En 1839, el marqués Astolphe de Custine, cuya familia había perecido bajo la guillotina, se fue en busca de consuelo a la Rusia autocrática. Pero volvió a París hastiado y convencido de que los rusos eran “chinos que se hacen pasar por europeos”. Un siglo más tarde, Harold Nicolson, escritor y diplomático británico de renombre, tuvo la sensación, tras haber almorzado en la elegante residencia del embajador de la Unión Soviética en Londres, de que “en todo aquello había algo terriblemente familiar… Jugaban a ser europeos. Se han vuelto orientales”.
Por aquel entonces, como hoy en día, las relaciones entre Occidente y Rusia estaban regidas por ideas preestablecidas y arraigadas profundamente que alimentaron una desconfianza recíproca, llevando al aislamiento de Rusia y a su exclusión de Europa. Hace ochenta años, semejantes percepciones, reforzadas por una herencia de rivalidades imperiales, contribuyeron a la celebración de la calamitosa Conferencia de Múnich, en la (...)