Desde hace décadas, el poder electoral de la extrema derecha sirve de póliza de seguro a los liberales de izquierdas y de derechas: cualquier asno moderado cruza sin dificultad la meta en cuanto compite contra una formación política inaceptable, impresentable, irrespirable. En las elecciones presidenciales francesas de 2002, el resultado de Jean-Marie Le Pen se estancó entre las dos vueltas, pasando del 16,8% al 17,8%. Al mismo tiempo, el de su rival Jacques Chirac se disparó del 19,8% al 82,2% de los votos emitidos. La misma operación posibilitó que Emmanuel Macron ganara en 2017, aunque con un margen menos espectacular.
Lo que ha funcionado contra la extrema derecha, los liberales prevén repetirlo contra la izquierda. Así pues, buscan erigir contra su eventual avance un muro de valores que acabará convirtiéndola en sospechosa. Y, de esta manera, pretenden obligar a aquellos que ya no soportan a los políticos en el poder a conformarse con ellos pese a todo, pues sus oponentes más poderosos serían demasiado innobles.
El azar hace bien las cosas: la calumnia de una izquierda devenida antisemita brota a la vez en Francia, en el Reino Unido y en Estados Unidos. Una vez definido el blanco, basta con encontrar un comentario desafortunado, desmesurado o abyecto en el perfil de Facebook o en la cuenta de Twitter de uno de los miembros de la corriente política a la que se quiere desprestigiar (el Partido Laborista británico cuenta con más de 500.000 seguidores). A continuación, los medios de comunicación toman el relevo. Uno también puede esforzarse por destruir a un adversario imputándole ideas antisemitas que le son ajenas –del tipo: la democracia, el periodismo y las finanzas están al servicio de los judíos– en cuanto este adversario formule alguna crítica contra la oligarquía, los medios de comunicación o la banca.
Y la rueda empieza a girar. “Si [Jeremy] Corbyn se instalara en Downing Street, se podría decir que, por primera vez desde Hitler, un antisemita gobierna un país europeo”, afirma el académico Alain Finkielkraut (1). En Estados Unidos se da una situación igual de amenazante, puesto que, según el presidente Donald Trump, con la elección para el Congreso de varios parlamentarios de izquierdas, “el Partido Demócrata se ha convertido en un partido antiisraelí, en un partido antijudío”. “Los demócratas detestan al pueblo judío”, añade. Por su parte, Bernard-Henri Lévy acaba de equiparar al diputado y periodista francés François Ruffin con Lucien Rebatet, autor del panfleto antisemita Les Décombres, y, a la vez, con Xavier Vallat, comisario general para asuntos judíos durante el régimen de Vichy, y con Robert Brasillach, colaboracionista fusilado durante la Liberación. El fabulador preferido de los medios de comunicación incluso habría detectado en Ruffin un “vínculo consciente o insidioso con la prosa de Gringoire” (2), un semanario que rebosaba odio antisemita y que, a través de una de sus campañas de difamación más famosas, llevó al suicidio a un ministro del Frente Popular.
Antisemitas asesinaron a judíos en Francia y en Estados Unidos. Semejante drama no debería servir como arma ideológica a Trump, al Gobierno israelí o a intelectuales falsarios. Si se ha de establecer un cordón sanitario, que sea para que nos proteja más bien de aquellos que imputan a sus adversarios una infamia con respecto a la cual saben que son inocentes.