El 15 de septiembre de 2001, con las ruinas del World Trade Center de Nueva York aún humeantes, el presidente George W. Bush convocó en Camp David una reunión con un pequeño círculo formado por sus más estrechos colaboradores. Participaron, entre otros, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el número dos del Pentágono, Paul Wolfowitz, la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice y el general Tommy Ray Franks, que dirigía el Mando Central de Estados Unidos para Oriente Medio. Según las informaciones que se han ido filtrando a lo largo del tiempo (1), las conversaciones se centraron en primer lugar en la respuesta militar –que Franks comandaría– a los atentados de Nueva York y Washington. En el punto de mira, la organización terrorista Al Qaeda y el emirato instaurado por los talibanes. Sin embargo, el presidente estadounidense no tardó en recordar el objetivo que su Administración se había planteado desde que asumiera las funciones en enero: derrocar a Sadam Husein, el dictador iraquí que había gobernado su país con puño de hierro durante las últimas tres décadas. Wolfowitz abogó entonces por un ataque simultáneo contra Afganistán e Irak, pero su propuesta no prosperó. Aunque sí le dieron el visto bueno para la creación de una célula encargada de preparar el cambio de régimen en Bagdad, la acción militar debía posponerse hasta la captura de Osama Bin Laden y la derrota de los talibanes, que habían acogido al líder de Al Qaeda y se negaban a extraditarlo.
Se puso entonces en marcha una doble maquinaria belicista. Por un lado, la guerra de Afganistán, que –dado el fuerte impacto emocional que tuvieron los atentados en suelo estadounidense– dio lugar a un aluvión de declaraciones solemnes y gozó de una amplia cobertura mediática que la presentaba como una respuesta legítima a los atentados, así como del apoyo de gran parte de la “comunidad internacional” y del aval de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sin olvidar el amplísimo respaldo entre las diferentes opiniones públicas occidentales. Por otro lado, la futura invasión de Irak, cuya preparación será, en una primera fase, sumamente discreta. Motivada por una implacable voluntad de provocar un cambio de régimen en Bagdad, esta ofensiva lo tendrá mucho más complicado para encontrar respaldo, incluso entre los estadounidenses.
Ya que, ¿por qué perseguir a este país aislado y empobrecido, sometido a un severo embargo y que no parece representar ninguna amenaza seria para Estados Unidos en materia de seguridad? (2). Es cierto que Sadam Husein ya había invadido a dos de sus vecinos: Irán, en 1980, y Kuwait, en 1990. Despiadado con sus adversarios, incluso con su propio entorno, el dictador iraquí también había sofocado con sangre toda rebelión contra su autoridad, recurriendo sin pestañear al uso de armas químicas contra la población kurda, como hiciera en particular en 1988. La invasión de Kuwait convirtió Irak en un régimen paria y propició la intervención militar –de enero a marzo de 1991– de una coalición internacional liderada por Washington. Pero el rais no tenía ningún vínculo con Bin Laden y Al Qaeda, y menos aún con los atentados del 11 de septiembre. Su régimen, de carácter secular, de acuerdo con los principios laicos del partido gobernante, el Baaz, era considerado incluso impío por aquellos a los que entonces se empezaba a denominar yihadistas. Sin embargo, las autoridades estadounidenses pretendieron en vano hacer pasar por válida la tesis de su connivencia con la nebulosa de Al Qaeda. La información de que Mohammed Atta, que pilotaba uno de los dos aviones que impactaron contra el World Trade Center, se había reunido con un miembro de los servicios secretos iraquíes en Praga, fue uno de los pocos argumentos que Washington pudo esgrimir para implicar a Irak.
Para comprender por qué esta guerra figuraba en los planes estadounidenses ya en septiembre de 2001, debemos remontarnos a mediados de los años noventa. En 1997, dos intelectuales, William Kristol y Robert Kagan, fundaron en Washington el Project for the New American Century (“proyecto para un nuevo siglo estadounidense”, PNAC), un think tank con el que pretendían impulsar, entre otros objetivos, el refuerzo de la presencia militar estadounidense en el mundo (este grupo de reflexión fue disuelto en 2006). El 26 de enero de 1998, el PNAC dirigió una carta abierta al presidente demócrata William Clinton donde denunciaba el carácter “estéril” de la política de Estados Unidos respecto a Bagdad y reclamaba el uso de la fuerza para derrocar a Sadam Husein (3). Es más, consideraba indispensable “terminar el trabajo de 1991”, es decir, desalojar del poder a Husein, algo que la Armada estadounidense que liberó Kuwait no pudo llevar a cabo por falta de decisión en este sentido por parte del presidente George Bush padre (4). Entre los firmantes de este documento figuraban personalidades del establishment que terminarían ocupando puestos de poder en la primera Administración de Bush hijo, en 2001: Rumsfeld y Wolfowitz, pero también Elliott Abrams, asesor de la Casa Blanca para Oriente Próximo (5); John Bolton, subsecretario de Estado para el Control de Armamentos; y Richard Perle, entonces director del Defense Policy Board, un grupo de reflexión vinculado al Pentágono.
Estas personalidades, que encontraron un oído receptivo en el vicepresidente de Bush, Richard “Dick” Cheney, consideraban que la caída del presidente iraquí permitiría remodelar Oriente Próximo y establecer un nuevo orden democrático garantizado por el poderío militar estadounidense. También veían en esta acción una forma de librar a Israel y a las monarquías del Golfo –todos ellos aliados de Washington– de un peligro permanente. “Un golpe radical y devastador contra Sadam Husein, seguido de un esfuerzo patrocinado por Estados Unidos para la reconstrucción de Irak y para ponerlo en la senda de la gobernanza democrática, tendría un impacto sísmico positivo en el conjunto del mundo árabe”, escribieron Kagan y Kristol unos meses antes de los atentados del 11-S (6).
Los neoconservadores no lograron convencer a Clinton. Sin embargo, en diciembre de 1998, el presidente estadounidense ordenó el bombardeo de Irak para castigarlo por su falta de cooperación con los inspectores de la ONU y del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). A lo largo de su segundo mandato, Clinton veló por el mantenimiento, e incluso endurecimiento, de las sanciones económicas contra Bagdad. Interpelada en 1996 por el terrible coste humano que acarreaba el embargo de muchos productos alimentarios y farmacéuticos –considerado el causante de la muerte de más de 500.000 niños durante los años 1990 (7)–, Madeleine Albright, entonces embajadora de Estados Unidos ante la ONU y futura secretaria de Estado durante la segunda Administración de Clinton (1997-2001), pronunció unas palabras que se hicieron célebres: “Considero que fue una elección muy difícil, pero el precio... Creemos que el precio ha valido la pena” (8).
En sus labores de influencia, los neoconservadores se verán beneficiados por el apoyo decisivo del sector petrolero, interesado en una futura explotación de las reservas de petróleo convencional iraquíes, las segundas (140.000 millones de barriles) después de las de Arabia Saudí (300.000 millones de barriles). Cheney, su más preciado aliado, será quien mejor simbolice esta connivencia. A la cabeza de la empresa de ingeniería petrolera Halliburton entre 1995 y 2000, y posteriormente responsable, como vicepresidente, de la elaboración de la política energética estadounidense, nunca cejó en su empeño de situar a Irak en el centro de las prioridades estratégicas y diplomáticas de la Casa Blanca (9).
Relacionar Afganistán e Irak
En septiembre de 2001, los neoconservadores estaban al mando. Solo tenían que superar las reticencias del Departamento de Estado y de algunos mandos militares y encontrar la mejor estrategia para que, después de Afganistán, los marines estadounidenses invadieran Irak.
Así pues, el discurso oficial irá vinculando poco a poco el destino de los dos países. El objetivo era sencillo: había que convencer al electorado de una continuidad lógica entre ambas intervenciones. ¿Los talibanes y Al Qaeda? Sadam Husein es tan peligroso como ellos. ¿La posguerra en Afganistán? Será un periodo dedicado a la “construcción del régimen democrático”, cuyas lecciones serán de enorme utilidad a la hora de construir un nuevo Irak. Además, al igual que la ley de “Autorización del uso de la Fuerza Militar”, que otorga al Ejército estadounidense un mandato para localizar a los responsables de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el arsenal legal diseñado para “reconstruir” Afganistán se empleará para gobernar el “nuevo Irak”, como en el caso de las disposiciones legales que permiten el uso de subcontratistas privados para operaciones de tipo militar.
Para dotar de coherencia a su estrategia, el presidente Bush no dudó en evocar, ya en enero de 2002, un “Gran Oriente Medio” (“Great Middle East”). Una extensión geográfica incongruente y heterogénea que se extiende desde Marruecos hasta Afganistán, pero que Washington presenta como homogénea por formar parte toda ella del mundo musulmán, por compartir retrasos en materia de democratización y por la persistencia, en su seno, de corrientes hostiles a Estados Unidos e Israel.
Aunque una parte de la opinión pública aceptó la tesis de la complicidad de Sadam Husein con Al Qaeda, la Administración de Bush comprendió rápidamente que necesitaba proveerse de argumentos más convincentes. La psicosis provocada en relación con los envíos de esporas de ántrax por correo a periodistas, el 18 de septiembre de 2001, y a políticos, con matasellos del 9 de octubre del mismo año, contribuyó a revestir de credibilidad los discursos y advertencias alarmistas sobre la amenaza que suponía Irak en materia de armas de destrucción masiva (10). El argumento era simple: Sadam Husein disponía de un arsenal capaz de destruir parte del planeta e infligir a Estados Unidos un daño mucho más apocalíptico que el sufrido con los atentados del 11-S. Su negativa habitual desde el final de la primera guerra del Golfo a cooperar con los inspectores de la ONU y del OIEA evidenciaba que había continuado con sus programas armamentísticos de manera clandestina.
La labor de la “oposición iraquí” en el exilio
Fue en aquel momento cuando entró en escena la hasta entonces fantasmal oposición iraquí en el exilio. Encabezada por el empresario Ahmed Chalabi, condenado en 1992 por quiebra fraudulenta por la justicia jordana, contribuyó a difundir mentiras inverosímiles sobre las armas de destrucción masiva y se convirtió así en una fuente de información privilegiada para la prensa estadounidense. Chalabi y sus compañeros pintaron una imagen aterradora de las capacidades letales de Irak y ofrecieron todo aquello que en Washington deseaban oír: una vez instalados en el poder, establecerían un Estado democrático, proestadounidense, en armonía con Israel y hostil a las ambiciones hegemónicas de Irán.
Apoyada por casi todos los medios de comunicación, con The New York Times y The Washington Post a la cabeza, la invasión de Irak se convirtió de este modo en una prioridad general. El 29 de enero de 2002, apenas un mes después del final de la campaña de Afganistán, Bush pronunció un discurso en el que acusaba al régimen de Sadam Husein de formar parte de un “eje del mal”, junto con Corea del Norte e Irán. El presidente estadounidense llamó a la comunidad internacional a eliminar la amenaza que suponían las armas de destrucción masiva iraquíes. La suerte estaba echada. Menos de catorce meses después, los marines entraban en Bagdad y Sadam Husein huía para ser finalmente capturado en diciembre de 2003 y ahorcado en 2006. Los neoconservadores habían ganado la partida.