Me fui a llorar allí (a la taza hedionda del retrete) para no ser sorprendida (…) pues sabía que en esa casa no se podía llorar sin motivo. A veces mamá me pegaba cuando me oía llorar y me decía: ahora al menos tienes un motivo”. ¿Un solo motivo? ¿Qué motivo hace llorar a Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) a lo largo de una obra (o de una vida) en la que desde el principio se ha borrado el horizonte, de una existencia opresiva saturada de mezquindad y de miseria, marcada por la incomprensión y el sufrimiento?
El lector de Herta Müller, recién galardonada con el Premio Nobel de Literatura, no conoce la respuesta. El lector se ve arrastrado a esa oscura aldea rumana como un animal atemorizado por el chasquido de un lenguaje-látigo que lo azota con metáforas viscosas y donde si se filtra un rayo de luz es para (...)