el acceso de las mujeres a estudiar en Harvard, Yale y Princeton es reciente; Columbia no permitirá la educación mixta hasta 1981.

En muchos países occidentales, las mujeres luchan por conseguir la igualdad salarial y laboral, así como protección legal frente a la discriminación sexista. Combaten contra los prejuicios culturales que les asignan un papel “natural”, el de cuidar de su familia, en detrimento de su autonomía. Pero la creación de un nuevo ­orden económico mundial o la resistencia al neocolonialismo les parecen cuestiones totalmente ajenas al deseo de afirmación de las mujeres. “El Año Internacional de la Mujer –declara Françoise Giroud, a la cabeza de la delegación francesa y secretaria de Estado para la Condición de la ­Mujer bajo la presidencia de Valéry ­Giscard d’Estaing– terminará siendo un nuevo fraude si los resultados son sutilmente desviados hacia causas políticas nacionales o internacionales, por urgentes, respetables o nobles que sean” (1).

No opinan igual las delegadas del bloque del Este, que pretenden convertir la conferencia en una plataforma desde la cual luchar contra lo que creen que es el origen de la desigualdad de género. En particular, apoyan los llamamientos de africanos, asiáticos y latinoamericanos a favor de ­expropiar las grandes corporaciones heredadas de la era colonial y de nacionalizar los recursos a fin de financiar el desarrollo social y económico, indispensable para mejorar la suerte de las mujeres –y de todos–.

De las 133 delegaciones presentes en la Conferencia Mundial de Ciudad de México, 113 están presididas por mujeres. La Unión Soviética pone a la astronauta Tereshkova al frente de su delegación, y Bulgaria elige a Elena Lagadinova, una doctora en agrobiología que fue la partisana más joven que luchó contra la monarquía aliada de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Zambia está representada por Chibesa Kankasa, una heroína de la lucha por la independencia frente a los británicos, que, sin embargo, debe cancelar su participación por motivos personales. La cubana Vilma Espín de Castro, veterana revolucionaria y esposa de Raúl Castro, hermano de Fidel, acude para dar cuenta de los avances de su isla en materia de emancipación femenina: “Ya hemos obtenido todo lo que esta conferencia reclama. Lo que podemos hacer aquí es compartir nuestra experiencia con las demás mujeres. Las mujeres son parte del pueblo, y si no habláis de política, nunca ­cambiaréis nada”, espeta desde la ­tribuna quien, en 1960, creara la Federación de Mujeres Cubanas, con ­varios millones de miembros.

Estados Unidos se planteó inicialmente mandar en representación suya a un hombre: Daniel Parker, director de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid, por sus siglas en inglés). Para los estadounidenses, esta conferencia ofrece la oportunidad de debatir sobre las mujeres. Por lo tanto, consideran que un hombre puede representar perfectamente la posición de su país sobre los temas del orden del día. Tras las protestas de las feministas, Patricia Hutar es nombrada corresponsable de la delegación. Asimismo, Washington le impide a la primera dama Elizabeth Ford asistir a la conferencia por temor a una excesiva politización de los debates. Por el contrario, las mujeres del bloque del Este pretenden contrarrestar el peso de los hombres en los puestos directivos de la ONU y en los ministerios de Asuntos Exteriores ­interviniendo en las cuestiones geopolíticas candentes de la época. Las delegadas del Sur exigen poder opinar sobre desarrollo, colonialismo, ­racismo, imperialismo y sobre la redistribución de la riqueza a escala mundial. En efecto, ¿para qué defender la igualdad entre hombres y mujeres en una Sudáfrica que practica el apartheid o en una antigua colonia sumida en la pobreza y la violencia, y con niveles crecientes de deuda externa?

Las delegadas africanas insisten en la idea de que la lucha contra el racismo cuenta tanto como la lucha contra el sexismo. “Son dos caras de la misma moneda”, declara Annie Jiagge, jueza del Tribunal Superior de Justicia de Ghana, al frente de la delegación de su país. La jurista expresa su frustración con las mujeres estadounidenses, que quieren centrar el debate en la igualdad de sexos ­pese a que su presidente acaba de ayudar al general Augusto Pinochet a derrocar a Salvador Allende –presidente democráticamente elegido de Chile–, y bombardea Vietnam. En un llamamiento publicado en 1975, titulado “Escuchad a las mujeres para cambiar”, Jiagge declara: “La emancipación femenina no tiene sentido si no espolea a las mujeres a combinar su propia libertad con la lucha por la emancipación de todas las formas de opresión. La mujer liberada no debe tolerar que su país oprima a otros. En un mundo donde un tercio de la ­población acapara dos tercios de la riqueza total, los países ricos deben cambiar su estilo de vida” (2).

La solidaridad entre las mujeres de los países socialistas y las del Sur les plantea problemas ideológicos a las occidentales. Para su sorpresa, sus homólogas del Sur critican duramente su feminismo de inspiración liberal y califican sus ideas de imperialistas. Según ellas, las estadounidenses y sus aliadas ignoran hasta qué punto las mujeres del resto del mundo consideran el capitalismo el origen de su ­opresión. “Vi a las feministas de Norteamérica sorprendidas al descubrir que no todo el mundo compartía su creencia de que el patriarcado era la causa fundamental de la opresión de las mujeres y que las mujeres del tercer mundo se sentían más cercanas a Karl Marx que a [la feminista estadounidense] Betty Friedan”, cuenta Jane Jaquette, politóloga estadounidense que asistió al foro de organizaciones no gubernamentales celebrado en paralelo a la conferencia oficial de Ciudad de México (3). En ese espacio de discusión informal, encontramos algunas occidentales que se identifican con un feminismo socialista o comunista –este es particularmente el caso de mujeres negras como Angela Davis–. Sin embargo, sus ideas se quedan en la puerta de las delegaciones oficiales, donde prevalece el enfrentamiento ­Este-Oeste. “Las estadounidenses ­descubrieron que podían ser vilipendiadas, lo que sorprendió profundamente a algunas de ellas –escribe Arvonne Fraser en 1987 a propósito de la conferencia de Ciudad de México–. El nuevo movimiento feminista estadounidense las instaba a considerar a todas las mujeres como amigas, como un pueblo unido por una causa común. Darse cuenta durante su primer encuentro internacional de que no era así fue para algunas motivo de ­decepción y exasperación” (4).

Después de la conferencia de Ciudad de México, numerosos gobiernos aprueban nuevas legislaciones, recopilan estadísticas y crean oficinas y ministerios específicos para la mujer. Gracias a los esfuerzos de diplomáticos y activistas, se amplía la protección legal en materia de propiedad, herencia, custodia de los hijos y nacionalidad (5). Los Estados se ven obligados a generalizar los permisos parentales, las guarderías públicas, las ayudas familiares y otros recursos ­destinados a apoyar a las mujeres en su doble papel de trabajadoras y madres. En 1980, en Copenhague, varios países miembros de la ONU firman la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, un tratado que Estados Unidos y un puñado de países refractarios como Irán, Sudán y Somalia todavía no han ratificado.

Durante el Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer (1976-1985), la FDIF coordina y financia la participación en las conferencias de cientos de activistas del Sur, que viajan a Ciudad de México, Copenhague y Nairobi gracias a billetes de avión ofertados por Aeroflot, Balkan Air, JAT Yugoslav Airlines y otras aerolíneas del bloque del Este. En 1977, la FDIF y la Federación de Mujeres ­Cubanas abren en La Habana una ­escuela enfocada a formar a mujeres para que desempeñen puestos de ­responsabilidad de Naciones Unidas. En 1980, nace una estructura similar en Sofía dirigida a activistas africanas y asiáticas. En 1985, la FDIF y el Comité de Mujeres Búlgaras se encargan de hospedar y alimentar al centenar de africanas que participan en el foro de organizaciones no gubernamentales que se celebra en paralelo a la conferencia de Nairobi.

Pese a las tensiones ocasionales, estas mujeres lograron tejer redes transnacionales. Lily Monze, figura destacada del feminismo en Zambia, asistió a su primera conferencia internacional en Moscú. Entrevistada en 2012, esta antigua miembro de la ­delegación oficial de Zambia en Copenhague y Nairobi, que se convirtió en embajadora de su país en Francia, habló de las diversas formas de apoyo de los países del bloque del Este a las mujeres africanas deseosas de ­luchar contra el imperialismo occidental. “Esta cooperación nos ayudó –decía–. Además de las visitas recíprocas (a veces venían aquí, a veces íbamos a verlas), nos beneficiamos de becas de estudio en los países ­socialistas y del pago de los gastos asociados a nuestra participación en las conferencias”. Ese apoyo militante y material de los países socialistas ­llevó al Gobierno estadounidense a financiar, en contrapartida, organizaciones feministas liberales (centradas en el tema de la igualdad entre hombres y mujeres) en los países del Sur. De ese modo, ya fueran de países alineados con Moscú o con Washington, las mujeres del Sur se beneficiaron de las consecuencias económicas de la competencia entre las grandes potencias, lo que les permitió asistir a gran número de eventos internacionales a lo largo de la década de 1975-1985.

En 2010, cuando comenzamos nuestra investigación sobre el movimiento internacional por los derechos de las mujeres, no imaginábamos hasta qué punto esta historia había sido distorsionada en favor de las feministas estadounidenses y sus aliadas occidentales. ¿Cómo pudo borrarse la contribución del bloque del Este y del Sur habida cuenta del peso de su coalición dentro de la ONU y del alcance de sus intercambios internacionales?

Parte de la respuesta a esta pregunta se halla en la brutal transición de los regímenes comunistas a la “democracia” y el libre mercado. Las mujeres que conocimos en Bulgaria entre 2010 y 2017 vivían con pequeñas pensiones de unos 200 euros al mes. Aunque hubieran ahorrado ­dinero para su jubilación, lo habrían perdido todo en la quiebra de los ­bancos búlgaros de mediados de la década de 1990. Aunque hubieran escondido su dinero bajo un colchón, su valor también se habría evaporado debido a la hiperinflación subsiguiente. Los servicios públicos desaparecieron, el sistema de salud fue desmantelado y el precio de los medicamentos se disparó.

Los vencedores de la Guerra Fría no sufrieron semejantes contratiempos. La mayoría de las estadouni­denses que asistieron a las tres conferencias mundiales eran de clase alta y disfrutaban del privilegio de vivir en un país que aún funcionaba. En 2007, Arvonne Fraser consideraba que ella y su marido formaban parte de la “vejez dorada”, puesto que “disfrutaban de buena salud física, contaban con ahorros, planes de pensiones, seguridad social y no tenían ninguna carga urgente” (6). Disponían de tiempo y recursos para escribir sus memorias y emprender trabajos de investigación sobre sus experiencias durante el Decenio de las Naciones Unidas. Escribían en inglés para una sociedad con una subcultura feminista dinámica y deseosa de dar a conocer la historia de las mujeres.

A menudo, las activistas feministas occidentales disponen de la influencia y las relaciones necesarias para que sus documentos personales se conserven en archivos o sociedades históricas y sean accesibles a las jóvenes generaciones de investigadores. Así, en 2018, dos estadounidenses que habían desempeñado un papel clave durante el Decenio de las Naciones Unidas fallecieron a la edad de 92 y 100 años respectivamente. La primera, Fraser, fue objeto de una necrológica en The New York Times (7), y la Minnesota Historical Society reunió ochenta carpetas que fundamentalmente contienen sus discursos e informes de la época en que formaba parte de la delegación oficial de Estados Unidos en Ciudad de México y Copenhague. La segunda, Mildred Persinger, organizadora de la Tribuna del Año ­Internacional de la Mujer, celebrada en paralelo a la conferencia oficial de Ciudad de México, legó sus documentos a la Wyndham Robertson Library, vinculada a la Universidad Hollins de Virginia. Por lo general, esas instituciones cuentan con los medios necesarios para digitalizar los documentos, lo que facilita la tarea a los investigadores en busca de fuentes de primera mano. Los archivos de Persinger relacionados con el Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer también están disponibles en formato digital en la base de datos “Women and Social Movements, International”, alojada por Alexander Street Press.

Las mujeres de los países socialistas del Este y del Sur no han recibido tales atenciones. La búlgara Ana ­Durcheva, que fue tesorera de la FDIF en Berlín Este entre 1982 y 1990, murió de un paro cardiaco en 2014 (8). Elena Lagadinova, expresidenta del Comité de Mujeres Búlgaras y ponente general de la conferencia de Nairobi, falleció mientras dormía en octubre de 2017 (9). Chibesa Kankasa, que antaño dirigiera la Brigada de Mujeres zambianas, desapareció en 2018 (10). Estas tres mujeres poseían archivos personales y recuerdos de sus actividades durante el Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer que se habrían perdido si sus propietarias no hubieran tenido la generosidad de dejarnos fotografiarlos y conservar una parte de los mismos.

Aunque a menudo sus nombres han caído en el olvido, estas mujeres formaron coaliciones sólidas basadas en su aspiración de construir un mundo más equitativo y pacífico, en el que los beneficios no prevaleciesen sobre las necesidades más básicas. Los idea­les socialistas las unieron en su lucha contra las injusticias perpetradas en nombre de la defensa del libre mercado, y esas solidaridades Este-Sur ­explotaron hábilmente las rivalidades de la Guerra Fría para forzar avances en materia de derechos de las mujeres en todo el mundo. Nuestras “abuelas rojas” creían que otro mundo era posible. Aunque sus voces se han apagado, esperemos que sus sueños perduren.

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(1) Citado por Jennifer Seymour Whitaker, “Women of the World: Report from Mexico City”, Foreign Affairs, vol. 24, n.º 1, Nueva York, octubre de 1975.

(3) Jane Jaquette, “Crossing the line: From academic to the WID office at USAID”, en Arvonne S. Fraser e Irene Tinker (bajo la dir. de), Developing Power: How Women Transformed International Development, The Feminist Press at CUNY, Nueva York, 2004.

(4) Arvonne S. Fraser, The UN Decade for Women: Documents and Dialogue, Westview Press, Boulder (Colorado) y Londres, 1987.

(5) En algunos países, las mujeres pierden su condición de ciudadanas si se casan con un hombre de otro país, y sus hijos solo pueden tener la nacionalidad del marido. Véase Warda Mohamed, “Mujeres árabes, igualdad pisoteada”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2014.

(6) Arvonne Fraser, She’s No Lady: Politics, Family, and International Feminism, Nodin Press, Minneapolis, 2007.

(7) Neil Genzlinger, “Arvonne Fraser, who spoke out on women’s issues, dies at 92”, The New York Times, 10 de agosto de 2018.

(8) Cf. “A death in the field”, Savage Minds, 8 de enero de 2015.

(9) Cf. “The youngest partisan”, Jacobin, 12 de enero de 2017.

(10) Cf. “Freedom fighter and politician Mama Chibesa Kankasa has died”, Lusaka Times, 29 de octubre de 2018.

Kristen R. Ghodsee

Profesora de estudios rusos y de Europa del Este, miembro del Graduate Group of Anthropology de la Universidad de Pensilvania. Autora de Pourquoi les femmes ont une meilleure vie sexuelle sous le socialisme, Lux, Montréal, 2020.