Había una vez, en la montaña, un loco que hacía acto de contrición.
Era, decían, un ex publicitario que se acusaba de no haber consumido bastante.
¡Extraño espectáculo!
Iba vestido con un simple cuero de animal (¿de foca tal vez?), con un atomizador en la mano. Profería extensas lamentaciones que el eco de la montaña hacía resonar hasta en la llanura. Después, febrilmente, corría a hacer graffitis en las rocas y árboles, cubriéndolos de eslóganes multicolores o de fórmulas de arrepentimiento.
Según decían los lugareños, que lo dejaban errar por las colinas, había sido golpeado por los acontecimientos del 11 de Septiembre de 2001. Ante la tragedia neoyorquina y sus memorables efectos, se sentía profundamente culpable. Tanto, que una voz celeste, supranacional, le había ordenado cambiar de vida.
“Yo no consumía bastante, repetía. Puse en peligro la civilización occidental. Fui cómplice de los terroristas”.
Y agregaba gimiendo:
“He traicionado al partido de la libertad. ¡No (...)