Borrón y cuenta nueva.
En el último trimestre de 2021, hasta 111 buques portacontenedores fondeaban en fila india frente a los congestionados puertos californianos, hasta el punto de que el Gobierno estadounidense se planteó movilizar a la Guardia Nacional para acelerar la evacuación de las mercancías; cientos de miles de contenedores vacíos se apilaban en Occidente y faltaban en Asia; transportar y colocar una bola de adorno fabricada en China en un árbol de Navidad holandés costaba hasta diez veces más que dos años antes; el índice de precios del transporte aéreo se disparaba; los retrasos en las entregas, que poco antes se medían en días, ahora se computaban en semanas o en meses; los proveedores informaban de la escasez de madera, de papel, de componentes electrónicos, de medicamentos y hasta de cereales de desayuno; los precios subían como la espuma; más del 55% de los grupos industriales franceses y tres cuartas partes de las empresas alemanas informaban de problemas de suministro. El libre comercio está descarrilando.
Desde 2020, los confinamientos sanitarios han trastornado la frágil infraestructura del comercio mundial. Montadas desde la década de 1990 para fomentar una máxima deslocalización de la producción hacia países de bajos costes laborales, las cadenas de suministro han cedido. La epidemia revela la verdad del sistema: en caso de crisis, sálvese quien pueda. No hay test sin reactivos, no hay reactivos sin industria química, etc. Y no hay vacuna para África. Ocurre que, desde 2008, la sucesión de choques económicos, climáticos, sanitarios y sociales se ha convertido en una nueva rutina. De repente, los Estados contemplan relocalizar.
Que simplemente se contemple ya es demasiado para la Organización Mundial del Comercio (OMC), al mando de esta orquesta del caos. Su último informe sobre el estado del comercio mundial tiene mucho de llamada de atención. “El informe transmite tres mensajes principales: en primer lugar, la actual e hiperconectada economía mundial, caracterizada por sus estrechos vínculos comerciales, ha hecho que el mundo sea más vulnerable a las perturbaciones, pero también más resiliente a ellas cuando se producen; en segundo lugar, las políticas que tratan de reforzar la resiliencia económica revirtiendo la integración comercial –por ejemplo, relocalizando la producción y defendiendo la autosuficiencia– pueden tener a menudo el efecto contrario y, en realidad, disminuir la resiliencia económica; y, en tercer lugar, reforzar esta resiliencia requiere más cooperación internacional” (1).
Causa preocupación que la palabra “resiliencia” solo aparezca 738 veces en 212 páginas. ¿Es esto de verdad suficiente para convencernos de la legitimidad de un sistema que hasta hace poco se presentaba como el remedio a las estrecheces de la Unión Soviética y que en definitiva se muestra incapaz de transportar tostadoras? Máxime cuando dicha legitimidad consiste simplemente en pretender restablecerse después de sus repetidos colapsos. Egresados de las más prestigiosas universidades del mundo, los economistas con rótulo de la OMC sueltan el carrete de una lógica imparable: en caso de choque, el libre comercio entra en barrena, pero la relocalización sería peor porque un comercio aún más desenfrenado gracias a una mayor cooperación internacional nos llevará a la felicidad por su mayor “resiliencia”. En resumen, como explicó una vez el presidente Mao Zedong, “no hay más que caos bajo el cielo, la situación es excelente”.