Bajo la mirada incrédula de los agentes de policía, el médico se cuela en el tribunal del distrito de Insein, en Rangún, y clava una jeringuilla en el lívido brazo de Kyaw Soe Oo, periodista de la agencia de prensa británica Reuters, que se encuentra en el banquillo de los acusados y cuyo estado de salud preocupa a sus familiares. Esas manos enfundadas en guantes de plástico no tiemblan, aunque el médico parece tener prisa. En cuanto el juez entra en la sala, aquel desaparece con un frasco de sangre entre sus manos. “Hagan sus exámenes médicos en otro lugar –reprende el magistrado–. No quiero que vuelva a ocurrir, ¡esto no es un hospital!”.
El incidente ha causado un silencio incómodo. El juez no está del todo equivocado: no es un hospital; apenas es un tribunal. Trozos del techo de la sala de audiencias caen sobre unos bancos dispares donde se amontonan familiares, compañeros, reporteros y diplomáticos; un aire húmedo y ardiente llena la sala y hace que resbalen gotas de sudor por las caras de los presentes; y los cristales rotos de las ventanas, mal disimulados por las cortinas, dejan entrar pájaros que construyen sus nidos en cada esquina. En ese decrépito Palacio de Justicia se celebra esta mañana de abril la decimotercera audiencia desde la imputación de dos periodistas birmanos de Reuters.
Kyaw Soe Oo, de 27 años, y Wa Lone, de 32, están en prisión desde diciembre. Se les detuvo en posesión de documentos entregados por policías y relativos a operaciones militares en el oeste de Birmania y podrían enfrentarse a una pena de catorce años de prisión por violar un “secreto de Estado” en nombre de una ley que data de la época colonial. En aquel momento, se encontraban investigando la masacre de diez musulmanes a manos de militares y aldeanos budistas en Inn Din, en el estado de Arakan, aunque todavía no habían publicado nada. Los cuerpos de estos rohingyas fueron encontrados en una fosa común. Desde el 25 de agosto de 2017, cerca de 700.000 miembros de esta minoría musulmana –perseguida por el Ejército en un país mayoritariamente budista– han huido a Bangladesh para refugiarse. Según Médicos Sin Fronteras, al menos 6.700 personas han sido asesinadas en un mes. Una “limpieza étnica” con “actos de genocidio”, denunció en marzo Zeid Ra’ad al-Hussein, alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (1).
Lo que ocurre en esa sala parece una farsa: en una audiencia previa, un oficial de policía declaró que “había quemado” su informe de arresto; más tarde, un testigo de cargo se presentó llevando entre las manos información crucial por escrito, pues alegaba problemas de memoria; y nadie aportó ni una sola prueba. Según un agente de policía, la información que contenían los documentos incautados ya se había publicado en la prensa cuando se produjo la detención. El Ejército birmano incluso ha reconocido los abusos cometidos en Inn Din –que los periodistas estaban investigando– y ha condenado a siete soldados implicados a diez años de prisión. Pero los periodistas siguen entre rejas. “Simplemente estaban haciendo su trabajo”, se lamenta Pan Ei Mon, la mujer de Wa Lone, que está embarazada de cinco meses. Al salir de la sala, los acusados esposados intentan hacer oír su voz: “Quiero que la gente entienda que soy periodista, no un traidor. ¡Nunca he traicionado a mi país!”, grita Wa Lone mientras una docena de policías lo obligan a subir a la camioneta que lo lleva de vuelta a prisión.
El calvario judicial de los dos trabajadores de Reuters sirve de advertencia para toda la prensa: pobre de aquel que quiera investigar las acciones de los militares en Arakan. El Ejército y la Liga Nacional para la Democracia (LND) –dirigida por la consejera de Estado Aung San Suu Kyi–, comparten el poder (2) y niegan cualquier campaña de limpieza étnica, a pesar de las pruebas de violaciones y asesinatos recogidas por la prensa y las organizaciones no gubernamentales gracias a los testimonios de los supervivientes.
Oficialmente, la represión solo serviría para perseguir a los “terroristas” del Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, por sus siglas en inglés), un grupo rebelde que se dio a conocer por atacar comisarías de policía en octubre de 2016 y agosto de 2017, lo que desencadenó la sangrienta represión del Ejército birmano. Según Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991, la crisis está sepultada bajo un “enorme iceberg de desinformación destinado a crear problemas entre comunidades y a promover los intereses de los terroristas” (3). No ha mostrado compasión alguna por los rohingyas, considerados por gran parte de los birmanos como inmigrantes no deseados provenientes de Bangladesh, a pesar de su presencia en el territorio durante generaciones. Además, los medios de comunicación oficiales coinciden con esta visión e incluso comparan a los rohingyas con “pulgas humanas”, siguiendo el ejemplo de The Global New Light of Myanmar, perteneciente al Ministerio de Información (4).
Cualquier crítica al Ejército o al discurso oficial se percibe como un ataque al interés nacional. Además, la LND guarda silencio sobre el arresto de los periodistas de Reuters. La prensa está siendo el principal objetivo y, desde el comienzo de la campaña militar contra los rohingyas, los arrestos se multiplican. En junio de 2017, el redactor jefe del diario de actualidad The Voice y su columnista fueron arrestados y detenidos por una sátira en la que se burlaban de los militares; los cargos no fueron retirados hasta cuatro meses después. Por esa misma época, tres periodistas fueron detenidos por el Ejército y permanecieron encarcelados durante dos meses en el estado de Shan, cerca de la frontera china, tras reunirse con un grupo étnico rebelde. En octubre de 2017, dos periodistas de la cadena de televisión turca TRT, junto con su intérprete y su chófer, pasaron dos meses en prisión. Su delito: volar un dron cerca del Parlamento en la capital, Naypyidó, para grabar su reportaje. Solo en 2017 fueron detenidos once periodistas (5). “Se trata de una guerra por la información y los medios de comunicación están en primera línea”, comenta Tha Lun Zaung Htet, productor para la cadena Democratic Voice of Burma (DVB) y miembro fundador del Comité para la Protección de los Periodistas, un colectivo que defiende la libertad de prensa. El productor intenta reanudar el diálogo con las autoridades, pero el Gobierno hace oídos sordos. “Los periodistas tenían buenas relaciones con la LND cuando estaba en la oposición –recuerda–. Ahora nos consideran enemigos”.
El norte de Arakan, epicentro de la crisis de los rohingyas, se ha convertido en un tema tabú. El Ejército intenta ocultar lo que ocurre en los distritos afectados y para ello prohíbe la presencia de observadores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de los medios de comunicación. Sin embargo, organiza viajes de prensa muy supervisados, a través de un campo de ruinas donde la vida parece retomar su curso. La ruta está marcada. “Son operaciones de propaganda. Las autoridades preparan el decorado y las entrevistas como una obra de teatro”, afirma Mratt Kyaw Thu, reportero del semanario Frontier y uno de los pocos que han cubierto la zona en los últimos meses.
El periodista Min Min nació en esta región pobre y aislada, socavada por la desconfianza entre budistas y musulmanes. Es el fundador de la Root Investigative Agency, un grupo de periodistas independientes conocido por sus investigaciones sobre los nacionalistas budistas, muy influyentes en la región de Arakan. Este reportero de 29 años está jugando con fuego: carteles con su fotografía inundan la ciudad, un individuo intentó atropellarlo con su coche y una bomba explotó frente a su puerta (aunque no causó ninguna víctima). Las paredes destrozadas le han hecho recapacitar. “Hoy en día, la única manera de ser realmente libre es abandonar la región”, confiesa Min Min, que ahora vive parte del año en Rangún, a cientos de kilómetros de su ciudad natal. No obstante, la distancia solo ofrece una protección relativa. Durante nuestra entrevista en una cafetería de la capital económica, un hombre lo mira fijamente. Finalmente se levanta y le susurra al oído, agarrándole por el cuello: “Deja de hablar de Arakan”. A continuación, vuelve a sentarse y sigue bebiendo, como si nada.
La mayoría de la población, irritada por las acusaciones que llegan desde el extranjero, cierra filas en torno al Ejército y al Gobierno. La desconfianza hacia la prensa es aterradora. “Se ha abierto una brecha. Los periodistas son vistos como alborotadores que dan una mala imagen del país”, lamenta Than Zaw Aung, abogado especializado en libertad de prensa y defensor de los periodistas de Reuters. Frente a la hostilidad imperante, muchos se dejan vencer por el miedo o la autocensura.
Mratt Kyaw Thu, amenazado de muerte por una multitud de aldeanos budistas, se niega a regresar a Arakan; otros incluso abandonan el oficio. El sueño de una prensa libre se ha esfumado. Un viento helado sopla sobre la “primavera birmana”, iniciada en 2011 por el presidente Thein Sein, un general jubilado, tras casi cincuenta años de dictadura militar. Birmania experimentó reformas sin precedentes: liberación de presos políticos (6) –según la Asociación de Ayuda a los Presos Políticos birmanos (AAPP), 86 presos de conciencia siguen condenados o a la espera de juicio–, abolición de la censura antes de la publicación, autorización de periódicos independientes... Varios medios de comunicación que se encontraban en el exilio, como el sitio web de noticias The Irrawaddy, abrieron oficinas en el país. La llegada al poder de la exdisidente Aung San Suu Kyi en abril de 2016 despertó muchas esperanzas. Lawi Weng, que cubre los conflictos étnicos para The Irrawaddy, recuerda: “Me veía como alguien que trabajaba por su país. ¡Lo último que esperaba era que me arrestaran!”. El año pasado estuvo encarcelado durante dos meses después de realizar un reportaje en el estado de Shan. A pesar de que había apoyado a la LND desde el principio, su entusiasmo se desvaneció.
El desencanto afecta a toda la sociedad. Parece que se ha trazado una línea invisible y peligrosa y que basta con emitir una opinión para cruzarla. El último ejemplo hasta la fecha es el sonado caso de un ex niño soldado condenado en marzo de 2018 a dos años de prisión y trabajos forzados por haber hecho público, durante una entrevista, su reclutamiento bajo coerción en el Ejército. Yin Yadanar Thein, cofundadora de la organización Free Expression Myanmar, considera que “había más libertad de expresión con Thein Sein” entre 2011 y 2016, cuando se liberalizó el régimen. En particular, destaca los estragos del artículo 66 (d) de la Ley de Telecomunicaciones, que tipifica como delito la difamación en Internet. El texto, que se utiliza sin restricciones, hace pender una espada de Damocles sobre cualquier voz disidente. Free Expression Myanmar ha hecho las cuentas: se han presentado un centenar de denuncias desde que la LND llegó al poder, una cifra que ha aumentado drásticamente (7).
Las amenazas también se ciernen sobre el derecho a manifestarse. Un proyecto de enmienda presentado por la LND y que actualmente se está debatiendo en el Parlamento prevé que se revele la identidad de los apoyos financieros y materiales de las manifestaciones y concentraciones, lo que podría condenarse con pena de cárcel si la manifestación perturbara el orden público. Ahora bien, Birmania sigue siendo un país frágil, donde no faltan motivos para la cólera. Una tercera parte de la población sigue viviendo por debajo del umbral de la pobreza (8) y, por ahora, los verdaderos ganadores del crecimiento económico del país son los cronies (“acólitos”), empresarios que han hecho fortuna gracias a sus vínculos con la junta militar.
Los golpes contra la libertad de expresión han llegado acompañados de una explosión de mensajes de odio en Internet, principalmente en la red social Facebook, utilizada por 16 millones de birmanos –de un total de 18 millones de internautas y 53 millones de habitantes (9)–. La propaganda nacionalista está floreciendo en esa red social: información falsa, islamofobia, insultos racistas... Investigadores de la ONU han señalado la responsabilidad de la compañía de California en la banalización del odio hacia los rohingyas. “Me temo que Facebook se ha convertido en una especie de monstruo”, declaró Yanghee Lee, relatora especial de la ONU sobre la situación de los derechos humanos en Birmania (10).
A principios de septiembre de 2017, circularon mensajes que anunciaban a los internautas budistas que los musulmanes estaban preparando un ataque por el aniversario del 11 de Septiembre. Algunos activistas alertaron a Facebook, pero tardó varios días en reaccionar y en retirar los mensajes: una eternidad en un país donde un rumor es suficiente para desencadenar un brote de violencia. En julio de 2014 estallaron enfrentamientos mortales en Mandalay (en el centro) tras la difusión de información falsa en Facebook que anunciaba la violación de una mujer budista (11). El pasado mes de abril, el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, declaró en su audiencia ante el Congreso de Estados Unidos que se asignarían recursos específicos para detectar contenidos de odio y prometió contratar a más revisores de habla birmana.
Mientras tanto, para Thet Swe Win, fundador de Synergy, una pequeña asociación por el diálogo interreligioso, la red social sigue siendo un campo de minas. Es uno de los pocos budistas que defienden abiertamente a los rohingyas e incluso visita los campos de refugiados en Bangladesh. Sin embargo, en las redes sociales, los internautas agresivos lo llaman “parásito” y también le acosan por teléfono. “Estos nacionalistas actúan como hienas, están bien organizados y son difíciles de detener”, deplora Thet Swe Win. Pero insiste: “La injusticia continúa porque las personas se callan. Lo hacen para protegerse, pero se equivocan. Nada impide que el Ejército vaya a por ellas la próxima vez”.