En Estados Unidos, los partidarios de prohibir las cámaras de vigilancia vial están ganando terreno. En la actualidad, los radares automáticos solo se utilizan en nueve de los cincuenta estados. En junio de 2019, Texas se unió a la treintena de estados que prohíben las cámaras que controlan la violación de los semáforos en rojo.
Esta evolución tiene su origen en un fuerte descontento de la ciudadanía. Los estadounidenses de todo el país interpelan a sus representantes electos para quejarse de las multas por infracciones de tráfico. Despotrican en la Radio Pública Nacional, que ha solicitado a un psicólogo que intente explicar esa furia. Se afilian a la Asociación Nacional de Automovilistas, el principal lobby de conductores.
Sus reivindicaciones se basan en una supuesta incapacidad de esas herramientas para desalentar las infracciones –si bien los estudios sobre el tema son contradictorios–, así como en los errores del sistema: las cámaras pueden equivocarse e imponer multas indebidas, que después resultan muy difíciles de recurrir. Además, las infracciones no solo enriquecen a la Administración pública, sino también a las empresas que gestionan el sistema, que reciben una prima por cada multa. Sin embargo, esto podría solucionarse sin desactivar todo el sistema: bastaría con ajustar los parámetros de las cámaras, simplificar el procedimiento de resolución de litigios y calcular la remuneración de las empresas basándose únicamente en los costes operativos.
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Antiguamente, caballos, carruajes y peatones compartían las calles. No había ninguna ley que regulara el tránsito. Todos cumplían con una norma consuetudinaria, que correspondía a la forma en que se suponía que debía actuar una persona razonable. En caso de accidente, la parte que se consideraba agraviada emprendía una acción legal. Un juez o un jurado era el responsable de decidir, estableciendo así una nueva regla. En esa época, explicaba en 1924 Roscoe Pound, decano de la Facultad de Derecho de Harvard, bastaba con el “derecho consuetudinario” porque “la probabilidad de que una persona atropellara a otra llevando las riendas del caballo de la familia era escasa” (1). Esta forma de coordinar el comportamiento social quedó obsoleta con la llegada del automóvil, pues de lo contrario “se obstaculizaría el tráfico, se pondría en peligro la vida de los ciudadanos y se crearía una confusión insoportable en las carreteras”.
Entre 1895 y 1929, el número de vehículos automotores en circulación en Estados Unidos pasó de unos cuantos prototipos a más de 23 millones. El número de muertes en carretera se disparó, con un aumento del 500% entre 1913 y 1932. Diseñadas para peatones y vehículos tirados por caballos, las calles se veían de repente invadidas por coches estacionados y vehículos que circulaban a toda velocidad. Las autoridades, mal preparadas para este shock tecnológico, reaccionaron regulando casi todos los aspectos de los desplazamientos motorizados. Además de los límites de velocidad y la instauración de un permiso de conducir, exigieron el uso de equipamiento de seguridad, como luces que no deslumbren y retrovisores. Definieron quién –coches, carros o peatones– tiene prioridad, y establecieron el límite de velocidad para poder adelantar a un carruaje o a un trolebús. En Massachusetts, los coches con más de diez caballos debían tener al menos dos frenos, mientras que en San Francisco, el legislador llegó a definir “el ángulo que un conductor debe tomar para girar de una calle a otra”, algo que fue criticado por un abogado en 1913.
Desde los libros de Sinclair Lewis (Aire libre, 1919) o Jack Kerouac (En la carretera, 1957) hasta las películas Bonnie y Clyde (1967) o Thelma y Louise (1991), la cultura popular no ha dejado de presentar al automóvil como un símbolo de libertad, un medio de evadirse en soledad. Sin embargo, está sujeto a un estrecho control reglamentario y policial. Desde principios del siglo XX no ha sido posible conducir sin pasar primero por un examen, obtener un permiso, matricular el coche y contratar un seguro. Tras esto, hay que respetar los semáforos, acatar los límites de velocidad, los controles policiales... Una violación de cualquiera de estas normas permitía a la policía interceptar al conductor, imponerle una multa e incluso arrestarlo. Y si durante un control rutinario el agente sospechaba de la presencia de drogas –o alcohol, en tiempos de la Prohibición–, podía registrar el vehículo. El culpable probablemente terminaría en la cárcel, con antecedentes penales. Conducir –o simplemente estar en un coche– es en realidad uno de los actos más vigilados de la vida cotidiana estadounidense.
Con el advenimiento del código de circulación, a principios del siglo XX, de repente casi todos los ciudadanos se convirtieron en delincuentes potenciales, incluidos los peatones que cruzaban por fuera de los pasos peatonales. En 1927, un periódico neoyorquino se escandalizaba ante la generalización de las infracciones de tráfico: “En las zonas residenciales, en el centro y en los alrededores de las ciudades. [Eran] cometidas tanto por niños como por adultos, por niños de la calle y por comerciantes respetables, por jóvenes despreocupadas y por mujeres serias de mediana edad”. Las autoridades se sorprendían de que tanta gente que normalmente cumplía la ley empezara a desobedecer, en detrimento de la seguridad pública.
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Para controlar el tráfico, varias ciudades han decidido recientemente sumar a sus administrados. En Malibú, California, desde 2010 los voluntarios de la “patrulla civil” se encargan de reportar infracciones al código vial (o cualquier otra actividad sospechosa). Presentados como los “ojos y oídos” de la Policía, pueden hacer uso de vehículos policiales totalmente equipados (excepto de armas). En 2018, según el Washington Post (19 de mayo de 2019), los dieciocho voluntarios de la patrulla registraron 9.140 sanciones por infracción.
En mayo de 2019, el Consejo del Distrito de Columbia también consideró la posibilidad de permitir a los residentes poner multas a través de una aplicación electrónica. Esos “ciudadanos-policía” permitirán “multiplicar los ojos que vigilan la calle”, explicó a The New York Times (20 de junio de 2019) el consejero que presentó la propuesta. A quienes cuestionaban la pertinencia de autorizar a los ciudadanos a multar a otros ciudadanos, les respondió: “Debemos estar preparados para innovar, porque lo que hemos hecho hasta ahora no ha impedido que la gente muera”.
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En el siglo XIX, los policías, poco numerosos, vigilaban principalmente a la población marginal: vagabundos, prostitutas, alcohólicos.... Del resto de la sociedad se ocupaban organizaciones civiles: las iglesias se aseguraban de que se respetaran las normas morales; las asociaciones de comerciantes regulaban las relaciones comerciales; varios clubes trabajaban para mantener la armonía social...
Cuando apareció el coche, las autoridades se dirigieron lógicamente a estas organizaciones para convencer a los ciudadanos de que obedecieran las normas. La Ford Motor Company organizó competiciones de conducción y produjo películas educativas para la prevención de accidentes, como Hurry Slowly (“Date prisa lentamente”); la Cámara Nacional del Comercio de Automóviles financió concursos literarios para sensibilizar al público a propósito de la seguridad vial. Por su parte, la Policía creó “comités de seguridad pública” (o “comités de vigilancia”) compuestos por ciudadanos voluntarios. Cuando estos “vigilantes”, como se les llamaba, constataban una infracción, tenían que llenar un formulario y entregárselo al comité, que enviaba una carta al infractor pidiéndole que cooperara. Después de dos advertencias de este tipo, el caso llegaba a manos de la Policía.
En esa época, los conductores pertenecían principalmente a las clases privilegiadas. Se consideraban ciudadanos respetables y eran reacios a admitir sus errores. Algunos se mostraban irascibles ante el menor ordenamiento del tráfico, e incluso muy agresivos en el caso de multa. Según August Vollmer, jefe de la Policía de Berkeley (California) de 1905 a 1932 y a menudo considerado el padre de la Policía moderna, un buen agente de tráfico tenía que combinar “la sabiduría de Salomón, el coraje de David, la fuerza de Sansón, la paciencia de Job, el carisma de Moisés, la benevolencia del Buen Samaritano, la fe de María, la diplomacia de Lincoln y la tolerancia de Confucio”. Las autoridades municipales comprendieron con rapidez que la tarea requería de profesionales.
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En 1994, los agentes de circulación de Nueva York cambiaron sus uniformes marrones por otros azules. De esta manera esperaban parecerse más a verdaderos agentes de policía y protegerse de las agresiones. En efecto, todos los días eran blanco de escupitajos, insultos o les lanzaban objetos. En tres años, una agente había sido atropellada por un coche, había recibido un puñetazo en la mandíbula y había sido agredida en el brazo con una cuchilla de afeitar. Uno de sus compañeros había sido golpeado por un sacerdote vestido con su hábito. Tales incidentes despertaban poca empatía entre los ciudadanos; algunos incluso escribían cartas a los periódicos para ponerse del lado de los agresores.
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En 1922, el jefe de la Policía de San Francisco abogó para que los agentes de circulación recibieran una formación especial, en función “del papel que [iban a] desempeñar en la sociedad”. Con la aparición del automóvil, explicó, “hemos llegado a un momento de la civilización estadounidense” en el que los ciudadanos exigen un “juicio sereno y analítico”. En su opinión, un buen agente era aquel que no aplicaba la ley a rajatabla sino que hacía uso de la capacidad de evaluación, adaptando su respuesta a cada caso: ignorar la infracción, contentarse con una advertencia, poner una multa, proceder a un arresto... “No todos los infractores pueden y deben ser tratados de la misma manera”, refrendó un especialista en seguridad vial. La mayoría de los expertos de la época compartían este punto de vista y recomendaban que los agentes de tráfico fueran indulgentes por temor a enemistarse con ciudadanos respetables.
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Cuando en mayo de 2019 el Consejo del Distrito de Columbia consideró la idea de utilizar a los ciudadanos para controlar el tráfico, varios expertos emitieron una opinión desfavorable: la seguridad vial requería profesionales capacitados, ya que los ciudadanos tienden a denunciar todas las violaciones de forma indiscriminada. Ahora bien, como señaló el director del servicio de transporte de Seattle, puede haber “una buena razón para eludir una norma de estacionamiento”.
Desde este punto de vista, las cámaras, que no tienen capacidad de apreciación, son peores que los ciudadanos. Así es como debemos entender la creciente oposición a estas herramientas: el argumento de que el vídeo niega el derecho a enfrentarse al acusador parte de la creencia de que puede existir una razón válida, una excusa, para una infracción vial.
En las ciudades y los estados que no tienen –o que ya no tienen– cámaras, la solución es utilizar seres humanos. Por ejemplo, el condado de Nassau (Nueva York) ha decidido aumentar el número de patrullas. Aquellos que prefieren la policía al radar, sobre la base de que los agentes de circulación pueden ejercer su poder con discernimiento, son aquellos para quienes el discernimiento de los agentes es sinónimo de indulgencia. Y no pertenecen a las minorías raciales.
Un rutinario control de tráfico sirvió como detonador para la sublevación del área de Watts en Los Ángeles, en 1965. El 11 de agosto, agentes de policía blancos detuvieron a un conductor negro al sospechar que conducía ebrio. El operativo se les fue de las manos. El conductor, su hermano y su madre fueron golpeados por los agentes y la situación devino en un motín. Nueve meses más tarde, cuando el ambiente apenas se había calmado, otro acontecimiento reavivó las hostilidades. En mayo de 1966, Leonard Deadwyler, un joven negro de 25 años, es detenido por exceso de velocidad. Llevaba al hospital a su esposa, a punto de dar a luz. Un policía disparó contra el joven conductor, que murió en los brazos de su compañera.
El 10 de julio de 2015, un oficial de Texas ordenó parar a Sandra Bland por la falta de un intermitente. Después de una tensa conversación, sacó con violencia a la joven negra de su coche haciendo uso, entre otras cosas, de una pistola taser (de descarga eléctrica), y después la arrestó mientras le aplastaba la cara contra el suelo. Fue encontrada muerta en su celda tres días más tarde. Ese mismo año, el 27% de los ciudadanos desarmados que murieron a manos de la policía fueron asesinados por un agente como resultado de un control de tráfico.
Hoy, como en los años 1920, la profusión de leyes que rigen la circulación vial convierte a todos los conductores en potenciales infractores, dando a la policía un inmenso poder discrecional. En la década de 1990 se llevó a cabo un estudio en una autopista de Nueva Jersey; casi todos los conductores que la usaban excedían los límites de velocidad en un momento u otro. Pero los negros, que representaban el 13,5% de los automovilistas, constituían la mitad de los conductores detenidos. Desde el punto de vista estadístico, esta desproporción es tan probable que ocurra por casualidad como el nacimiento de un bebé de ocho kilos. De ahí el hecho de que a esta “infracción” se la conozca comúnmente como “conducir siendo negro” (driving while black).
Así, consciente o inconscientemente, aquellos que rechazan los dispositivos de control automático tienden a aceptar las injusticias que acompañan el afianzamiento de los medios policiales.