En su anterior ensayo, el sociólogo y artista francocanadiense Hervé Fischer analizó en su evolución histórica cómo se codificaron los colores en Occidente. Mostró de qué manera su lenguaje visual contribuía a expresar e imponer el orden social deseado por las élites religiosas, políticas y económicas, sentando así las bases de sus “leyes sociocromáticas”, que relacionan homológicamente estructuras sociales y sistemas cromáticos (1). “Cuando hay tensiones en el orden social, hay contradicciones en el orden cromático”. Y cuando, por el contrario, este último es muy “asertivo o tiende a la rigidez (el primitivismo religioso de la Edad Media, por ejemplo)”, se comprueba que “la ideología social está extremadamente regulada (autoritarismo feudal, religioso, etc.)”. Así y todo, aunque “el lenguaje ideológico de los colores es algo que deciden en tal o cual sentido las sociedades humanas, y no una imposición universal supuestamente dictada por la naturaleza o la física óptica”, la sociedad es “el único parámetro que ninguna teoría del color ha tenido en cuenta”.
Por imprescindible que sea, una lectura sociohistórica de los colores no puede explicarlo todo. Si bien pueden descifrarse a través del prisma del uso que les dan las sociedades, ya que cada una racionaliza los colores en función del orden que pretende promover, también es cierto que conservan una vertiente irracional (el rojo atrae, el azul repele) irreductible a cualquier control social. Estas “energías luminosas” siguen siendo en gran medida un misterio para nosotros. Así lo atestiguan las numerosas preguntas que se han formulado a través de los siglos, y que Fischer aborda en Mythanalyse de la couleur, libro donde prosigue su anterior reflexión sobre el tema (2). ¿Qué es el color? ¿De dónde procede? ¿Dónde está? ¿En la descomposición de la luz (Isaac Newton)? ¿En el ojo (Johann Wolfgang von Goethe)? ¿En los objetos (el químico Michel-Eugène Chevreul)? ¿En el cerebro (Edwin Land)? ¿En las hipótesis que alimentan los discursos psicomísticos de los artistas (Paul Klee, Vincent Van Gogh...)? ¿O en los mitos que son la trama de “nuestras teorías filosóficas, teológicas y científicas” y el pasto de nuestros grandes relatos colectivos? ¿Por qué razón es el blanco símbolo de la virginidad en Occidente y del luto en China? A lo que nos invita Fischer es a una ambiciosa sociología de nuestro imaginario. Sin olvidar que saber es también “descubrir lo que tiene sabor”; lo que puede, por ejemplo, traer un sabor a recuerdos de infancia y evocar, como las sales de plata que revelan los colores, una memoria sensorial, inconsciente pero determinante en nuestras lecturas cromáticas...
“Uno no es filósofo mientras no haya pensado el gris”. El filósofo alemán Peter Sloterdijk hace suyo este desafiante aforismo, basado en un comentario de Paul Cézanne: “Uno no es pintor mientras no haya pintado un gris”. Este color apagado, tan neutro como el hormigón, sin gran fuerza de atracción a falta de haber sabido zanjar entre el blanco y el negro, ¿a santo de qué, se pregunta el ensayista, debería ser objeto de una “misión esencial del pensamiento”? Ese es todo el objeto de Gris, un libro construido con gran artillería de digresiones eruditas (3). Porque el gris es fuente de ambivalencia. “Es la inclusión de la claridad en la oscuridad”; es también el color del compromiso. De esos blancos y negros que se hacen concesiones mutuas hasta declinarse en infinitas gradaciones de gris, la única manera de dar al “blanco y negro” fotográfico esa paleta de sensibilidad que lo hace legible. Convocando a filósofos desde Platón a Martin Heidegger, a escritores (Franz Kafka, Thomas Mann, Cormac McCarthy...), a religiosos y políticos (sin olvidar al cardenal Richelieu y a su “eminencia gris”, el padre Joseph, influyente consejero con su sayal gris oscuro, color que será el distintivo de la burocracia), Sloterdijk nos ofrece un inspirado panorama de un gris sin grisura.