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Viaje a la Inglaterra de la austeridad

Tras los pasos de George Orwell

El “crédito universal” británico, presentado como una simplificación fruto de la fusión de diversas prestaciones, sumerge a numerosos hogares vulnerables en el desamparo. En los muelles de Wigan, en Lancashire, este fiasco se suma a la descomposición social debida a cuatro décadas de liberalismo. Como en la época en la que George Orwell recorría estos parajes, hoy en día son numerosos los ingleses hundidos en la pobreza.

por Gwenaëlle Lenoir, enero de 2019

Había que empezar por el principio: Darlington Street, Wigan, Lancashire. La descripción de la pensión ubicada en el número 22 de esta calle abre El camino de Wigan Pier (1). Este relato de George Orwell fue un éxito editorial en el Reino Unido desde su publicación, en marzo de 1937, en la editorial de Victor Gollancz, aunque fuera de las islas no ha gozado del mismo reconocimiento. Aun hoy, sigue estando bien visto tener en la biblioteca personal un ejemplar, a pesar de no haberlo leído, de esta descripción precisa y cruel de la condición obrera durante la Gran Depresión en Inglaterra –la del noroeste, los escoriales y las fábricas, los pozos, las galerías y los vertederos–.

En ese invierno de 1936, Orwell reside durante algunos días en casa de la familia Brooker, administradores de una pensión andrajosa y de una casquería igual de miserable en el barrio de Scholes. Queda lo suficientemente marcado como para que el 22 de Darlington Street ocupe el primer capítulo de su libro. Suciedad, promiscuidad, mezquindad de los propietarios, miseria de los huéspedes (extenuados por el trabajo agotador y mal pagado, acosados por los órganos de control administrativo)… He aquí un resumen del viaje de Orwell por esta región en la que a la dureza de las condiciones de trabajo se le suma la del desempleo. Describe los “laberintos infinitos de antros”, las “sombrías despensas en las que seres decrépitos y desamparados se mueven dando círculos como cucarachas”. Y afirma: “Debemos ver y sentir –sobre todo sentir– estos lugares de vez en cuando, para no olvidarnos de que existen. Aunque es mejor no quedarse aquí durante mucho tiempo”.

La tienda de tripas ya no existe. Más allá, sobre un terraplén de agradable hierba, una placa casi invisible recuerda el paso del escritor. Bajo la llovizna de un fin de verano de 2018, Darlington Street no es nada atractiva. Tampoco es muy deprimente. Sí muy larga. Las impecables hileras de casas de dos alturas de ladrillo rojo parecen extenderse hasta el horizonte. Todas idénticas. Aunque si se mira con atención la pintura de algunas puertas está más desconchada que la de otras; algunas ventanas tienen flores de plástico. En algunas plantas bajas hay negocios –en su mayoría cerrados permanentemente: las persianas están bajadas, y hay tablones que tapan las ventanas–. Entre los pocos supervivientes, tiendas que ofrecen al mismo tiempo pizzas, hamburguesas y kebabs. La madera verde primaveral del letrero de una casa de apuestas atrae la mirada. La miseria no salta a la vista, y Orwell, hoy, no vería en la parte de atrás de una casa a esa mujer que “entendía tan bien como yo la atrocidad de estar ahí, de rodillas en el frío cortante sobre las piedras resbaladizas del patio trasero de una pocilga, hurgando con un palo en una alcantarilla maloliente”. Las casas siguen allí, unidas y contiguas, en hileras de cientos de metros. Sus minúsculos patios, a veces decorados con rosales, se abren a aceras anchas, cuidadas y con árboles.

El Scholes de 2018 sigue siendo un barrio pobre. Más del 17% de la población de Wigan contaba con un subsidio del Estado en 2011 (2), frente al 13,5% a nivel nacional, y el 16% vivía en viviendas sociales, frente al 9% para el conjunto del país. Scholes es uno de los barrios más desfavorecidos de esta ciudad desfavorecida. Orwell describió las “ciudades obreras en las que la totalidad de sus habitantes subsisten solo gracias a los comités de asistencia pública, creados en 1930, y a los subsidios de ayuda”. Actualmente, Barbara Nettleton, fundadora de la asociación comunitaria Sunshine House, cree que es fundamental enseñarle a sus habitantes que “no hay que avergonzarse de ser pobre”.

Los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial serían al final solo un paréntesis. Las minas de carbón, las textiles de algodón y las fábricas siderúrgicas funcionaban a pleno rendimiento, y Londres ponía en marcha el Estado de bienestar. “Cuando era pequeña, no necesitaba despertador por la mañana porque escuchaba la campana de la fábrica textil próxima a mi casa –recuerda Nettleton–. Se podía dejar un trabajo por la mañana y encontrar otro por la tarde”.

“El primer ruido de la mañana son las pisadas de los obreros con sus zapatos sobre la calle pavimentada”, escribió Orwell. “Éramos un centro industrial muy activo. Había serrería, textil, mecánica, minas. Día y noche, se podía oír el traqueteo del calzado de los obreros que iban o volvían del trabajo –cuenta Les Bond, obrero jubilado, al evocar su ciudad de Accrington, a cincuenta kilómetros de Wigan–. Y después, en los años 1960, los trabajadores pudieron pedir préstamos para comprarse una casa. Todo eso se terminó. Todas las industrias se han ido”. Desindustrialización, globalización, neoliberalismo: esta región, desde Liverpool hasta Sheffield, pasando por Manchester, no se ha recuperado de los años de Thatcher (3).

“El fracaso de la huelga de los mineros en 1984-1985 fue un duro golpe para la clase obrera”, se lamenta Gareth Lane, de la Bakers, Food and Allied Workers’ Union (BFAWU, sindicato de la industria alimentaria), aunque es demasiado joven como para haberlo vivido. “Nos cuesta remontar y organizar a los trabajadores”. Porque del bastión industrial no queda nada. Incluso la memoria parece haber sido borrada, excepto entre los ancianos y los activistas. “¿Las minas, los mineros? ¡Tengo 30 años! ¿Qué quieres que te diga?”, exclama un joven vendedor de coches mientras bebe una cerveza en el club de los mineros de Astley. Probablemente ni siquiera se haya dado cuenta de que, sobre la barra, cuelgan platos decorados en honor a los mineros. En uno de ellos, se lee esta frase: “Despite pitfalls, some good, some bad, I’m proud to be a mining lad” –que se puede traducir más o menos así: “A pesar de los hundimientos, unos buenos, otros malos, estoy orgulloso de ser un minero”–. Rodea los tres atributos simbólicos del oficio: el casco, las botas y la lámpara. Orwell se hizo eco de este orgullo, que se ganó su admiración, tras haber bajado allí él mismo, por esos “espléndidos tipos de humanidad” capaces de trabajar en el infierno del carbón.

El George Orwell de El camino de Wigan Pier no tiene buena prensa por aquí. Desde la publicación de su libro, en 1937, algunos lo criticaron por haber ennegrecido la imagen. Jerry Kennan, un minero desempleado, militante político y “guía” de Orwell, dijo en aquel entonces que el escritor había rechazado a sus primeros arrendatarios, que no eran lo suficientemente miserables para él, por los Brooker, más acordes a la imagen de mugre y pobreza que buscaba. Esta acusación provendría en realidad de una herida al amor propio de Kennan, que no recibió un ejemplar dedicado. El Diario de Orwell indica que fue una enfermedad inesperada de su primera arrendataria lo que le llevó a los vendedores de tripas. Pero poco importa: la leyenda es tenaz, y ha sido utilizada con deleite por muchos críticos hasta el día de hoy. Conviene hacer que Orwell quede olvidado, y sobre todo decir que las miserias que describe ya se han superado, para que finalmente caiga en el olvido de la historia.

Brian, hijo, nieto y bisnieto de mineros, con quien nos encontramos en un bar de Accrington, estudió esta historia. Quería incluso dedicarse a eso. Hoy en día trabaja a tiempo completo en una fábrica de marquesinas y se ríe: “Siete años de estudios de Historia… ¡todo para llegar aquí!”. Pero se considera afortunado. Sus amigos de la infancia, treintañeros como él, o bien se fueron o están desempleados o en situación precaria. “Los cargadores que antes trabajaban semidesnudos en el fondo de la mina que describe Orwell hoy en día son sustituidos por desempleados de los JobCentres [oficina pública de empleo] o trabajadores con contratos de ‘cero horas’. La diferencia con la época de Orwell es que ya no hay trabajo. ¡La pobreza sí que se ha mantenido! Está incrustada aquí”.

Las dos o tres calles peatonales de los centros urbanos de Wigan, Sheffield o Accrington no cambian nada: la pobreza rezuma de las antiguas ciudades industriales. Los habitantes hacen sus compras en supermercados de alimentos especializados con descuentos. Estamos aquí en el reino de las tiendas donde todo cuesta 1 libra esterlina (pound, un poco más de 1 euro): Poundland, Poundstretcher, Poundworld… Para ropa y accesorios, la gente se dirige a tiendas de caridad como las del Ejército de Salvación. Para ordenadores, joyas y teléfonos de segunda mano, las Cash Shops o Cash Converters venden productos empeñados por gente que se quedó sin dinero. La mirada de Orwell, en la actualidad, se vería atraída no por el negro del polvo del carbón que manchaba todo, sino por los colores chillones de estos escaparates, más vivos cuanto peor es la calidad de sus productos. El escritor describiría probablemente los BrightHouse, una conocida cadena de alquiler con opción a compra de muebles y electrodomésticos situada en pleno centro de la ciudad, frente al ayuntamiento de Accrington o frente al centro comercial, a un paso de las calles peatonales de Wigan. Su clientela: los más pobres y vulnerables, según las propias autoridades financieras británicas (4).

Los BrightHouse no intentan ocultar las apariencias. La pintura de sus escaparates está desconchada, su moqueta, desgastada. No hay marcas importantes entre sus lavadoras, pantallas planas, cocinas o sofás en alquiler con opción a compra. Pero los tipos de interés son prohibitivos: no bajan del 69,9% si se calculan sobre un año. Tomemos como ejemplo una lavadora con una capacidad de seis kilos, de una marca muy modesta: la etiqueta indica 180,50 libras esterlinas (206 euros). Pero BrightHouse se dirige en primer lugar a las personas que no pueden pagar esta suma de golpe, y que tienen que pagar a plazos. El principio es simple: cuanto más pobre eres, más pagas, y terminas pagando mucho dinero. La misma lavadora te costará 535 euros si eliges la opción a plazos de 3,40 euros a la semana durante 156 semanas, es decir, tres años. La televisión de 374 euros finalmente te costará 890 euros a 5,70 euros a la semana durante tres años. Sin contar el seguro. La cadena tiene éxito: 270 tiendas en todo el Reino Unido. Y son miles las familias que se ven abocadas a firmar un contrato con este tipo de empresas.

Lissa P. (5) todavía se está mordiendo los dedos. Esta mujer de 25 años, pelo violeta, piercing y pantalones deportivos, nunca ha trabajado. Le diagnosticaron la enfermedad de Crohn cuando estaba embarazada de su primera hija, a los 17 años, y recibe un subsidio por invalidez de 342 euros cada dos semanas, al que se le suman otros 342 euros mensuales por enfermedad. Su compañero recibe, por su parte, 250 euros semanales por desempleo. Viven con sus cuatro hijos en una vivienda social de 91 euros a la semana, sin contar las facturas, y es muy difícil llegar a fin de mes. “Resistirse permanentemente a las peticiones de los niños es agotador –suspira mientras sus traviesos hijos juegan a la pelota entre los bancos de la iglesia en la que nos encontramos con ella–. Cuando se me rompió la cocina me dejé llevar. Quería una cocina nueva. Fui a BrightHouse, y también me enamoré de un televisor de 42 pulgadas. Eran 34 euros a la semana por todo, durante dos años; pensé que podría afrontarlo”. Un imprevisto, el impago de la cuota, y ya no estás cubierta por el seguro. El televisor está roto. Pero lo tiene que seguir pagando hasta el final.

La reverenda Denise Hayes (6) puede contar historias como esta a docenas. Dividida en dos por unas puertas altas, su iglesia de Saint-Barnabas, en Wigan, sirve al mismo tiempo de lugar de culto y centro comunitario: café y té gratis, mesas y sillas, sala de estar con sillones, billar, juegos para niños, una pequeña tienda de alimentos a precios muy bajos. Por ahí pasan cada tarde madres y padres de familia, desempleados, trabajadores precarios, alcohólicos, drogadictos, gente desesperada –casi toda la población de la parroquia de Saint-Barnabas, 3.600 almas–. “Cuando llegué a este barrio, hace cuatro años y medio, la situación era mala. Hoy es peor –afirma Hayes–. Antes, ya era difícil saber cuál era el principal problema: la falta de trabajo, los empleos precarios, los bajos salarios, la falta de cualificación y de formación… Ahora, las autoridades han añadido una capa más a la miseria: la reforma de las prestaciones”.

Una única prestación mensual, el “crédito universal”, debe reemplazar a seis, entre las que se cuentan la prestación por el desempleo, la vivienda, la invalidez y la familia, que algunos reciben semanalmente, otros de manera mensual, dos veces al mes o, en el caso de la de vivienda, se le entrega directamente al propietario (tanto privado como un organismo público o social). Adoptada en 2013 por los conservadores, y puesta en práctica progresivamente, esta medida es vilipendiada por todas las partes. No adaptada a las necesidades de los colectivos afectados, desajustada, con fallos incesantes, aterroriza literalmente a Tony, que cría solo a sus cuatro hijos: “Tengo que pasarme al crédito universal a finales de año y no sé cómo podré arreglármelas”, cuenta este agricultor desempleado desde hace ocho años, mientras su hija más pequeña patalea en sus brazos en uno de los sillones de la iglesia de Saint-Barnabas. “Ya tengo problemas ahora con mis hijos que siempre están pidiendo alguna cosa –añade–. Va a ser todavía más difícil resistirse a ellos, con todo ese dinero a principios de mes”. Tony cobra 250 euros cada lunes, “de los cuales 107 van directamente a mi casero”. Compra la comida de la familia buscando siempre lo más barato, “sobre todo hamburguesas, patatas y pasta”, y cuando llega el fin de semana ya tiene dificultades.

Los trabajadores de El camino de Wigan Pier pagaban su gas por meter (contador), poniendo monedas en el aparato. Nada ha cambiado, o casi. Tony usa una tarjeta de prepago: “Antes, pagaba por factura, pero una vez no pagué y casi me cortan el gas. Por eso, con esta tarjeta, solo consumo lo que puedo pagar de gas y de electricidad”. Una sonrisa aparece en su boca casi totalmente desdentada: “A veces hace frío en casa”. Hayes asegura que el 90% de sus feligreses utilizan esa forma moderna de contador. La reverenda comprende la angustia de Tony: “El cambio al crédito universal se hace sin importar el cómo. Aquí, muchas personas viven de las prestaciones desde hace años. Recibir una gran suma de dinero de golpe es difícil de administrar. Pero lo peor es el retraso en la transición al pago único: hay una fisura de cinco, y hasta puede ser de diez u once semanas. Durante ese lapso de tiempo no reciben nada. Así que piden prestado. A los amigos si tienen suerte, o a los usureros. Y es una espiral: nunca van a lograr tapar ese agujero”.

Algunos acumulan dificultades. Por ejemplo, aquellos que tienen que pagar, además de los suministros básicos, el spare room tax, denominado desde que se adoptó en 2013 como bedroom tax (impuesto sobre el dormitorio). Imaginemos una familia con dos hijos que vive en una vivienda social de tres dormitorios. El hijo mayor se va de la casa. Su habitación, a partir de entonces libre u ocupada de vez en cuando, es considerada superflua por el propietario social. La familia, por tanto, verá cómo su prestación por la vivienda disminuye un 14%. Con dos habitaciones “de más”, la disminución es del 25%. El mismo criterio se aplica si en la familia hay dos hijos del mismo sexo: pueden compartir el mismo dormitorio. “La idea es hacer que la gente se mude de sus casas a otra más pequeña –dice Hayes–. Pero hay escasez de viviendas sociales, por lo que la gente no se va”. Muchos inquilinos terminan con atrasos en la renta del alquiler. Y entonces los desahucian. “A estas personas, que tienen una vida caótica, la Administración se la complica todavía más. ¡Se diría que lo hacen a propósito!”, fulmina la reverenda.

Aquí, como en otras partes, hoy como en los años 1930, recibir prestaciones, por muy pequeñas que sean, te convierte en un parásito, una persona asistida. “En la clase media, se seguía hablando de ‘esos vagos que se rascan la barriga a expensas de los contribuyentes’ y diciendo que ‘encontrarían todo el trabajo que quisieran si se tomaran la molestia de buscarlo’”, escribía George Orwell. “Recortemos los subsidios a los que se niegan a trabajar”, proclamaba el líder conservador David Cameron durante su victoriosa campaña electoral de 2010, que le permitió convertirse en primer ministro, hasta la votación sobre el Brexit. Obtener un subsidio por desempleo y conservarlo es una carrera de obstáculos. David, un administrativo de treinta y tantos años, todavía tiene pesadillas con los formularios de cincuenta o cien páginas que tuvo que rellenar y con la opacidad de un sistema intrusivo: “Para la cantidad del subsidio, se fijan en dónde vives, con quién, si tienes hijos, y al final son ellos los que deciden qué es lo que necesitas. A veces lo que te dan no cubre ni siquiera para la comida, o para los billetes de autobús, para ir a una de las citaciones o a una entrevista de trabajo”.

David ahora trabaja 16 horas a la semana para Sunshine House, la organización de Nettleton. Durante las 18 horas restantes tiene que demostrar que busca activamente un empleo a tiempo completo... “Le debo a la oficina de empleo 34 horas a la semana”, suspira el joven. Orwell en 1936 escribe sobre el means test o “test de recursos”, una herramienta de vigilancia del conjunto de los ingresos del hogar de una persona desempleada. Instaurado en 1931, fue “una de las instituciones más odiadas del país durante el periodo de entreguerras” (7). Hoy en día, el doctor Aneez Esmail, médico generalista desde hace treinta años e investigador en la Universidad de Manchester, se queda sin palabras: “Tengo muchos pacientes que sufren patologías mentales, como depresiones graves. Algunos reciben desde hace diez años la prestación por incapacidad. De repente, la Administración les dice que pueden trabajar y que tienen que buscar un empleo. ¡Pero esta gente no puede hacerlo!”.

Ian, por su parte, fue conductor de carretillas elevadoras durante 35 años. Una mañana se despertó y no se podía mover. Los médicos le diagnosticaron “artritis”. Se había quedado inválido, con el subsidio correspondiente. “Al principio me dejaron en paz. Pero ahora consideran que puedo trabajar porque no tengo los brazos paralizados. Me hicieron hacer un curso de empleado de oficina. Incluso con muletas, uno puede usar un ordenador”, ironiza detrás de la recepción de Sunshine House, donde trabaja como voluntario como parte de esta reconversión. Poco importa a la Administración sus más de cincuenta años de edad: “Las empresas cuando ven mi currículum, entre mi discapacidad y mi edad, pasan directamente al siguiente”.

Como muchos de sus compatriotas del subcontinente indio, el doctor Esmail hizo gran parte de sus estudios de médico generalista en los barrios más populares. Estas zonas son descartadas generalmente por los médicos de origen británico. En su consulta y en sus visitas a domicilio, ve cómo la pobreza y las políticas de austeridad se acentúan desde 2008. Le da poca importancia al índice del 4% de desempleo en agosto de 2018 del que se enorgullece el Gobierno conservador: “Nunca había visto tanta desigualdad, ni tanta indigencia. Cuando era estudiante, en Sheffield, los mineros sentían orgullo y esperanza por sus hijos. Actualmente, algunos de mis pacientes no pueden pagar el funeral de sus padres. El destino de la mayoría de ellos es el desempleo o trabajos infravalorados y precarios”. Desaparecidas las minas, las hilanderías, las acerías, los empleos actuales en Wigan, Sheffield, Accrington o Manchester están en los almacenes de las grandes empresas del comercio electrónico y las cadenas de restaurantes de comida rápida. Empleos no cualificados, casi siempre pagados con el salario mínimo, es decir 8,94 euros brutos por hora. Jill, de 53 años, ha decidido postularse para un puesto en Amazon. Las condiciones le resultan penosas –salario bajo, mucho tiempo de trayecto al trabajo–: “Con los recortes en el gasto público, hay menos autobuses. Tengo que hacer dos trasbordos. El trayecto me lleva una hora y media de ida y otro tanto de vuelta”. Pero es un trabajo a tiempo completo. Siempre mejor que los contratos de “cero horas” en los que estaba en los últimos años.

Introducidos por McDonald’s en los años 1980, los contratos de “cero horas” se generalizaron tras la crisis de 2008. Sin una definición jurídica, se han extendido a todos los sectores productivos y, de hecho, están reconocidos por el Estado: desde 2014, un desempleado no puede rechazar uno, so pena de que se le suspenda su prestación (8). “Es un contrato sin garantía horaria –explica Lane, sindicalista de BFAWU–. El empleador te hace trabajar todo lo que quiera, tantas horas como considere necesario. Pueden ser cincuenta horas esta semana y ninguna la que viene. Se te avisa en el último momento y no puedes decir nada”. Él mismo dejó el colegio a los 16 años, antes de pasar por este tipo de contrato “con decenas de empleadores distintos”. En general, la contratación se realiza a través de una agencia de empleo, lo que debilita aún más al trabajador. “Durante la Gran Depresión, los trabajadores iban a hacer cola en los muelles y los empleadores se acercaban a contratar a la cantidad de obreros que necesitaban. Hemos vuelto a eso, pero peor. Los gerentes hacen lo mismo, pero lo hacen por teléfono, por lo que la gente está muy aislada”, comenta con rabia el hombre que intenta, desde hace dos años, organizar a los trabajadores de McDonald’s con el movimiento rotatorio de huelgas, denominado “McStrike” (“McHuelga”). Los contratos de “cero horas” hacen que la vida sea incierta: es imposible planificar nada, incluso el tiempo libre con los hijos; es imposible planificar ningún gasto. Orwell, sin duda, habría incluido a quienes se encuentran atrapados en este sistema en el círculo de “todos los que trabajan pero que, desde el punto de vista pecuniario, podrían del mismo modo estar desempleados, ya que el salario que reciben de ninguna manera podría ser considerado como un salario que permita vivir de manera decente”.

En cuanto al pago de un depósito y a la búsqueda de un alojamiento fuera del parque de vivienda social, mejor no pensar en ello. Un piso de una sola habitación puede costar unos 850 euros, sin incluir gastos, en un barrio desfavorecido de Manchester. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que dos empleados con trabajos a tiempo completo y con un contrato normal tengan que vivir en el refugio para gente sin hogar de Salford, a las afueras de la ciudad? Escondido detrás de un centro médico, el refugio nocturno de ladrillos negros se encuentra al lado de una iglesia pentecostal. Ese sábado, los dos trabajan, y Justin, que nos recibe en la entrada, no nos dirá nada de ellos, “por pudor”. El refugio es el único del sur de Manchester que está abierto los siete días de la semana, los doce meses del año, y es mixto. Por cada persona alojada, el albergue recibe 114 euros a la semana de la Caja Nacional de Prestaciones. En el comedor, una decena de hombres de todas las edades –el más joven con la cara cubierta de acné, y el más mayor con aspecto de Papá Noel, barba y cabello largo y blanco– y dos mujeres se encuentran sentados alrededor de mesas redondas. Una silueta envuelta en una manta está recostada en el sofá de la sala comunitaria, entre el televisor encendido y una mesa de billar en la que no juega nadie. Durante el día, el dormitorio está cerrado. Justin no lo abre hasta las 21:30 horas, una vez oficiado el sermón religioso. Las puertas se cierran y las luces se apagan a las 22 horas; deberán marcharse pasadas tan solo ocho horas, a las 6 de la mañana. Una treintena de hombres y mujeres comparten el vasto dormitorio, sin ninguna intimidad. Las camas están alineadas, todas exactamente iguales, excepto por unos peluches colocados en dos de las camas que indican que están ocupadas por mujeres. Cuando el refugio tiene que rechazar gente, y siempre es el caso, Justin les proporciona un saco de dormir y aconseja que se instalen en el McDonald’s de la esquina, abierto las veinticuatro horas del día. “Pero sobre todo no deben dormirse, porque entonces los echan”.

El impacto de la austeridad y de los recortes presupuestarios en la gente más vulnerable es muy grave, asegura el doctor Esmail: “La obesidad es uno de los marcadores de la pobreza. Cada vez más personas tienen diabetes. Que nosotros combatimos con medicamentos caros, cuando la enfermedad se debe a la obesidad, y esta a la pobreza. ¡Es absurdo!”. Ciertamente, la pobreza extrema que existía en la época de Orwell se ha reducido; la gente ya no muere de hambre. Pero el número de pobres está aumentando. “Y están cada vez más desesperados”, añade. “Hemos hecho de la desesperación un modo de vida”.

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(1) George Orwell, El camino de Wigan Pier, Destino, Barcelona, 2012.

(2) Censo de 2011; el próximo se realizará en 2021.

(3) Margaret Thatcher, primera ministra conservadora, en el poder de 1979 a 1990.

(4) La empresa BrightHouse fue investigada por la Autoridad de Regulación de Sociedades Financieras, que consideró que no era un “prestamista responsable”. Hilary Osborne, “Revealed: Queen’s private estate invested millions of pounds offshore”, The Guardian, Londres, 5 de noviembre de 2017.

(5) A petición suya, se le ha cambiado el nombre.

(6) En la religión anglicana, las mujeres pueden ser ordenadas reverendas.

(7) Cf. Stephanie Ward, Unemployment and the State in Britain: The Means Test and Protest in 1930s south Wales and north-east England, Manchester University Press, 2013.

(8) Cf. Jacques Freyssinet, “Royaume-Uni. Les contrats ‘zéro heure’: un idéal de flexibilité?”, Chronique internationale de l’IRES, n.º 155, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, París, febrero de 2017.

Gwenaëlle Lenoir

Periodista.