En 1922, bajo la égida de la Secretaría de Educación Pública, un puñado de artistas trabajaba activamente en el patio de un antiguo edificio colonial de México. Pintaban gigantes: campesinos, mineros, indios sin tierra, capataces, banqueros corpulentos; pintaban al pueblo en armas, sus héroes, sus opresores, su trabajo, sus fiestas, su historia, la epopeya de la Revolución mexicana.
Todavía en 1922, esos mismos artistas y decenas de otros se agruparon en un Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Firmaron una Declaración Social, Política y Estética dirigida “a las razas nativas humilladas a través de los siglos; a los soldados convertidos en verdugos por sus jefes; a los trabajadores y campesinos azotados por los ricos; a los intelectuales que no adulan a la burguesía”. Condenando la pintura de caballete, considerada “ultra-intelectual y aristocrática”, este manifiesto fundacional del muralismo mexicano proclamaba la necesidad de un arte monumental y público, un “arte para (...)