La fractura entre árabes y kurdos iraquíes nada tiene de nuevo: es consecuencia de las promesas realizadas –y posteriormente traicionadas– tras la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano. Tras la invasión estadounidense de 2003, las reivindicaciones de los kurdos resurgieron con fuerza y hoy sus dirigentes intentan sacar provecho de la debilidad de Bagdad. Pero la suerte aún puede cambiar. El poder central iraquí se reconstruye lentamente (ver artículo de Nir Rosen), impulsado por las perspectivas de exportaciones masivas de petróleo que se perfilan, tras la reciente firma de nuevos contratos con compañías extranjeras. Se acerca el momento fatídico en que los dirigentes kurdos y federales deberán tomar una decisión: celebrar un acuerdo o, en caso de fracaso, prepararse para una inminente y muy sangrienta guerra civil.
Para muchos iraquíes, el término impropio de “conflicto chií-suní” esconde la intención de los dirigentes de activar “mecanismos confesionales” (...)