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El privilegio dinástico, cuestionado en las universidades estadounidenses

Cómo logró papá que entrara en Harvard

Para seleccionar a sus estudiantes, las universidades estadounidenses tienen en cuenta diversos criterios: resultados escolares, origen étnico, lugar de residencia o incluso el sexo. Las instituciones más prestigiosas consideran también el linaje familiar del candidato. Así, favorecen a los hijos de antiguos alumnos, poniendo en práctica una forma de discriminación positiva… para los ricos.

por Richard D. Kahlenberg, julio de 2018

Los estadounidenses lo aprenden desde la más tierna infancia: a partir de la guerra de la Independencia (1775-1783), Estados Unidos rechazaría el orden heredado en beneficio de la ley establecida “por y para el pueblo”. ¿Acaso no escribió Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores del país, que sus conciudadanos aspiraban a una “aristocracia natural” basada en “la virtud y el talento” en vez de a una “aristocracia artificial” fundamentada, como en el Reino Unido, en la fortuna y el nacimiento?

Entre todas las violaciones de este principio esencial, la que acarreó mayores consecuencias fue seguramente el sistema de discriminación racial infligido a la población negra. Más discreta, otra transgresión decisiva se puso en práctica a comienzos del siglo XX: la inclusión del linaje entre los criterios de admisión de las principales universidades del país. Cuando presentan las solicitudes de acceso, los jóvenes candidatos se benefician, en efecto, de un trato de favor en el caso de que alguno de sus progenitores –generalmente el padre– haya frecuentado esa institución. “Al reservar plazas de oficio para los miembros de la pseudoaristocracia ‘de fortuna y de nacimiento’ –escribe el ensayista Michael Lind–, el derecho de sucesión universitaria ha introducido la serpiente aristocrática en el jardín del Edén de la república democrática” (1).

En la actualidad, estos criterios de admisión por legado (legacy preferences) se encuentran en vigor en tres cuartas partes de las cien universidades estadounidenses más solicitadas, públicas y privadas. También reinan en las cien mejores universidades de artes liberales del país. Además de los resultados escolares, el color de piel, el sexo y el origen geográfico, estas instituciones tienen en cuenta la familia de los candidatos, sin desvelar el peso que le otorgan a cada uno de estos criterios. La concentración de vástagos de antiguos alumnos aumenta de forma proporcional al prestigio de la institución. Según una investigación reciente de The Harvard Crimson, alguno de los progenitores del 29% de los nuevos estudiantes de primer año cursó sus estudios en Harvard (2).

A esta reproducción de las elites por vía familiar se añade una falta de diversidad socioeconómica cada vez más patente en las instituciones de renombre. A pesar de que la Universidad de Harvard pregona que para el próximo curso académico sus nuevos alumnos serán en su mayoría no blancos, un estudio publicado en 2017 señala que más de la mitad de los estudiantes pertenece al 10% de las familias más acaudaladas del país. Aquellos procedentes del 1% compuesto por los hogares más ricos son casi tan numerosos como sus compañeros del 60% más modesto.

En un entorno ya marcado por la predominancia de las desigualdades sociales, el privilegio dinástico representa un nivel aún más elevado de favoritismo. Tal y como señala el autor británico Richard Reeves, investigador en la Brookings Institution, las clases medias superiores ya no se contentan con favorecer a su progenitura comprando casas en los barrios chics donde se concentran las mejores escuelas: se sirven de su apellido como si de un salvoconducto se tratara. “Papá ya no solo nos ayuda jugando con nosotros a la lucha libre en el jardín –escribe–. Ahora, papá soborna al árbitro” (3).

Este derecho de sucesión universitaria, sólidamente establecido en Estados Unidos, es “prácticamente desconocido en cualquier otra parte”, observa el periodista Daniel Golden, que lo considera como “casi exclusivamente estadounidense” (4). ¿Cómo ha podido un país nacido de una revolución contra la aristocracia acabar siendo un terreno tan fértil para la selección por filiación? ¿Qué justificaciones le permiten imponerse abiertamente y con aparente racionalidad?

Poner en valor el linaje

La selección por legado fue introducida tras la Primera Guerra Mundial con el objetivo de contener la afluencia de estudiantes inmigrantes –en particular judíos– en las suntuosas instituciones de la costa Este. Los rectores, descontentos con ver a los recién llegados humillar a la flor y nata de las elites anglosajonas en el terreno de la meritocracia, primero establecieron cupos para los judíos. Cuando estos dispositivos se convirtieron en indefendibles, las universidades comenzaron a utilizar medios indirectos para excluir a los judíos, entre ellos la aplicación de criterios tan absurdos como el “carácter”, la “diversidad geográfica” o la “ascendencia familiar”.

Un siglo más tarde, los criterios de selección por legado continúan sirviendo de arma de discriminación masiva. Según los abogados John Brittain y Eric Bloom, el porcentaje de estudiantes que pertenecen a las minorías infrarrepresentadas (negros, hispanos, amerindios) asciende a un 12,5% de las candidaturas para universidades con procesos de selección, pero solo a un 6,7% de las candidaturas escogidas, en beneficio de aquellos que pueden poner en valor su linaje (5).

Sus partidarios a veces afirman que el filtro del legado no es más que una manera entre otras de seleccionar entre candidatos con el mismo nivel de cualificación. En realidad, no se reduce a un simple empujoncito del destino. Un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Princeton demuestra, a partir de una muestra de diez instituciones entre las más distinguidas del país, que ser “hijo de” equivale a un plus de 160 puntos (sobre un total de 1.600 puntos posibles) en el examen de aptitud escolar (scholastic assessment test, SAT), la prueba estándar a la que deben someterse la mayoría de los candidatos que quieren acceder a alguna universidad estadounidense (6). En 2011, una investigación realizada en treinta instituciones de elite concluyó que, teniendo las mismas cualificaciones, la diferencia entre las posibilidades de ser admitidos en el caso de hijos de antiguos alumnos y en el de candidatos sin esta característica se establecía en 45 puntos a favor de los primeros (7). En otras palabras, un estudiante que tuviera un 40% de posibilidades de ser admitido sobre la base de sus méritos y de su perfil (resultados en el SAT, cualidades deportivas, género, etc.), ve cómo estas se incrementan hasta un 85% en caso de legado favorable.

“En las universidades selectivas, los hijos de antiguos estudiantes representan generalmente entre un 10% y un 25% de la población estudiantil –estima Daniel Golden–. El hecho de que estas proporciones varíen poco de un año a otro sugiere la existencia de un sistema informal de cupos internos”. En el otro extremo se encuentra una prestigiosa institución como el California Institute of Technology, la cual se niega a favorecer a este tipo de candidatos, cuya cifra solo asciende a un 1,5%.

A veces se oye decir que el privilegio dinástico refuerza el apego de los antiguos alumnos hacia su centro, lo que les anima a efectuar donaciones más generosas. No obstante, ningún dato empírico valida esta afirmación. Un equipo de investigadores dirigido por Chad Coffman, del instituto Winnemac Consulting, examinó las donaciones efectuadas por antiguos estudiantes a las cien universidades mejor posicionadas entre 1998 y 2007. Ciertamente, se observó que las instituciones que reconocen un derecho de sucesión reciben, de media, una suma más elevada por antiguo alumno (317 dólares frente a 201), pero esta diferencia se debe a que sus donantes son más ricos que los otros. Los autores del estudio no encontraron “ninguna prueba que demuestre que las políticas de favoritismo familiar influyen en el comportamiento de los donantes”. También escudriñaron las contribuciones otorgadas a las siete instituciones que renunciaron a este modo de selección durante su investigación. Tampoco en este caso encontraron “ninguna huella significativa de un descenso a raíz de la abolición del privilegio familiar”.

Pese a todo, el plus otorgado a la descendencia de los antiguos estudiantes, anclado en Estados Unidos desde hace un siglo, choca con cuestionamientos que hoy día se plantean sobre su viabilidad a largo plazo. En febrero de 2018, grupos estudiantiles de una docena de universidades de prestigio comenzaron a movilizarse contra los pases hereditarios. En Princeton, Yale, Cornell, Brown, Columbia y Chicago, algunas organizaciones reclamaban –en vano– la organización de un referéndum en primavera para preguntar a los estudiantes si consideran que el sistema de bonificación reservado a los “hijos de papá” es justo.

Fuera de los campus, la movilización recibe apoyos a veces inesperados. En octubre de 2017, el presidente de la Reserva Federal de Nueva York, William Dudley, declaraba en un discurso que las prerrogativas familiares eran “perfectamente injustas” y que “tirar a la basura este tipo de políticas no podría más que favorecer la movilidad social”. Y preguntaba: “¿Queremos promover realmente en nuestras grandes universidades algo que, en el fondo, no es más que una política de ‘admisión a cambio de donación’?”.

Podría suceder que, tarde o temprano, la Justicia acabe zanjando la cuestión. Curiosamente, hasta hoy, el derecho de sucesión universitaria solamente ha sido objeto de un único litigio ante un tribunal federal. Fue en 1975, por iniciativa de una desafortunada candidata para entrar en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill. Jane Cheryl Rosenstock consideraba que los favores concedidos a otros candidatos –entre los que se encontraban hijos de antiguos alumnos, pero también personas de condición modesta o procedentes de minorías– habían violado sus derechos constitucionales. Se desestimó su denuncia. Ciertamente, los mediocres resultados obtenidos por la denunciante en el SAT (850 puntos de 1.600) no jugaron a su favor, pero el juez tampoco apreció el cuestionamiento de estos privilegios, retomando la idea establecida de que eran indispensables para la financiación de las universidades.

Sin embargo, al igual que Steve Shadowen, Sozi Tulante y Shara Alpem (8), numerosos abogados afirman que esta discriminación universitaria atenta contra la Constitución, en particular contra la decimocuarta enmienda. Concebida inicialmente para frenar las discriminaciones hacia la población negra estadounidense, esta enmienda se extiende de manera más general a las “preferencias basadas en el linaje”, según las palabras de Potter Stewart, exjuez del Tribunal Supremo. Afirma que los individuos deben ser juzgados según sus propios méritos y no en función de su ascendencia.

Donaciones que enriquecen al donante

El Congreso también podría tener algo que decir. El derecho de sucesión universitaria, con unas encuestas que muestran que tres de cada cuatro estadounidenses tienen opiniones desfavorables a este respecto, se ha convertido en algo políticamente incómodo. Tanto más cuanto que la justificación esgrimida por sus defensores –el supuesto efecto de incitación con respecto a los donantes– resulta ser un arma de doble filo: la administración fiscal podría ver en ello un motivo para suprimir las reducciones de impuestos otorgadas a estos mismos donantes. En efecto, si se reconoce que reciben una ventaja a cambio de su donación, su acuerdo con las universidades choca con las normas sobre las deducciones fiscales que rigen las obras de caridad: una donación no debe enriquecer al donante.

Mientras tanto, lo absurdo de este modo de selección ilustra el desafío crucial que representa el acceso a las grandes universidades. Los beneficios de estudiar en una de estas prestigiosas instituciones son extraordinarios. En primer lugar, a nivel de enseñanza: una universidad media dedica 12.000 dólares al año a la formación de uno de sus estudiantes, frente a 92.000 dólares en el caso de las más selectivas. A continuación, en términos de ingresos: con el mismo nivel de cualificación, estos titulados reciben salarios que son, de media, un 45% superiores a los de sus pares egresados de instituciones de menor renombre –una diferencia que aumenta exponencialmente si se considera únicamente a los estudiantes de origen modesto–. Según el libro de Thomas Dye Who’s Running America?, ya un clásico, más de la mitad de los grandes patronos y en torno a un 40% de los responsables gubernamentales cursaron sus estudios en alguna de las doce universidades más codiciadas (9). La historia no menciona cuántos fueron admitidos gracias a su apellido…

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(1) Michael Lind, “Legacy preferences in a democratic republic”, en Richard D. Kahlenberg (bajo la dir. de), Affirmative Action for the Rich, op. cit.

(2) Jessica M.Wang y Brian P. Yu, “Meet the class of 2021”, The Harvard Crimson, 2017.

(3) Richard V. Reeves, Dream Hoarders: How the American Upper Middle Class Is Leaving Everyone Else in the Dust, Why That Is a Problem, and What to Do About It, Brookings Institution Press, Washington DC, 2017. Véase también “Clase sin riesgos”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2017.

(4) Cf. Daniel Golden, The Price of Admission: How America’s Ruling Class Buys Its Way Into Elite Colleges – and Who Gets Left Outside the Gates, Three Rivers Press, Nueva York, 2007.

(5) John Brittain y Eric L. Bloom, “Admitting the truth: the effect of affirmative action, legacy preferences and the meritocratic ideal on students of color in college admissions”, en Affirmative Action for the Rich, op. cit.

(6) Thomas J. Espenshade, Chang Y. Chung y Joan L. Walling, “Admission preferences for minority students, athletes, and legacies at elite universities”, Social Science Quarterly, vol. 85, n.º 5, Hoboken (Nueva Jersey), diciembre de 2004.

(7) Michael Hurwitz, “The impact of legacy status on undergraduate admissions at elite colleges and universities” (PDF), Economics of Education Review, vol. 30, n.º 3, Ámsterdam, junio de 2011.

(8) Steve D. Shadowen, Sozi Pedro Tulante y Shara L. Alpem, “No distinctions except those which merit originates: the unlawfulness of legacy preferences in public and private universities”, Santa Clara Law Review, vol. 49, n.º 1, 2009.

(9) Thomas R. Dye, Who’s Running America? The Obama Reign, Paradigm Publishers, Boulder (Colorado), 2014.

Richard D. Kahlenberg

Investigador en la Century Foundation, especialista en cuestiones del ámbito de la educación. Coordinador de la obra Affirmative Action for the Rich: Legacy Preferences in College Admissions, The Century Foundation, Nueva York, 2010..