Cuando, en 1989, Osama Ben Laden y Abu Musab al Zarqaui se encontraron en las montañas de Afganistán, adonde habían llegado para combatir al enemigo soviético, probablemente no sospechaban el papel que desempeñarían en la expansión del islamismo radical. El saudí soñaba con convertirse en el líder revelado de un islam a escala planetaria, mientras que el jordano aspiraba a instaurar un régimen salafista en el corazón de Oriente Próximo para reemplazar así al reino Hachemita, al que aborrecía. Estos proyectos milenaristas –evanescente y profético, uno, preciso y concreto, el otro– anunciaban el recorrido de estos hombres, así como también el de Al Qaeda y la Organización del Estado Islámico (OEI).
Después de la invasión estadounidense de 2003, Al Zarqaui, jefe del ya internacional grupúsculo Jamaat al-Tawhid wal-Jihad, decidió transferir las actividades de su grupo desde Jordania hasta Irak, para lo que recibió el apoyo de Ben Laden. Su vehemente antiamericanismo (...)