En uno de nuestros encuentros, Juan Carlos Onetti me contó que Juan Rulfo fue uno de sus mejores amigos. La prueba es que dialogaban sin palabras: “Llegaba y me decía: ‘Hola Juan’. Yo le contestaba: ‘Hola Juan’. Y Rulfo se sentaba en la misma silla en la que tú estás. Dolly nos servía; a él una Coca-Cola, y a mí un uisquecito. Al cabo de unas dos horas silenciosas, él me decía: ‘Adiós Juan’, y yo le contestaba: ‘Adiós Juan’.”
No es de extrañar que este hombre de pocas palabras, tímido e introvertido, escribiera solamente dos libros, Pedro Páramo y El llano en llamas –unas trescientas páginas en total–; suficientes para convertirlo en uno de los grandes autores en lengua castellana. Cimentadas en silencios, hilos colgantes, escenas cortadas donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un “no tiempo”. Se admira a Rulfo, como a Cervantes, más por lo que (...)