Desde hace más de veinte años, se ha impuesto en el debate público la opinión de que nuestra seguridad –entendida esta, de forma muy restrictiva, como la prevención de atentados contra nuestra integridad física– estaría garantizada a cambio de una sujeción cada vez mayor de nuestras vidas a los poderes represivos. Dicho de otro modo, la lucha contra el crimen tendría que redundar en una creciente contracción del marco jurídico y del control jurisdiccional por parte de las autoridades penales, especialmente en lo que a la policía se refiere. En un momento en que la omnipresencia de la cuestión terrorista imposibilita cualquier diálogo sosegado, resulta difícil cuestionar algo que se presenta como una muestra incuestionable de sentido común.
La realidad que empieza a perfilarse es, sin embargo, harto distinta. Por un lado, la seguridad prometida por los arquitectos de esta huida hacia delante represiva sigue siendo un espejismo –baste recordar que (...)