En 1959, con ocasión de una visita oficial a Estados Unidos, Nikita Kruschev se trasladó al aeropuerto de San Francisco en compañía del alcalde de la ciudad. Testigo de los atascos que provocaban los automóviles, exclamó: “¡Qué irracional!”.
Cincuenta años más tarde, la observación del dirigente soviético parece más fundada que nunca. La extensión urbana, las carreteras saturadas en las horas punta, las autopistas inundadas de camiones, no pueden sino asombrar al observador. El actual capitalismo, construido en torno al chalet individual y al automóvil, al tenso flujo y la libre circulación de mercancías, también ha globalizado la ciudad; como una consigna de los tiempos modernos, la movilidad –de cosas, de capitales e incluso de personas– se impone a cualquier otra consideración. Todo tiene que circular, todo el tiempo. Esta exigente evolución del capitalismo engendra gigantescas infraestructuras que alteran la ciudad, la transforman en lugar de paso. ¿Acaso los hacedores de (...)