La inmigración divide en dos bandos a los principales candidatos para las elecciones presidenciales francesas: los que hacen de su rechazo su fondo de comercio y a los que esta cuestión les incomoda. Los primeros, muy prolijos, atribuyen a los extranjeros todo tipo de problemas, del desempleo al terrorismo, de la crisis de las finanzas públicas a la falta de viviendas, de la inseguridad al excesivo número de alumnos en algunas aulas. Para remediarlo, preconizan medidas radicales. Marine Le Pen (Frente Nacional, FN) se compromete a suprimir el ius soli (derecho del suelo), a salir del espacio Schengen, a instaurar la preferencia nacional y a sistematizar las expulsiones de extranjeros en situación irregular. François Fillon (Los Republicanos), por su parte, ha prometido endurecer las leyes de reagrupación familiar, condicionar las ayudas sociales a dos años de presencia en el territorio, suprimir la cobertura sanitaria estatal o incluso hacer que el Parlamento apruebe cuotas anuales de migrantes según su nacionalidad –una ruptura con los principios en vigor desde la ordenanza del 2 de noviembre de 1945, según la cual la facultad de asimilación de los extranjeros no dependía de su origen sino de sus características individuales–.
Ante esta actitud de ir más allá, el bando de los que se sienten incómodos se contenta con realizar propuestas imprecisas y a veces incoherentes. En una entrevista concedida al semanario protestante Réforme, Emmanuel Macron, el candidato del movimiento En marche! (¡En Marcha!), declara que “la inmigración se revela como una oportunidad desde el punto de vista económico, cultural, social” (1). Ahora bien, esta idea no se encuentra en su programa presidencial: menciona sobre todo el derecho de asilo –la derecha promete endurecerlo, pero no suprimirlo–, prevé “reconducir inmediatamente” a sus países a las personas a las que se les haya denegado la solicitud de asilo, pero deja de lado, en gran medida, las demás migraciones.
Jean-Luc Mélenchon y Benoît Hamon apenas se muestran más precisos. El primero, candidato de La France insoumise (Francia Insumisa), se basa exclusivamente en los casos de refugiados climáticos y políticos y pretende “luchar contra las causas de las migraciones”. En cuanto al aspirante socialista, a pesar de que ha criticado a menudo la política migratoria del Gobierno de Manuel Valls y ha lamentado que Francia no se muestre más solidaria con los refugiados, a su programa le cuesta asumir este argumento: además de la sempiterna promesa del PS (jamás cumplida) de otorgar el derecho a voto a los extranjeros no comunitarios para las elecciones locales, se limita a proponer la creación de “visados humanitarios” cuyos contornos y modalidades no están definidos. Nada sobre los migrantes económicos y los clandestinos, que ocupan un lugar central en los discursos de la derecha.
Esta discreción tiene sus razones. Del estadounidense Donald Trump al húngaro Viktor Orbán, de los defensores británicos del brexit al Movimiento 5 Estrellas italiano, de la Unión Democrática del Centro (UDC) en Suiza a la Nueva Alianza Flamenca (Nieuw-Vlaamse Alliantie, N-VA) en Bélgica, del FN en Francia al partido Ley y Justicia (PiS) en Polonia, los partidos y los dirigentes que se oponen a la llegada de extranjeros en la mayoría de los países occidentales tienen el viento a su favor desde hace algunos años. Todos deben una buena parte de su éxito al electorado popular. En Francia, el FN crece sobre todo en las “zonas sensibles” (2), donde los jóvenes sin estudios universitarios son numerosos, y los índices de desempleo y de pobreza, muy elevados. En el Reino Unido, el brexit ha encontrado sus partidarios esencialmente en las regiones golpeadas con dureza por la globalización y por la desindustrialización, mientras que la mayoría de los partidarios de la permanencia en la Unión Europea viven en las cosmopolitas grandes ciudades. El referéndum suizo de febrero de 2014, durante el cual una mayoría de electores se pronunció contra la “inmigración masiva”, también reveló una división entre zonas rurales y urbanas. Trump, por su parte, a pesar de haber sido ignorado por las capas superiores y las minorías de las costas este y oeste, triunfó entre las clases populares blancas.
En este contexto, el temor a enemistarse con el electorado popular debido a un programa que podría parecer demasiado favorable a la inmigración parece que ha llegado a Mélenchon. Durante las elecciones presidenciales precedentes, sin llegar a defender de forma explícita la libertad de establecimiento, se presentó con una lista de medidas de apertura: restablecimiento del permiso de residencia único de diez años, derogación de todas las leyes aprobadas por la derecha desde 2002, regularización de los “sin papeles”, cierre de los centros de internamiento de extranjeros, despenalización de la estancia irregular... “La inmigración no es un problema. El odio a los extranjeros, la caza de los inmigrantes desfiguran nuestra República: hay que acabar con todo esto –afirmaba su programa L’Humain d’abord (“El ser humano primero”)–. Los flujos migratorios se desarrollan por todo el mundo, mezclan motivaciones diversas. Francia no debe temerlos, no debe despreciar su inmenso aporte humano y material”.
En 2017, la línea ha cambiado. Mélenchon ya no aboga por la acogida de extranjeros. “Emigrar siempre es un sufrimiento para el que parte –explica el 59º punto de su nueva plataforma– (...). La primera tarea será permitir que cada uno pueda vivir en su país”. Para ello, el candidato propone nada menos que “detener las guerras, los acuerdos comerciales que destruyen las economías locales y enfrentarse al cambio climático”. Este cambio de rumbo ha dividido al campo progresista y uno de sus sectores defiende la apertura de las fronteras, a lo que Mélenchon se opone actualmente (3). Olivier Besancenot, figura del Nouveau Parti Anticapitaliste (NPA, Nuevo Partido Anticapitalista), critica a esta “parte de la izquierda radical [a la que] le gusta confirmarse en las ideas del soberanismo, de la frontera, de la nación”, mientras que Julien Bayou, portavoz de Europe Écologie – Les Verts que apoya al candidato socialista Benoît Hamon, acusa al candidato de La France insoumise de “competir de forma inmadura con el Frente Nacional”.
Defendida por el NPA y por una miríada de organizaciones activistas –el Grupo de Información y de Apoyo a Inmigrantes (GISTI por sus siglas en francés), la asociación Migreurop, la Red Educación Sin Fronteras...– o provenientes del cristianismo social –Cimade, Ayuda Católica...–, que han tenido en común el rechazo de la distinción entre refugiados y migrantes económicos, la causa por la libertad de circulación presenta como argumento el fracaso de las políticas de cierre: ni la agencia europea FRONTEX, ni los controles aduaneros, ni los acuerdos para delegar en Turquía o en Marruecos impiden que los migrantes entren en Europa. Sin embargo, les obligan a estar en la clandestinidad y les hacen particularmente vulnerables a cualquier forma de explotación. La libertad de establecimiento permitiría a los extranjeros reclamar legalmente mejores condiciones laborales para no impulsar los salarios a la baja.
La mejora del nivel de vida de los países de salida no ancla allí a las personas migrantes
Para completar su demostración, el NPA afirma el carácter “económicamente beneficioso” (4) de la inmigración. Aunque el argumento puede sorprender viniendo de un partido revolucionario, numerosos estudios demuestran, en efecto, que la inmigración no representa un coste, sino un beneficio tanto para el Estado como para las empresas. Según un estudio realizado por los economistas Xavier Chojnicki y Lionel Ragot y coeditado en 2012 por el periódico Les Échos, los migrantes conllevarían una contribución presupuestaria neta positiva: a menudo jóvenes y con buena salud, la parte de impuestos y cotizaciones que pagan es más elevada que la de las prestaciones sociales que reciben (5). En un informe alabado por la sección de Economía de Le Figaro, el gabinete McKinsey calculaba que “los migrantes contribuyen a cerca del 10% de la riqueza mundial”, entre otras cosas porque la mano de obra extranjera es muy rentable para las empresas. El mensual Capital (marzo de 2015) detalla: “La flexibilidad es la primera ventaja de la mano de obra inmigrante. (…) En otros sectores, es su forma de ‘trabajar duro’ lo que hace que los trabajadores inmigrantes sean tan apreciados”. Tercera ventaja de “estos empleados que vienen de otras partes: no dudan en desempeñar los trabajos despreciados por los autóctonos. Las primeras que se alegran de ello son las empresas de limpieza. Para vaciar las papeleras de las oficinas, el conocimiento de la lengua francesa no es realmente indispensable”. La inmigración es tanto más “beneficiosa económicamente” cuanto que el sistema sigue siendo profundamente desigual...
Un discurso cuyas deficiencias son explotadas por el Frente Nacional
Los partidarios revolucionarios de la apertura de las fronteras, evidentemente, no avalan la explotación patronal de los trabajadores inmigrantes. Su propósito de libre establecimiento se proyecta en un mundo en el que los Estados-nación habrían desaparecido. Esta perspectiva tiene poco en cuenta el estado actual de la relación de fuerzas: “Se está forjando una nueva conciencia en ambos lados de las fronteras entre la juventud y las clases populares, los trabajadores de cualquier origen, lengua y color de piel, nutrida por la revuelta y la solidaridad internacional”, anunciaba en octubre de 2016 un texto del NPA (6). Además, se basa en una retórica de una radicalidad absoluta –“Estamos con los migrantes, en contra de la Policía, en contra del Estado y todos aquellos y aquellas que colaboran con su política. (…) Defendemos el derecho de tomar y de ocupar lo que el Estado se niega a entregar” (7)–, la cual, en el contexto actual, parece presagiar resultados marginales durante las elecciones.
Mélenchon, por su parte, desea superar al Partido Socialista en las urnas. Para conseguirlo, ya no duda en cuestionar la inmigración económica: “Por ahora, no existe ninguna manera de que todo el mundo tenga una ocupación, así que prefiero decirlo”, declaró, entre otras cosas, en France 2 el 11 de marzo. Tras haber reafirmado su compromiso con la acogida de refugiados, añadió: “Con respecto a las personas que hoy en día se encuentran en Francia y no tienen papeles: si tienen un contrato laboral y están en su trabajo, si pagan sus cotizaciones, entonces les doy papeles, a todos. (…) A los demás me veo en la obligación de decirles: ‘Escuchad, no sé qué hacer. Dejad de decir que nos echáis una mano porque ya tenemos a la gente que hace falta’. Y sobre todo digo: hay que dejar de abandonar [el país de origen]”.
En la actualidad, los migrantes económicos representan una minoría de los extranjeros que llegan cada año a Francia, muy por detrás de las personas admitidas por la reagrupación familiar, los refugiados políticos o los estudiantes de intercambio internacional (véanse las cifras). Ahora bien, a menos que se revisen algunos acuerdos internacionales, como la Convención de Ginebra de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados o la Convención Europea de Derechos Humanos de 1953 que incluyen la reagrupación familiar –algo que Mélenchon no se plantea–, estos otros contingentes, mayoritarios, son difícilmente compresibles.
Por lo tanto, una ralentización de la inmigración económica sólo tendría un impacto muy limitado en los flujos migratorios. Pero presentaría una función simbólica importante, la de refutar las acusaciones de laxismo, a la vez que permitiría distinguirse de la derecha, la cual, por su parte, propone la expulsión de todas las personas clandestinas y de aquellas a las que se les ha denegado el derecho de asilo. Sin embargo, Mélenchon acredita implícitamente la idea de un vínculo entre inmigración económica y desempleo, algo que la historia y las comparaciones internacionales parecen invalidar: a principios de los años 1930, Francia llevó a cabo la expulsión masiva de extranjeros, sin remediar en absoluto la falta de empleo; países como Canadá cuentan con numerosos migrantes económicos pero con muy pocos desempleados. Además, regularizar únicamente a las personas clandestinas que posean un contrato laboral puede resultar peligroso, ya que el estatus de “sin papeles” obliga, justamente, a trabajar en negro...
El proyecto de luchar contra las causas de las migraciones mediante el enriquecimiento de los países de origen choca, a corto plazo, con el principio conocido con el nombre de “transición migratoria”. La mejora del nivel de vida –que favorece la disminución de la mortalidad infantil y del envejecimiento de la población–, el aumento de la productividad –que libera la mano de obra– y el incremento de los ingresos no anclan a las poblaciones en sus países de origen: aumentan la reserva de candidatos disponibles para emigrar, ya que más personas pueden asumir el coste físico y material del exilio. Según un modelo establecido por el Banco Mundial, cuando los ingresos de los habitantes (en igualdad de poder adquisitivo) de un país se establecen entre 600 dólares (como en Etiopía) y 7.500 dólares (Colombia o Albania) al año, el aumento de los ingresos fomenta la emigración. A continuación, una vez que se supera ese límite, el efecto se invierte. A un ritmo del 2% de crecimiento anual en los ingresos, Níger o Burundi necesitarían más de 130 años, y Camboya más de 60 años, para superarlo (8).
Besancenot ve en las nuevas posiciones de Mélenchon una “regresión entre la izquierda radical”. El candidato de La France insoumise le replica que se sitúa “en la tradición de [su] movimiento”. De alguna manera, ambos llevan razón...
A finales del siglo XIX, cuando la Gran Depresión (1873-1896) golpeaba a Francia, la izquierda presentaba un discurso unido y coherente sobre la inmigración. Combinaba una crítica teórica que describía la mano de obra extranjera como una herramienta para maximizar los beneficios de la patronal y un análisis práctico sobre la alianza necesaria entre trabajadores franceses e inmigrantes contra esa misma patronal. “Los obreros extranjeros (belgas, alemanes, italianos, españoles) expulsados de sus países por la miseria, dominados y a menudo explotados por jefes de banda, no conocen ni la lengua, ni los precios ni las costumbres del país, se ven condenados a aceptar las condiciones del patrono y a trabajar a cambio de salarios que los obreros de la localidad rechazan”, escribían por ejemplo Jules Guesde y Paul Lafargue en el programa del Partido Obrero de 1883. A pesar de que lamentaban “los peligros nacionales y las miserias obreras que conllevaba la presencia de obreros extranjeros”, no reclamaban el cierre de las fronteras: “Para desmontar los planes cínicos y antipatrióticos de los patronos, los obreros deben sustraer a los extranjeros del despotismo de la Policía (…) y defenderlos contra la rapacidad de los patronos al ‘prohibir legalmente’ a estos últimos emplear a obreros extranjeros por un salario inferior al de los obreros franceses” (9). Esta línea teórica y práctica fue la de los principales partidos de izquierdas durante las décadas de crecimiento del siglo XX –en los años 1910-1920 y, más tarde, durante los “Treinta Gloriosos”–.
Leyes y directivas organizan la competencia entre los trabajadores
En las épocas de crisis aparecieron las fracturas. A principios de los años 1930, mientras el desempleo aumentaba vertiginosamente, se elevaron algunas voces para reclamar la expulsión de los extranjeros; se enviaron peticiones y cartas a los representantes electos para solicitar la preferencia nacional. En noviembre de 1931, el socialista Paul Ramadier presentó en la Cámara un texto que preveía detener la inmigración y limitar en un 10% la proporción de extranjeros por empresa. Jacques Doriot, entonces diputado comunista, le llevó la contraria: denunciaba “medidas xenófobas”, una “política nacionalista que tiene como objetivo dividir a los obreros frente al capital”. Para defender su partido, el dirigente socialista Léon Blum hablaba de “los paliativos empíricos que mejor preservan los intereses de la clase obrera” y mencionaba “las dificultades y las contradicciones de lo real” (10).
La crisis que se inició en los años 1970 produjo nuevas disensiones. Cuando se acercaban las elecciones presidenciales de 1981, los comunistas comenzaron a multiplicar los cuestionamientos de la inmigración. En L’Humanité, el periodista Claude Cabanes se alarmaba ante los problemas sociales y culturales a los que se enfrentaban los suburbios gobernados por el Partido Comunista Francés (PCF): “Todos estos desequilibrios, agravados por las dificultades debidas al descenso del poder adquisitivo, al desempleo, a la inseguridad, dificultan la convivencia [entre franceses e inmigrantes]”, escribía el 30 de diciembre de 1980. Unos días más tarde, el 6 de enero de 1981, Georges Marchais, el secretario general del Partido, pronunció un discurso que marcará un hito: “Hay que detener la inmigración oficial y clandestina –afirmaba–. Es inadmisible dejar entrar a nuevos trabajadores inmigrantes en Francia mientras nuestro país cuenta con cerca de dos millones de desempleados, franceses e inmigrantes”. Los socialistas retomaron la posición que antaño ocupaban los comunistas. “No se puede aislar a la población inmigrante del conjunto de la clase obrera –afirmaba un texto programático publicado en el semanario L’Unité el 19 de diciembre de 1980–. (…) Tiene que movilizarse todo el partido en relación con los principios básicos del internacionalismo y del frente de clase” (11).
Así, Mélenchon y Besancenot se inscriben en la tradición del movimiento progresista, del cual retoman lo mejor y, a la vez, lo peor. El primero intenta tener en cuenta las dificultades que la inmigración plantea específicamente a las clases populares, pero se deja ganar por la retórica de las expulsiones y del exceso de gente. El segundo permanece fiel al internacionalismo, pero promete una lectura ideológica que parece desfasada con respecto a las aspiraciones de las capas medias y populares debilitadas por la austeridad y por la globalización, haciendo que sean permeables así a la estrategia del chivo expiatorio.
Estas deficiencias son explotadas por el FN, que busca reconvertirse en el “partido del pueblo” gracias a una lectura social de la inmigración. A imagen y semejanza del columnista Éric Zemmour, quien hace referencia al geógrafo de la “Francia periférica” Christophe Guilluy, opone a las “elites” urbanas, tituladas, favorables a una inmigración de la que estarían protegidas, y al “pueblo”, que compite con los extranjeros para obtener un empleo, una vivienda de protección oficial, una plaza en la guardería, y al que promete la “preferencia nacional”. “Las capas populares son las que se hacen cargo, en concreto, de la cuestión de la relación con el otro”, escribe por ejemplo Christophe Guilluy (12).
Este análisis requiere múltiples matices. Al estar el mercado laboral muy segmentado, los sectores que contratan masivamente a extranjeros (limpieza, construcción, restauración...) son poco codiciados por los trabajadores nacionales. De la misma manera, la segregación urbana es tal que los inmigrantes a menudo compiten con otros inmigrantes para obtener una vivienda en los suburbios de las grandes ciudades o una plaza en una guardería. Finalmente, ¿cómo explicar que el FN obtenga excelentes resultados en las zonas donde apenas hay extranjeros si no es por el hecho de que la competencia es, en parte, imaginaria, construida por los discursos públicos?
Sin embargo, es cierto que las clases acomodadas sólo tienen una visión exterior y lejana de la inmigración. Existen pocas posibilidades de que los empleados temporeros extranjeros priven de empleo a los egresados de Sciences Po o a los periodistas, no más de que el recurso a los trabajadores desplazados preocupe a los altos ejecutivos o a los artistas o de que los habitantes de los barrios selectos puedan ver como se abre en su calle un albergue para trabajadores extranjeros.
Sin embargo, las diferencias sociales en la relación con la inmigración no son fruto de una fatalidad. A menudo resultan, en efecto, de leyes, de políticas urbanas, de decisiones políticas que organizan la competencia entre los trabajadores franceses e inmigrantes, o que protegen a las clases superiores de la competencia extranjera. El trabajo en negro contribuye a la degradación de las condiciones laborales. Ahora bien, éste prolifera a medida que se desmantela la inspección laboral y que los empleadores saben que se arriesgan muy poco a ser sancionados. No habría trabajadores desplazados sin la directiva europea del 16 de diciembre de 1996, ni temporeros si el Código Laboral no ofreciera esta ventaja a los empleadores. Al contrario que sus predecesores de los “Treinta Gloriosos”, numerosos inmigrantes contemporáneos poseen titulaciones universitarias, cualificación. Si acaban buscando empleos no cualificados es por falta de una política de aprendizaje del francés, de un sistema de equivalencia jurídica de las titulaciones, de apertura de algunas profesiones (13). Mientras que un extranjero puede convertirse fácilmente en albañil o en cajero de un supermercado, acceder a la profesión de arquitecto, de notario o de corredor de Bolsa viene a ser una carrera de obstáculos. Hubo una época en la que los alcaldes comunistas de los suburbios se lamentaban de que “los poderes públicos orientan sistemáticamente a los nuevos inmigrantes” hacia sus ciudades y exigían “un mejor reparto de los trabajadores inmigrantes en los municipios de la región parisina”, a la vez que precisaban que sus Ayuntamientos continuarían “asumiendo sus responsabilidades” (14). Hoy en día, los albergues para trabajadores migrantes se instalan, sobre todo, en barrios populares y ya no le sorprende a nadie.
La derecha se alegra cada vez que la inmigración aparece en el debate político: le basta con desarrollar, como lleva haciéndolo desde hace treinta años, su discurso del miedo, sus medidas represivas. Sin embargo, la izquierda no está condenada a los programas imprecisos y contradictorios. Pero para formular propuestas precisas, un análisis coherente, debe aceptar involucrarse en la batalla ideológica, invirtiendo las cuestiones que los medios de comunicación y “la actualidad” le reprochan.