Ni el mercado, ni la moneda –ni el pensamiento– eran todavía “únicos”. Pero estaban en camino de serlo. Firmado en marzo de 1957, el Tratado de Roma instituyó la Comunidad Económica Europea (CEE) y estableció los principios fundacionales de un mercado unificado: libre circulación de mercaderías, personas, servicios y capitales. Sus seis signatarios –Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos y la República Federal de Alemania– acordaron un levantamiento gradual de las barreras arancelarias y la coordinación de sus políticas nacionales, especialmente en el terreno de la agricultura y el transporte. Fijaron además las reglas de juego de la competencia prometiendo encuadrar los acuerdos y las fusiones y reducir los subsidios públicos a las empresas.
La celebración de este gran salto hacia adelante por la paz de los pueblos europeos ocultaba la dimensión esencial del texto bautismal: el mercado común fue concebido como un instrumento de liberalización de las economías nacionales. (...)