En Bruselas, en el seno de la Comisión Europea, los 28 comisarios (27 después del brexit) son iguales en derechos y funcionan de manera colegiada. Sin embargo, algunos son más iguales que otros. Todo depende de sus atribuciones, de sus presupuestos y del poder de los servicios administrativos, en particular de la treintena de direcciones generales (DG) situadas bajo su tutela o su cotutela. A pesar de los considerables poderes de los que disponen, estos comisarios –uno por cada Estado miembro de la Unión Europea (UE)– son muy poco conocidos por el conjunto de la población, salvo, como es obvio, en sus respectivos países de origen.
Desde luego, no es el caso de la danesa Margrethe Vestager, comisaria de Competencia. Se dio a conocer a los medios de comunicación del mundo entero al anunciar, el pasado 6 de febrero, que el Ejecutivo bruselense vetaba la fusión de dos grandes empresas europeas, la francesa Alstom y las actividades ferroviarias de la alemana Siemens, debido a que una operación así sería nefasta para la competencia.
Los ministros de Economía de los dos países, que han vituperado esta decisión, parecen descubrir ahora que los tratados europeos –desde el de Roma en 1957– hacen de esta noción el pedestal ideológico de la UE y proporcionan a la Comisión las herramientas jurídicas necesarias para implementar políticas que de ella derivan.
Se puede resumir, a grandes rasgos, el proceso de decisión comunitaria de la siguiente manera: la Comisión propone actos legislativos (solo ella tiene esta iniciativa); a continuación, el Consejo y el Parlamento Europeo deciden; por último, la Comisión ejecuta las decisiones. Este procedimiento es válido para todos los ámbitos, excepto uno: el de la competencia. Como sucede con la política comercial, se trata de una competencia exclusiva de la UE pero, para ejercerla, Margrethe Vestager dispone de un poder que envidian todos sus compañeros: el de decidir sin que el Parlamento Europeo ni los Estados –a través del Consejo– puedan decir nada.
De este modo, la comisaria puede recurrir a ella misma y disfrutar al máximo con la caza de cárteles, de fusiones, de abusos de posición dominante, de concentraciones de empresas y de ayudas estatales no contempladas en la normativa. Puede enviar advertencias, ordenar investigaciones, imponer sanciones económicas… En resumen, se trata de afirmar la primacía del dogma neoliberal de la competencia por encima de cualquier otra consideración, así como de hacer entender a los Gobiernos que, en los ámbitos económico e industrial, es Bruselas la que dicta la ley.
El caso de Alstom-Siemens ha generado intensos debates en Alemania y en Francia. Por primera vez, miembros de Gobiernos de la UE han criticado en público el sancta sanctorum de la UE que es la política de competencia. Uno de los reproches más frecuentes es la ausencia de visión geopolítica de la Comisión, que razona en términos intraeuropeos y no a nivel mundial. Frente a las gigantescas empresas estadounidenses y chinas respaldadas por sus Estados y recurrentes en los contratos públicos, es absurdo impedir la creación de “líderes” industriales europeos agitando el fantasma de las concentraciones de empresas y de las ayudas estatales, así como denunciando el proteccionismo.
En sectores tan sensibles como las industrias de alta tecnología, que configurarán el mundo del mañana y se inscriben en unas relaciones de poder a escala mundial, es, en definitiva, la propia noción de competencia la que debe cuestionarse en términos políticos. Además, está falseada por no considerar las diferencias de las normas sociales, medioambientales y de remuneración del trabajo de un país a otro. Si fueran coherentes, los verdaderos liberales no deberían discrepar de esta “operación verdad”…