La onda de choque del 11 de septiembre de 2001 sigue sacudiendo a Pakistán. Por un lado el presidente Pervez Musharraf debe ceder a la presión estadounidense y cambiar de rumbo en los tres puntos que Washington define como esenciales: la “guerra contra el terrorismo” y Al Qaeda que se lleva a cabo en Afganistán, reavivada con el fortalecimiento de los neotalibanes; la relación indo-pakistaní para tranquilizar la situación en Cachemira, reiniciar el diálogo con Nueva Delhi y eliminar los riesgos de conflicto entre los países nuclearizados; por último -pero en sordina- la proliferación nuclear.
Por otro lado el general Musharraf intentó salvar lo que podía ser salvado: mantuvo la presión sobre Cachemira hasta 2003, ejerció contra Al Qaeda y los talibanes una acción significativa pero incompleta, reafirmó su poder al mismo tiempo que negociaba con los partidos políticos islamistas, y preservó los intereses de la casta que domina el país: (...)