El 25 de febrero de 2008, al mediodía, 75 periodistas se concentraban en la puerta de Asiana Airlines, en el aeropuerto internacional de Pekín. Habían llegado de los cuatro rincones del mundo con la esperanza de volar hacia un destino prohibido cuyo nombre brillaba en las pantallas: Pyongyang. La mayoría jamás había puesto los pies allí; algunos lo habían intentado muchas veces, sin éxito. De pronto, los clics de las cámaras fotográficas resonaron: se acercaban los 110 miembros de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, arrastrando tras de sí sus instrumentos musicales, junto con un grupo de 25 patrocinadores afortunados que habían desembolsado 50.000 dólares cada uno para acompañar a la orquesta hasta la República Popular Democrática de Corea (RPDC).
Durante casi una semana, seguí a los músicos en su periplo asiático. “Es un privilegio que se le otorga a usted”, me dijo Erik Latzky, jefe de relaciones públicas de la (...)