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Tras la fatalidad, la purga social en Nueva Orleans

Capitalismo de catástrofe

Aliviados tras el paso del huracán Rita los días 24 y 25 de septiembre de 2005, los estadounidenses siguen sin embargo conmocionados por el desastre causado un mes antes por el huracán Katrina y su catastrófica gestión por parte del presidente George W. Bush. La Casa Blanca prometió "reconstruir" Nueva Orleans "más grande y mejor". De este programa de reconstrucción presupuestado en 200.000 millones de dólares, los primeros beneficiarios serán las empresas a las que tanto ama el presidente Bush. Estas, después de haber cosechando importantes dividendos de Irak, se han especializado en el capitalismo del desastre. Sin duda aprovecharán la oportunidad para "purificar" la ciudad de su población pobre y negra, relegarla a los "bayous" y construir una especie de Disneylandia del jazz.

por Mike Davis, octubre de 2005

La tormenta que ha destruido Nueva Orleans fue producto de una importante perturbación atmosférica originada el 23 de agosto a 200 kilómetros de las Bahamas. Clasificada inicialmente como “Depresión tropical 12”, se intensificó rápidamente hasta convertirse en “Tormenta tropical Katrina”, la undécima tormenta en una de las temporadas de huracanes más agitadas de la historia. Al llegar a Miami el día 24, Katrina se había convertido en un pequeño huracán –categoría uno según la escala de huracanes Saafir-Simpson– con vientos de 125 km por hora que mataron a nueve personas y dejaron sin energía eléctrica a 1 millón de residentes.

Después de atravesar Florida hacia el Golfo de México, donde sopló durante cuatro días, Katrina sufrió una transformación monstruosa e inesperada. Al absorber la enorme energía acumulada por las aguas inusualmente calientes del Golfo –tres grados por ­encima del nivel habitual de agosto– se transformó en un pavoroso huracán de categoría 5 con vientos de hasta 290 kilómetros por hora, que generaron olas marinas de 10 metros de altura.

La cantidad de calor captada por Katrina fue tal que “tras su paso, en ciertas zonas del Golfo la temperatura bajó sensiblemente, de 30 a 26 grados” (1). Los espantados meteorólogos pocas veces habían visto un huracán caribeño que aumentara de tal manera su potencia. Mientras tanto, se generó un gran debate entre los especialistas en torno a si el crecimiento fulminante de Katrina probaba que el calentamiento de la Tierra influye en la intensidad de los ciclones.

En la mañana del lunes 29 de agosto, cuando Katrina tocó las costas de Luisiana a la ­altura de Plaquemines, en el delta del Missi­ssi­ppi, ya había bajado a categoría 4 (vientos de 210 a 249 km/h). Pero el cambio fue de ­escaso consuelo para los habitantes de los puertos petroleros y de las aldeas de pescadores cajuns (2) que tuvieron la desgracia de hallarse en su camino. En Plaquemines y a lo largo de todo el litoral de Mississippi y de Alabama, la furia implacable de Katrina castigó los pantanos, dejando a su paso imágenes dignas de Hiroshima.

Nueva Orleans y sus 1,3 millones de habitantes se hallaban supuestamente a salvo del Katrina, pero el huracán viró hacia la derecha, y su centro se desplazó 55 kilómetros al este de la ciudad. A pesar de no haber ­sufrido las ráfagas de viento más violentas, la metrópolis de Luisiana –situada bajo el nivel del mar y bordeada por dos grandes lagos ­salados, el Lago Pontchartrain al norte y el Lago Borgne al este– sucumbió a la fuerza de las aguas.

Desde esos lagos las olas marinas propulsadas por el huracán rompieron los diques­ –ostensiblemente inadecuados y menos elevados que los de los barrios ricos– que de­­bían proteger las barriadas de mayoría negra del este de la ciudad y la periferia obrera ­adyacente de Saint Bernard. A falta de alerta oficial, el aumento del nivel de las aguas se convirtió en una trampa mortal para cientos de habitantes no evacuados sorprendidos en sus viviendas, entre ellos 34 ancianos residentes en un geriátrico. Cerca del mediodía, un dique mucho más resistente situado en la ­zona del canal y la calle 17 también cedió, dejando que las aguas del lago Pontchartrain ­inundaran los distritos centrales por debajo del nivel del mar.

La inundación no llegó a las zonas turísticas como el Barrio Francés, el Garden Dis­trict, y algunos de los barrios más elegantes, como Audubon Park, edificados en zonas más altas. Pero el resto de la ciudad se inundó hasta el nivel de los techos, dañando o destruyendo cerca de 150.000 viviendas. Los vecinos apodaron a la inundación Lago George, en irónica referencia al presidente que se había mostrado tan incapaz de asegurar la construcción de nuevos diques como de prestar ayuda a los habitantes una vez que los diques existentes quedaron destruidos.

Lo que el huracán ha revelado

Aunque George Bush sostendría que “la tormenta no ha discriminado”, todos los aspectos de la catástrofe estuvieron marcados por las desigualdades de clase y de raza. Además de desenmascarar las mentirosas afirmaciones del Departamento de Seguridad Interior en cuanto a la seguridad que garan­tiza a los estadounidenses, el huracán ha puesto en evidencia las devastadoras consecuencias del abandono en que el Gobierno federal tiene a las grandes metrópolis de mayoría negra o hispana y a sus infraestructuras vitales. La pasmosa incompetencia de la Agencia Federal para la Coordinación de las Emer­gencias –la Federal Emergency Management Agency (FEMA)– ha demostrado la insensatez de confiar puestos de responsabilidad pública tan importantes a cortesanos políticos ineptos y cegados por su hostilidad ideológica a la intervención del Estado. La rapidez con que Washington ha suspendido las normas salariales vigentes, en aplicación del Davis-Bacon Act (3), y ha abierto las puertas de Nueva Orleans a los depredadores de empresas como Halliburton, Shaw Group y Blackwater Security, que se están llenado los bolsillos con los despojos del Tigris, contrasta obscenamente con la mortífera lentitud del FEMA para enviar agua, alimento y ómnibus a las multitudes atrapadas en el infierno hediondo del Superdomo de Luisiana.

Como creen hoy muchos de sus exiliados, Nueva Orleans fue condenada a morir por la despreocupación y la incompetencia de las autoridades federales, pero el gobernador del Estado y el ayuntamiento de la ciudad también tienen su cuota de responsabilidad. El responsable de la seguridad de la población –25% de la cual era demasiado pobre para poseer un vehículo, o no podía conducirlo por ser discapacitada– es en última instancia el alcalde (demócrata) Ray Nagin, un rico empresario afroestadounidense, gerente de un canal de televisión por cable, elegido en 2002 con el 87% de los votos de la población blanca (4). Su asombrosa incapacidad para movilizar los medios necesarios para evacuar a los habitantes sin vehículos y a los pacientes de los hospitales –ya en septiembre de 2004 el ayuntamiento había demostrado su imprevisión frente a la amenaza del huracán Iván– evidencia algo más que una simple ineptitud personal: simboliza la insensibilidad de las elites locales, sean blancas o negras, hacia la suerte de sus conciudadanos pobres de las barriadas abandonadas y de las zonas marginales. La revelación última del huracán Katrina, que golpeó la Costa del Golfo poco después del 40 aniversario del Acta del derecho al voto de 1965, es hasta qué punto todas las instancias gubernamentales han traicionado la promesa de igualdad de derechos para los afroamericanos pobres.

La destrucción de Nueva Orleans estaba anunciada. En toda la historia de Estados Unidos, ningún desastre se anticipó con tal nivel de precisión, contrariamente a las declaraciones falaces del ministro de Seguridad Interior, Michael Chertoff, quien diría que “las dimensiones de la tormenta están más allá de cuanto podía anticiparse”. Los especialistas quedaron sorprendidos por la rapidez con que se desarrolló Katrina, pero habían anticipado con exactitud lo que Nueva Orleans podía esperar de la llegada de un gran huracán.

Después de la nefasta experiencia del huracán Betsy –una tormenta de categoría 2 que en septiembre de 1965 había inundado buena parte de los barrios del este de Nueva Orleans– la vulnerabilidad de la ciudad se analizó a fondo, y los resultados de esos estudios fueron ampliamente difundidos. En 1998, tras el paso –felizmente benigno– del huracán Georges, se realizaron nuevos estudios, y una simulación informática avanzada hecha por la Universidad de Luisiana ya advertía sobre la “destrucción virtual” de la ciudad por un ciclón de categoría 4 proveniente del suroeste (5). Los diques y los muros de contención de Nueva Orleans estaban previstos para resistir como máximo un huracán de categoría 3. Pero, según nuevas simulaciones efectuadas en 2004 por el Cuerpo de ingenieros del ejército, incluso ese tipo de protección era ilusoria. La permanente erosión de las islas cercanas a la costa y de las zonas pantanosas del litoral de Luisiana (que anualmente hace de­saparecer entre 60 y 100 kilómetros cuadrados de costa) aumenta la altura de las olas marinas de tormenta cuando llegan a Nueva Orleans. Al mismo tiempo, la ciudad y sus diques se van hundiendo lentamente. Un huracán de categoría 3, si su paso es suficientemen­te lento, bastaría para inundar la mayor parte de la ciudad (6).

Prioridades de la Administración de Bush

Para que los responsables políticos tomaran conciencia de las implicaciones de esas predicciones, otros estudios presentaban una evaluación precisa de los daños previstos en caso de impacto directo de un ciclón. Todas las simulaciones informáticas reproducían las mismas cifras aterradoras: al menos 160 kilómetros cuadrados de la superficie urbana completamente sumergidos, y entre 80.000 y 100.000 muertos. En 2001, a la luz de esos estudios, la FEMA había anunciado que la ­inundación de Nueva Orleans como consecuencia de un ciclón era una de las tres mega­-catástrofes más probables en un futuro cercano en Estados Unidos (las otras dos eran un sismo en California y un ataque terrorista en Manhattan). En 2004, después de que los meteorólogos anunciaran un aumento de la actividad ciclónica, las autoridades federales ­organizaron un sofisticado ejercicio de simu­lación, la operación Huracán Pam, que confirmaba nuevamente que las víctimas podrían contarse por decenas de miles.

En respuesta, la Administración de Bush rechazó las urgentes exigencias del Estado de Luisiana en materia de previsión de inundaciones. El Gobierno federal guardó en un ­cajón un importante plan de renovación de las zonas costeras pantanosas –el proyecto Coast 2050, fruto de una década de investigación y de negociaciones– y recortó en varias ocasiones el presupuesto de mantenimiento y construcción de diques, dejando inconclusas las infraestructuras en torno al lago Pont­chartrain. El Cuerpo de ingenieros militares del ejército también fue objeto de recortes presupuestarios, que reflejaban en buena medida las nuevas prioridades de Washington: ofrecer importantes reducciones impositivas a los ricos, financiar la guerra en Irak, e –irónicamente– aumentar los gastos de “seguridad ­interior”. Pero además existían motivaciones políticas subyacentes: Nueva Orleans es una ciudad de mayoría negra, que en las elecciones del Estado de Luisiana a menudo inclina la balanza del lado de los demócratas. ¿Por qué una Administración tan descaradamente partidaria regalaría a sus adversarios los 2,5 millones de dólares necesarios para construir un sistema de protección de categoría 5 en ­torno a Nueva Orleans? (7).

De hecho, cuando en 2002 el jefe del Cuerpo de Ingenieros, un ex congresista republicano, se quejó de la asfixia presupuestaria que afectaba a los programas anti-inun­daciones, Bush le obligó a renunciar. El año pasado la Administración presionó al Con­greso a reducir en 71 millones de dólares el presupuesto de ese cuerpo de Nueva Orleans a pesar de las advertencias sobre la proximidad de una difícil temporada de huracanes. De todas formas, no seamos injustos: Washington ha gastado sumas considerables en Luisiana... Pero fundamentalmente en trabajos de infraestructura que han beneficiado a empresas portuarias y marítimas y a los distritos electorales bajo hegemonía republicana (8).

No contenta con esas hazañas presupuestarias, la Casa Blanca se dedicó de manera irresponsable a destripar la FEMA. En la época en que su director (que tenía entonces ­rango de ministro) era James Lee Witt, ese organismo era una de las joyas de la Ad­mi­nistración de Clinton. Cuando se produjo la crecida del Mississippi, en 1993, y con ocasión del terremoto de Los Ángeles de 1994, su eficacia en la organización del auxilio fue unánimemente reconocida.

Sin embargo, cuando los republicanos ­tomaron la dirección de la FEMA en 2001, se comportaron como en territorio enemigo. El nuevo director, Joe M. Allbaugh, ex director de campaña de Bush, calificó al programa de asistencia a desastres como “programa de ayuda sobredimensionado”, e instó a los estado­unidenses a recurrir al Ejército de Salvación y otros grupos de fundamentos religiosos. Redujo muchos de los principales programas de prevención de inundaciones y de tormentas, antes de renunciar a su cargo en 2003 ­­­para convertirse en asesor muy bien remune­­rado de empresas que buscaban obtener con­tratos en Irak. Consecuente, acaba de reaparecer en Luisiana, donde despliega su talento de iniciado en beneficio de empresas que desean obtener una parte de las jugosas ganancias que depara la reconstrucción.

Lentos para la ayuda, rápidos para los negocios

Después de que la FEMA fuera integrada al Departamento de Seguridad Interna en 2003 (y que perdiera su nivel ministerial) se desmantelaron o fueron paralizados sectores enteros de la organización. En 2004, funcionarios de ese organismo escribieron al Congreso para denunciar “el reemplazo de administrativos capacitados en materia de prevención de catástrofes por contratistas con conexiones políticas y empleados novatos sin experiencia ni conocimientos” (9).

Michael Brown, el sucesor de Allbaugh, es una perfecta encarnación de ese perfil. Una semana después de haber recibido los elogios del presidente, este abogado republicano totalmente profano en temas de prevención de catástrofes, con un currículum trucado, cuya función anterior había sido representar a los ricos dueños de caballos árabes, fue destituido de su cargo. Bajo su dirección, se siguió despojando a la FEMA de sus numerosas áreas de acción y de su presupuesto, y se la redujo a objetivos monomaníacos de lucha contra el terrorismo y a la construcción de una línea defensiva tipo Maginot contra las amenazas de Al Qaeda.

Había pues motivos para la ansiedad, si no para el pánico, cuando el domingo 28 de agosto, a través de una videoconferencia, el di­rector del Observatorio nacional de huracanes de Miami Max Mayfield advirtió al presidente Bush (de vacaciones en Texas) y a los funcionarios de Seguridad Interior que Katrina estaba a punto de destruir Nueva Orleans. Enfrentado con el riesgo de 100.000 posibles muertes, Brown fanfarroneó: “Estamos totalmente preparados para afrontar ese desafío. Hace años que anticipamos ese tipo de desastre natural”. Desde hacía varios meses el director de la FEMA y el ministro de Seguridad Interior Michael Chertoff ponderaban los méritos del nuevo Plan nacional de emergencias que garantizaría una coordinación sin precedentes entre los diversos organismos oficiales en caso de catástrofe importante.

Pero cuando las aguas comenzaron a inundar Nueva Orleans y su periferia, resultó casi imposible localizar por teléfono a un solo responsable, mucho menos alguien que asumiera la operación de rescate. “Un alcalde de mi distrito quiso conseguir provisiones para sus vecinos directamente afectados por el huracán. Pidió ayuda por teléfono y lo dejaron esperando 45 minutos. Por fin un burócrata le prometió escribir un informe al supervisor”, contó al Wall Street Journal un enfurecido diputado republicano. Los equipos de salvamento y los funcionarios municipales se hallaron desprovistos de medios de comunicación funcionales, por no hablar de la escasez de elementos vitales –raciones alimentarias, agua potable, bolsas de arena, gasolina, sanitarios portátiles, autobuses, embarcaciones, helicópteros– que la FEMA hubiera debido enviar al lugar de manera preventiva. Chertoff esperó no menos de 24 horas después de la inundación para declarar el desastre “calamidad de importancia nacional”, estatuto jurídico indispensable para decretar la movilización general de los recursos federales.

La lentitud de dinosaurio del Depar­tamento de Seguridad Interior para registrar la dimensión del desastre condenó a muchos habitantes de Nueva Orleans a morir aferrados a sus tejados o tendidos en una cama de hospital. El 2 de septiembre Chertoff aún explicaba a un periodista boquiabierto de la radio nacional que las escenas de caos y desesperación en el interior del Superdome –difundidas por los canales de televisión de todo el mundo– eran sólo “rumores y anécdotas”. Por su parte, Brown responsabilizaba a las víctimas, argumentando que la mayor parte de las muertes eran culpa de quienes “no tuvieron en cuenta las consignas de evacuación”, como si ello no tuviera ninguna relación con la falta de vehículos o con la dificultad de llegar hasta Baton Rouge en silla de ruedas. Varias simulaciones anteriores habían demostrado que al menos un 20% de la población era incapaz de abandonar la ciudad por sus propios medios (10).

Según el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, la tragedia del Katrina no tiene nada que ver con la guerra en Irak. Sin embargo, desde el comienzo de la catástrofe la ausencia de un tercio de los miembros de la Guardia Nacional de Luisiana y de una buena parte de sus equipos pesados dificultó en mucho las operaciones de rescate. También hubiera sido necesario prestar ayuda al ayuntamiento: el comando de urgencia no pudo funcionar por falta de combustible para encender los generadores eléctricos de emergencia. Como ningún teléfono funcionaba, el alcalde y sus colaboradores se encontraron incomunicados del mundo exterior durante dos días. Ese derrumbe del aparato de gestión municipal es aún más impresionante si se tiene en cuenta que desde 2002 el municipio había gastado 18 millones de dólares de subvenciones federales para preparar a su personal para ese tipo de situaciones.

En septiembre de 2004 Nagin ya había sido muy criticado por su pasividad frente al huracán Iván, de categoría 3 (cuya trayectoria se desvió de la ciudad a último momento). Ya por entonces nada se había previsto para evacuar a los pobres. Frente a esas críticas, el ayuntamiento editó 30.000 cintas de vídeo destinadas a los barrios pobres con el siguiente mensaje: “No esperen la intervención del ayuntamiento, no esperen la intervención del Estado, no esperen la intervención de la Cruz Roja (...) váyanse”. Los vídeos nunca fueron distribuidos, pero las autoridades tam­poco habían previsto ni autobuses ni trenes ­para la evacuación, de modo que supuestamente los pobres debían dejar la ciudad a pie. Cuan­do las condiciones de higiene y de seguridad en el Superdome se hicieron insoportables, cientos de personas cruzaron caminando el puente que lleva a la periferia blanca de Gret­na. Pero policías municipales presas de pánico les cerraron el paso disparando sobre sus cabezas.

Dios hace limpieza étnica

Es inevitable que muchos de los habitantes abandonados en sus barrios anegados interpreten la inescrupulosa negligencia de su alcalde a la luz de la profunda fractura social y racial que caracteriza a Nueva Orleans. Na­die ignora que las elites económicas locales y sus aliados en el ayuntamiento sólo piensan en expulsar a los habitantes más pobres, a los que atribuyen un alto grado de delincuencia. En algunos sectores se demolieron residencias populares que formaban parte del paisaje desde hace mucho tiempo para construir en su lugar edificios de lujo y un supermercado. En otros puntos, los habitantes de urbanizaciones populares podrán ser expulsados de sus viviendas si sus hijos no respetan el toque de queda vigente. Al parecer, el objetivo final es transformar a Nueva Orléans en un gran parque de diversiones, y sustraer a la vista de los turistas a la población pobre, enviándola a la periferia, al borde de los pantanos, a autocaravanas, y a la cárcel.

No es pues de extrañar que algunos de­fensores de una Nueva Orleans más blanca y más segura hayan visto en Katrina un plan divino. Un líder republicano de Luisiana confió a lobbistas de Washington: “Por fin ha habido una limpieza en las urbanizaciones populares de Nueva Orleans. Lo que nosotros no pudimos hacer, lo hizo Dios” (11). Para el alcalde Nagin las calles desiertas y los barrios en ruina son también un regalo del cielo: “Por primera vez nuestra ciudad se ha librado de la droga y de la violencia, y estamos decididos a mantenerla así”.

De no mediar un esfuerzo masivo de las autoridades locales y federales para brindar viviendas económicas a decenas de miles de inquilinos pobres, actualmente dispersos en refugios provisionales en distintos puntos del país, una parcial limpieza étnica de Nueva Orleans será un hecho consumado. Ya hay un intenso debate en torno a la transformación de ciertos barrios pobres situados por debajo del nivel del mar, como el Lower Ninth Ward, en dársena de retención para proteger los barrios ricos. “Eso impedirá defi­nitivamente que algunos de los habitantes más pobres de la ciudad puedan volver a instalar­se en sus barrios” señaló de manera pertinente el Wall Street Journal (12).

Todos reconocen que la reconstrucción de Nueva Orleans y el resto de la dañada región del Golfo será una batalla política. El alcalde Nagin ya ha comenzado a ocuparse de los intereses de los partidarios del aburguesamiento, anunciando la formación de una comisión especial para la reconstrucción, formada por 16 miembros: 8 blancos y 8 negros, a pesar de que el 75% de la población es afroestadounidense. Por su parte, los barrios periféricos blancos, trampolín social para el inquietante éxito electoral del neonazi David Duke a comienzos de la década de 1990, están decididos a defender su causa, a la vez que el establishment republicano del vecino Estado de Mississippi ya ha advertido que no se van a quedar en la segunda línea tras de los demócratas de Nueva Orleans. En medio de todos esos conflictos de intereses, cabe dudar de que los barrios negros tradicionales –verdadera cuna del ambiente festivo de la ciudad y de su patrimonio jazzístico– estén en condiciones de ejercer mucha influencia.

Una utopía capitalista

La Administración de Bush tiene la esperanza de recuperarse gracias a una mezcla de keynesianismo fiscal rampante y de ingeniería social fundamentalista. El efecto inmediato del Katrina ha sido una caída tan abrupta en la popularidad del Presidente, y colateralmente de la ocupación de Irak, que la ­hegemonía republicana parece súbitamente amenazada. Por primera vez desde los motines de Los Ángeles en 1992, los tradicionales temas de los demócratas, como la pobreza, las injusticias raciales y la intervención del Estado, han vuelto a dominar el debate público. Hasta el punto de que el Wall Street Journal ha instado a los republicanos a “recuperar la ofensiva en el plano intelectual y político”, antes que liberales como el senador Edward Kennedy resuciten las ideas extravagantes del New Deal, entre ellas el proyecto de una gran Agencia federal para la previsión de inundaciones y la renovación ecológica de la costa del Golfo de México (13).

A la búsqueda de una estrategia para sacar a Bush del pantano en que se ha convertido Luisiana, la muy conservadora Heritage Foundation ha organizado numerosos seminarios de ideólogos reaccionarios, congresistas republicanos y algunos personajes del pasado, como Edwin Meese, quien fuera secretario de Justicia de Ronald Reagan.

El 15 de septiembre, el Presidente eligió el escenario desierto pero iluminado de Jack­son Square, una tradicional plaza de Nueva Orleans, para pronunciar su discurso sobre la reconstrucción. Radiante, Bush prometió a los 2 millones de víctimas del Katrina que la Casa Blanca, a pesar del déficit presupuestario, ­pagaría la mayor parte de la factura del desastre, es decir, 200.000 millones de dólares (lo que no le impidió proponer nuevas y masivas reducciones de impuestos a las grandes fortunas). A continuación, Bush anunció toda una serie de reformas esperadas desde hace mucho por su base ultraconservadora: un ­sistema de cupones para la educación y la vivienda, un papel central para las iglesias, amplias reducciones fiscales para el sector privado, la creación de una “zona regional de oportunidad económica”, y la suspensión de toda una serie de reglamentaciones fede­rales relativas fundamentalmente a los con­troles ambientales en las perforaciones petro­leras.

Para los conocedores del lenguaje pre­sidencial, el discurso de Jackson Square fue un momento de refinado déjà vu: ¿acaso no se oyeron las mismas promesas a orillas del Eufrates? El editorialista Paul Krugman ­señaló cruelmente que después de haber fracasado en el intento de transformar Irak “en un laboratorio de políticas económicas conservadoras”, la Casa Blanca se apresta ahora a utilizar como conejillos de indias a los traumatizados habitantes de Biloxi y del Ninth Ward (14). Según el congresista Mike Pence, uno de los responsables del poderoso Re­publican Study Group, que ayudó a elaborar el programa de reconstrucción del presidente Bush, los republicanos harán surgir de las ruinas de la tormenta una verdadera utopía ­capitalista: “Vamos a transformar el litoral del Golfo en un polo de atracción magnética ­para la libre empresa. Lo último que haríamos sería reconstruir una Nueva Orleáns domi­nada por el sector público” (15).

Es sintomático que actualmente el Cuerpo de ingenieros de Nueva Orleans esté diri­­gido por el mismo oficial que tenía a su ­cargo la supervisión de las obras públicas en Irak (16). ¡Qué importa que el Lower Ninth Ward haya desaparecido bajo las aguas! Los propietarios de los cabarets del Barrio Fran­cés ya se frotan las manos: no está lejos el día en que los trabajadores de Halliburton, los merce­narios de Blackwater y los ingenieros de Bechtel irán a gastar sus dólares federales en la Bourbon Street. Como se dice en el Barrio Francés, y seguramente también en la Casa Blanca: “Dejen que venga el buen tiempo”.

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(1) Quirin Schiermeier, “The power of Katrina”, Nature, n° 437/8, Londres, 8 de septiembre de 2005.

(2) Cajuns: descendientes de inmigrantes franceses en el Estado de Luisiana (N. de la R.).

(3) Legislación de la época del New Deal que obliga a las obras públicas a respetar un mínimo salarial local. Desde hace tiempo es combatida por los conservadores.

(4) Luisiana votó mayoritariamente por Bush en 2004 (56,7%), pero Nueva Orleans es tradicionalmente demócrata.

(5) Estudio realizado por Joseph Suhayda y descrito en Richard Campanella, Time and Place in New Orleáns: Past Geographies in the Present Day, Gretna, Los Ángeles, 2002.

(6) John Travis, “Scientists’fears come true as hurricane floods New Orleans”, Science, New York, n. 309, 9 de septiembre de 2005.

(7) Andrew Revkin y Christopher Drew, “Intricate Flood Protection Long a Focus of Dispute”, The New York Times, 1 de septiembre de 2005.

(8) Editorial, “Katrina’s Message on the Corps”, The New York Times, 13 de septiembre de 2005.

(9) Ken Silverstein, “Top FEMA Jobs: No Experience Required”, Los Angeles Times, 9 de septiembre de 2005.

(10) Tony Reichhardt, Erika Check y Emma Morris, “After the flood”, Nature, n° 437, 8 de septiembre de 2005.

(11) Declaraciones del congresista Richard Baker (Baton Rouge), citadas por el Wall Street Journal, Nueva York, 9 de septiembre de 2005.

(12) Jackie Calmes, Ann Carrns y Jeff Opdyke, “As Gulf Prepares to Rebuild, Tensions Mount Over Control”, Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2005.

(13) Editorial, “Hurricane Bush”, Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2005.

(14) “Not the New Deal”, The New York Times, 16 de septiembre de 2005.

(15) John Wilke y Brody Mullins, “After Katrina, Republicans Back a Sea of Conservative Ideas”, Wall Street Journal, 15 de septiembre de 2005.

(16) Editorial, “M. Bush in New Orleáns”, The New York Times, 16 de septiembre de 2005.

Mike Davis

Autor entre otras obras de The Monster at Our Door. The Global Threat of Avian Flu, The New Press, Nueva York, 2005.