Después de la guerra, la República Federal de Alemania nunca alimentó el proyecto de regir Europa. Todos sus dirigentes políticos, cualquiera fuera su orientación, pensaban que su país tenía un problema fundamental respecto de sus vecinos: era demasiado grande para despertar afecto y demasiado pequeño para inspirar temor. Por lo tanto, necesitaba fundirse en una entidad europea más amplia, que dirigiría de común acuerdo con otras naciones como Francia. Mientras Alemania disponía de un acceso a los mercados extranjeros, mientras podía aprovisionarse de materias primas y exportar sus productos manufacturados, no se preocupaba en absoluto de conquistar un lugar en la escena internacional. La integridad del caparazón europeo revestía tal importancia para el canciller Helmut Kohl (1982-1998), que cada vez que se producían fricciones entre los socios, rápidamente aportaba los recursos materiales (es decir, pagaba la cuenta) para salvar la unidad europea, o al menos, su imagen.
El Gobierno de Angela (...)