La firma del Tratado de Lisboa, el 13 de diciembre de 2007, por los Gobiernos de los veintisiete Estados miembro de la Unión Europea, pone punto final al periodo de “reflexión”, así llamado eufemísticamente, que siguió al rechazo del Tratado Constitucional Europeo (TCE) por los referendos francés y holandés de la primavera de 2005. Este tratado, al mismo tiempo que reorganiza las superestructuras institucionales de la Unión, afianza su naturaleza profundamente neoliberal y, como una cosa sin duda explica la otra, ha sido calibrado para precaverse, según la jerga de Bruselas, contra cualquier “accidente” de ratificación. Traducción: no debe ser sometido a la aprobación de los pueblos, a los cuales nunca se les habrá hecho saber tan abiertamente su condición de intrusos y de indeseables en la construcción europea.
El nuevo texto, denominado por antífrasis “tratado simplificado” o “mini tratado” por Nicolas Sarkozy durante su campaña presidencial, y ahora titulado “Tratado (...)