Con unos orígenes que se remontan a los primeros “libros de cocina” publicados en Alemania e Italia a finales del siglo XV, coincidiendo con las primeras obras impresas, las condiciones de la práctica gastronómica francesa se establecieron en 1651, al publicarse Le Cuisinier françois de La Varenne (1). Este libro resume los procedimientos culinarios de la nobleza y describe una forma de cocinar típicamente francesa, distinta de los hábitos alimentarios de la Edad Media, gracias sobre todo al uso de nuevas especias y sabores, así como a innovaciones técnicas en la preparación de los alimentos. Esta línea de demarcación se verá confirmada por la publicación, en las décadas posteriores, de varias obras del mismo tipo, defendiendo cada una sus propias prácticas (mediante recetas y observaciones) y renegando de las demás.
Dicho esto, la génesis del campo gastronómico francés no se limita a estos primeros textos. Si bien estos escritos definían sus parámetros simbólicos, la práctica también necesitaba un anclaje institucional. Fue la Revolución la que creó las condiciones para el desarrollo de esta base institucional, con la creación del restaurante. El vínculo histórico exacto entre ambos acontecimientos, objeto de la recién estrenada película Délicieux de Éric Besnard, sigue siendo objeto de debate. La explicación más sencilla es que los cocineros que anteriormente ejercían sus artes en las casas aristocráticas se vieron obligados a abrir establecimientos cuando sus amos huyeron del país o perecieron bajo el Terror. Sin embargo, como han señalado Stephen Mennell y otros más, “el primer lugar para esta nueva forma de restauración abierta al público –lo que fue llamado restaurante– apareció en París en el transcurso de las dos décadas anteriores a la Revolución” (2).
La explicación más convincente es probablemente que, al abolir el sistema gremial, la Revolución creó las condiciones para una transferencia de las prácticas culinarias artesanales de la aristocracia a la burguesía, a través de la nueva institución del restaurante (3). Tradicionalmente, comercios independientes vendían caldos “restaurats” (“restauratos”, también llamados “restaurants”, “que restauran”), es decir, consomés a base de carne destinados a restaurar fuerzas. Alrededor de 1765, un tal Boulanger, proveedor de “restaurantes” o “bouillons” (“caldos”), abrió en París una tienda que ofrecía, además de sus restaurantes, productos alimenticios cuya venta aún estaba sujeta al sistema gremial. El gremio de restauradores (tanto cocineros como proveedores) lo llevó a juicio, pero el tribunal falló a favor de Boulanger, augurando así la desaparición del sistema de gremios y fomentando consecuentemente el desarrollo de estos nuevos establecimientos que vendían comida cocinada para ser consumida in situ. Aunque pasaron varias décadas antes de que el término “restaurante” quedara oficialmente acuñado con su significado actual, estos nuevos establecimientos alzaron vuelo no más terminar la Revolución. Ya había quinientos o seiscientos de ellos bajo el Imperio y unos tres mil bajo la Restauración (1814-1830) y la Monarquía de Julio (1830-1848).
Tenemos sin duda aquí una ilustración del triunfo de París sobre el resto de Francia del mismo modo que la Revolución triunfó de la monarquía: al poner fin a la división entre París y Versalles, desplazó los ejes de la política, de la cultura y del comercio hacia la capital, que se convirtió en el centro indiscutible de todo. Además, a la par que París fundaba ahora su reputación en sus restaurantes, la mística asociada a esta institución amplificaba por su parte la construcción simbólica de la capital, como así señaló Rebecca Spang: “Conforme iba creciendo la fama de los restaurantes capitalinos, también se propagaba el mito de París como gran comedor de la nación” (4).