¿Por qué, a pesar del crecimiento experimentado en las últimas décadas, la percepción de los trabajadores es que no están mucho mejor y que, en algunos casos, están mucho peor que las generaciones anteriores?
La renta nacional per cápita real en España y en la UE15 es ahora más del doble que en la década de 1970. Por término medio tenemos más del doble de ingresos que nuestros padres. Hemos crecido mucho, sí, pero hemos crecido muy desigualmente. La mayor parte de ese crecimiento se ha concentrado en los más ricos. En España, desde 1985, la proporción de la renta nacional del 1% más rico ha pasado de un 8,2% a un 9,8%, un incremento del 20%.
Asimismo, en el año 1985 el 10% más rico de la población poseía tantos ingresos como el 50% de la población más pobre, sin embargo, desde ese año la participación en los ingresos de ese 10% más rico ha venido aumentando continuamente (un 4,5% desde 1985), a la vez que los ingresos del 50% más pobre han ido disminuyendo (un 7% desde 1985).
De forma paralela, la participación de los salarios en la renta nacional ha venido cayendo desde el 72,9% en 1975 hasta el 60,6% en 2019. Hay que destacar, además, que la bajada de la participación de los salarios ha recaído principalmente sobre quienes tenían salarios medios-bajos y bajos, mientras que los sueldos de los directivos con ingresos muy elevados han crecido mucho.
Debido a que la mayoría de las personas que tienen ingresos medios y bajos dependen de sus sueldos, reducir la participación de los salarios en el PIB implica, en la práctica, una redistribución inversa de la renta desde los hogares de ingresos medios y bajos hacia los de ingresos altos. Efectivamente, las personas con salarios medios y bajos han sufrido un doble golpe: tienen acceso a una porción cada vez más reducida de un pastel salarial que cada vez es más pequeño. La Gran Recesión y la Crisis del Euro exacerbaron estas tendencias, de manera que el salario real medio en España es un 7% inferior al máximo alcanzado en 2009, tras un largo y dramático periodo de descenso de los salarios reales.
Hay una razón estructural que explica esa evolución desigual: desde los años ochenta hemos venido asistiendo a un creciente cambio en el modelo de gestión empresarial, en el que “los de arriba se lo llevan todo”.
En 1970 Milton Friedman escribió su famoso artículo “La responsabilidad social de la empresa es crear beneficios”, que marcó un nuevo paradigma en la evolución de la gestión de la empresa, en el que defendía que el principal fin de la empresa es crear valor para el accionista.
A partir de entonces se van extendiendo tres ideas en el campo de la gestión empresarial: 1) la empresa ya no es un lugar donde hay que llegar a consensos internos entre los trabajadores y los accionistas, el principal objetivo de los directivos es maximizar el valor de la acción a corto plazo; 2) las grandes empresas deben concentrar su actividad en la parte del proceso productivo que crea más valor por su posición de monopolio u oligopolio en las cadenas de valor global, externalizando la mayor parte de la actividad productiva más estandarizada, a la que fácilmente se puede restar valor; 3) había que doblegar el poder que los sindicatos habían alcanzado.
Los procesos de descentralización y la externalización productiva que se observan en el mundo empresarial desde hace décadas no vienen determinados por una lógica empresarial inapelable, su objetivo es ideológico: desvalorizar el trabajo.
De esta forma, los accionistas han conseguido que los riesgos e incertidumbres que toda actividad económica genera por las fluctuaciones de la demanda se trasladen del capital –mayores o menores beneficios– a los trabajadores –mayor o menor desempleo–. Como resultado de ello, el empleo y los salarios se han convertido en la principal variable de ajuste en situaciones de crisis.
Esta es la conclusión a la que ha llegado una profunda investigación (1) sobre la relación entre la desaceleración del crecimiento económico y el crecimiento de las desigualdades en Canadá y Estados Unidos (EEUU): Se ha logrado un mayor crecimiento económico en aquellos lugares y épocas donde el poder de negociación de los trabajadores ha sido mayor, la riqueza se ha distribuido de forma más equitativa y los salarios han tenido un mayor peso en la economía; ya que como consecuencia de ello se ha registrado un mayor incremento de la inversión productiva y se ha creado más empleo y de más calidad. A partir de los años 1980 en EEUU, cuando se asienta la hegemonía cultural neoliberal y el poder de negociación de los sindicatos se debilita, el incremento del PIB se ralentiza.
La creciente desigualdad en el reparto de la riqueza hace que una parte creciente de los beneficios empresariales se haya dedicado a actividades improductivas que solo aumentan el poder de mercado de las grandes empresas, lo que ha dado paso a la creciente financiarización de la actividad empresarial que estalló en 2007.
La crisis de 2007-2008 se define por el perverso papel jugado por un sistema financiero fuera de control, convertido en un fin en sí mismo, y no en un medio para mejorar el sistema productivo. Se produjo una sobreacumulación de capital, de grandes cantidades de “dinero basura” (bonos y acciones sobrevaloradas, productos financieros derivados) creado por bancos y empresas en base a activos que no valían lo que figuraba en los balances. A modo de ejemplo, los flujos financieros en los periodos previos a la crisis financiera eran veinte veces superiores al tamaño de los flujos comerciales, produciéndose un sobreendeudamiento-apalancamiento de la economía en su conjunto.
No obstante, en España, el crecimiento de la desigualdad se debe principalmente a las políticas que se aplicaron después de la crisis. Desde 2012 hemos asistido a la aplicación de una “estrategia del shock” para imponer una transformación radical de nuestro modelo de relaciones laborales, rompiendo los equilibrios alcanzados durante décadas de diálogo social, agravando profundamente la asimetría entre el poder de negociación del capital y el trabajo. Se han debilitado los tres dispositivos colectivos que históricamente han actuado en defensa y protección de los trabajadores: la intervención sindical; la regulación legal; y la cobertura de la negociación colectiva. Ello ha provocado la mayor regresión en términos de empleo y derechos sociales e, incluso, civiles, registrada desde la transición democrática.
Antes de la reforma laboral, entre 2007 y 2011, se perdieron 2.427.900 empleos, una media de 540.000 empleos anuales. De los cuales 1.830.000 eran de trabajadores asalariados. Y solo en 2012, tras la reforma laboral, se perdieron 813.600 empleos, de los cuales 861.800 fueron asalariados.
La destrucción de empleo se concentró en el empleo de mayor calidad: los puestos de trabajo indefinidos a jornada completa. Antes de la reforma laboral se habían perdido 371.200 de estos empleos, una media de 84.500 al año, pero en 2012 se destruyeron 483.000 empleos de alta calidad, y en 2013, otros 342.000. Del total de los 1.277.400 empleos asalariados con contrato indefinido a jornada completa que se perdieron desde 2007 hasta 2014, un 71% fueron destruidos después de la reforma laboral de 2012, en poco más de dos años.
El objetivo de la reforma laboral no fue otro que precarizar el mercado de trabajo para producir una fuerte reducción de los salarios de aquellos trabajadores con menor protección y capacidad de negociación de sus condiciones de trabajo, de forma que se recuperaran rápidamente los márgenes empresariales. Lo que ha provocado una ingente transferencia de rentas del trabajo al capital, con efectos traumáticos tanto sobre el mercado de trabajo como en las relaciones laborales y en la cohesión social.
Paralelamente, la austeridad fiscal generó consecuencias muy graves en la propia demanda interna, como sucedió en el conjunto de España a partir de mayo de 2010, quebrando la tendencia de recuperación del consumo final de los hogares a partir del tercer trimestre de 2010.
Asimismo, una política de extrema devaluación salarial genera a largo plazo negativas consecuencias en la capacidad de inserción de las empresas de un país en las estructuras comerciales y productivas globalizadas. Un creciente peso de empresas precio-aceptantes posicionadas en mercados low cost, en los que el elemento determinante de la competitividad es el precio y un modelo autoritario de relaciones laborales, inicia un círculo vicioso que empobrece al conjunto de la población.
Es posible revertir la situación. Según estudios realizados por la Universidad de Greenwich (2), un incremento del 1% de la participación de los salarios en la renta nacional incrementaría el producto interior bruto (PIB) español en un 0,8%. Y los efectos son mayores si estas medidas se toman de forma conjunta en la Unión Europea, que son economías “dirigidas por los salarios”. Un incremento simultáneo del 1% en la participación de los salarios en el PIB de todos los miembros de la UE15 incrementaría el PIB en un 1,64%.
Este positivo impacto se amplifica si se combina una política económica que apueste por una fiscalidad progresiva y un incremento de la inversión pública. Si en todos los países de la UE15 se produjera: un aumento del 1% en la participación de los salarios en la renta, un crecimiento del gasto público del 1% del PIB, y del 1% en el tipo impositivo medio sobre el capital, así como un recorte del tipo impositivo medio sobre las rentas del trabajo del 1%, se daría lugar a un incremento del PIB del 6,7% en el espacio de la UE15.
Los datos de evolución del PIB y el empleo en los dos últimos años corroboran que un crecimiento económico inclusivo, repartido más igualitariamente entre trabajo y capital, tiene mayores efectos positivos en la creación de empleo, ya que la mayor propensión marginal al consumo de los salarios más bajos hace que su incremento se transforme inmediatamente en demanda.
El crecimiento de los ocupados en los dos últimos años ha sido igual o superior al del PIB. En 2018 el empleo creció un 3% y el PIB un 2,4%, y en 2019 los ocupados se incrementaron en un 2,1% y el PIB en un 2%. Mientras que en los tres años anteriores el empleo había crecido a un ritmo inferior al PIB. En 2015 los ocupados se incrementaron en un 3% y el PIB un 3,8%. En 2016 el empleo creció un 2,3% y el PIB un 3%. En 2017 el empleo aumentó en un 2,6% y el PIB en un 2,9%.
En 2018 y 2019 el empleo ha crecido al mismo ritmo, o superior, al del PIB por los mayores incrementos salariales experimentados –un 1,7% en 2018 y una previsión de un 2,3% en 2019–. Y también por el incremento del salario mínimo interprofesional (SMI) en un 22,3% en 2019. Frente a un menor crecimiento de los salarios en los años anteriores, un 0,7% en 2015, un 1% en 2016 y un 1,4% en 2017.
La clave de un crecimiento inclusivo es un marco institucional que establezca un equilibrio en el poder de negociación entre los trabajadores y los accionistas, que democratice la economía (3).
© Le Monde diplomatique en español