La Policía considera que la investigación durará “numerosos meses”, pero la primera ministra británica Theresa May ya ha identificado al culpable: la orden de matar a Serguéi Skripal habría provenido del Kremlin. Para el ministro de Asuntos Exteriores británico, Boris Johnson, el “peligroso comportamiento del presidente Vladímir Putin” constituye, en efecto, el “hilo rojo” que une el intento de envenenamiento del excoronel de los servicios de inteligencia rusos refugiado en Londres con todos los abominables crímenes anteriores del Kremlin: “la anexión de Crimea”, “los ciberataques en Ucrania”, “el ‘hackeo’ del Bundestag”, “la injerencia en varias elecciones europeas”, “la indulgencia con respecto a las atrocidades perpetradas por El Asad en Siria” (1). En resumen: Putin es capaz de ello, luego es el culpable.
Entre el picahielos y el té con polonio, entre León Trotski (asesinado en México) y Alexandre Litvinenko (envenenado en Londres), los servicios de seguridad rusos seguramente hayan liquidado a numerosos opositores residentes en el extranjero. Otros Gobiernos han recurrido a prácticas igualmente detestables sin que el asunto suscite el mismo tumulto diplomático. La “larga historia de asesinatos ordenados por el Estado” que hoy escandaliza a Johnson salpica a algunas de las capitales occidentales (París, Berlín, Washington) que, relevando a May, enseguida han arremetido contra Rusia.
Israel, por el contrario, ha tenido la exquisita sensatez de abstenerse, probablemente porque figura en el primer puesto de los países que “proceden a este tipo de operaciones que califican como ‘eliminaciones extraterritoriales’” (2). En efecto, la lista de palestinos, representantes oficiales incluidos, abatidos por sus servicios secretos en el extranjero casi haría pasar a los rusos por tiernos amateurs: al menos media docena solo en París, sin que ello haya conllevado ninguna sanción particular. París, donde también desapareció el opositor marroquí Medhi Ben Barka y donde fueron asesinadas la sudafricana Dulcie September, representante del Congreso Nacional Africano (ANC por sus siglas en inglés) y, más recientemente, tres militantes kurdas. En cuanto a Washington, un exministro chileno de Salvador Allende, Orlando Letelier, fue asesinado allí por agentes de Augusto Pinochet. No por ello Ronald Reagan dejó de alabar su dictadura, y Margaret Thatcher tampoco se abstuvo mucho más de compartir un té (sin polonio) con el general golpista en Londres ni de regalarle una vajilla de plata Armada.
“Eliminaciones extraterritoriales” también definiría bastante bien la práctica estadounidense consistente en matar en el extranjero, por medio de drones, a presuntos terroristas. Barack Obama autorizó oficialmente más de 2.300 asesinatos de este tipo durante su presidencia. Por su parte, François Hollande reveló que había ordenado varias ejecuciones extrajudiciales de “enemigos del Estado” –en torno a una mensual a lo largo de su mandato–. No obstante, ninguno de sus amigos políticos a los que se les preguntó al respecto durante las elecciones primarias socialistas de enero de 2017 se lo reprochó (3).
“Sí, a veces es necesario”, explicó François de Rugy, quien más tarde pasaría a ser presidente de la Asamblea Nacional francesa.