Hace unos días, Facebook me pidió que cambiara mi nombre. No por haber elegido un seudónimo grosero, incitador al odio racial o usurpador del de Mark Zuckerberg (director, fundador y principal accionista del sitio de internet Facebook), o aun vagamente similar a una marca registrada. Sino por haber inventado un patronímico compuesto por unos hermosos caracteres Braille. Los ingenieros del sitio californiano decidieron de buenas a primeras que esto no era tipográficamente correcto.
Cuando me registré, Facebook me pidió mi nombre real, luego validó mi existencia verificando un código secreto enviado a mi teléfono. También insistió en que le diera la contraseña de mi correo electrónico, para conseguir mi libreta de direcciones y facilitar así la localización de mis contactos –mis “amigos”, según la terminología de la casa–.
La página azul de Facebook, permanentemente monitoreada por algoritmos, en virtud de unas condiciones de uso que nadie lee, ofrece un mullido capullo a (...)