Delante de una densa multitud reunida en el recinto de exposiciones de Santa Cruz, la capital económica de Bolivia, un hombre vestido de blanco condena “la economía que mata”, “el capital erigido en ídolo”, “la ambición desenfrenada del dinero que gobierna”. Ese 9 de julio, el máximo representante de la Iglesia católica se dirigió no sólo a los representantes de movimientos populares de América Latina, que lo vio nacer, sino al mundo, al que quiere movilizar para poner fin a esa “sutil dictadura” que huele a “estiércol del diablo”.
“Necesitamos un cambio”, proclamó el Papa Francisco, antes de animar a los jóvenes en Paraguay, tres días más tarde, a “hacer ruido”. En 2013 les había pedido en Brasil “ser revolucionarios, ir a contracorriente”. A lo largo de sus viajes, el obispo de Roma difunde un discurso cada vez más enérgico sobre el estado del mundo, sobre su degradación medioambiental y social, (...)