La lucha de clases no sólo definió la conflictividad social durante gran parte de los dos últimos siglos. De alguna manera también contribuyó a “estructurar” la sociedad y hacerla legible. Distribuyendo los campos del antagonismo y sus coordenadas, la posición de los adversarios y sus identidades, los términos infalibles en los que podía leerse la realidad (alienación, conciencia, explotación, contradicción, etc.). Ironías de la historia que el pensamiento dialéctico trataba de desentrañar, “reforzándolas a su modo”.
Hace ya algún tiempo que eso llegó a término. Pero el fin de la lucha de clases no significa que se acabara la desigualdad, la explotación o la división social, como ha querido hacernos creer la cultura consensual (“la democracia-mercado es el fin de la historia”). Significa más bien la derrota de uno de los contendientes en liza, la clase obrera, que durante un segundo toco el cielo mediante sus luchas: la destrucción de las (...)