Cae la noche sobre las ruinas de Puerto Príncipe y en pocos minutos la ciudad queda sumergida en la oscuridad. Sólo se ve a lo lejos un semáforo rojo balanceándose sobre un cruce de calles. En cualquier lugar que se detenga la mirada los escombros invaden el espacio. Los perros tomaron posesión de la noche. De un tiempo a otro, sus alaridos quiebran el silencio.
Por la mañana zumban los motores. A la luz cruda del amanecer, los autos intentan abrirse paso en medio del caos de una ciudad superpoblada. Los tap-tap –taxis colectivos– esquivan cráteres que dictan los meandros de la circulación. En el aire, olor a muerte, mezclado con el del agua sucia que sale de una cloaca a cielo abierto y con el polvo de las ruinas, que el viento sopla sobre los vivos. Los haitianos viven en un dulce surrealismo: los desaparecidos siguen presentes; no es difícil (...)