Con la intervención de los Guardianes de la Revolución en Siria y en Irak, Irán ha ganado una batalla militar fuera de sus fronteras por primera vez en su historia moderna. El 21 de noviembre de 2017, el presidente Hasan Rohaní proclamaba el final de la Organización del Estado Islámico (OEI); por su parte, el general Qasem Soleimani, comandante de la unidad especial Fuerza Qods, se alegraba de esa “victoria determinante”. Este éxito contra los yihadistas forma parte del renacimiento de Irán en la escena exterior, quien ya había logrado una victoria diplomática al firmar con seis grandes potencias, el 14 de julio de 2015, un pacto nuclear que permitiría al país salir de su aislamiento diplomático y comercial.
En realidad, la República Islámica apenas obtiene beneficios de estas victorias. Se le acusa de tener ambiciones hegemónicas y el Gobierno estadounidense de Donald Trump obstaculiza la tan esperada renovación económica al rechazar de facto el levantamiento de las sanciones. Evidentemente, tras casi cuatro décadas de aislamiento, de contención, de embargo internacional y de amenazas de guerra, Irán está lejos de ser reconocido como una potencia regional “normal”. El país se ha acostumbrado a vivir atrincherado, a “resistir ante la agresión extranjera” y a mantenerse al margen de la globalización.
El islam, alcanzado por el patriotismo
Muchos analistas buscan la explicación a este aislamiento en un pasado a menudo lejano, mencionando el Imperio aqueménida del siglo V a. C., la cultura persa o el chiísmo y su clero. Con demasiada frecuencia se olvidan las profundas transformaciones de la sociedad y de la vida política desde la revolución de 1979. Nacionalismo, islamismo, apertura: estos componentes no han dejado de evolucionar, de competir entre ellos, de combinarse. Ninguno podría desaparecer, y el justo equilibrio entre ellos anima la vida política.
A pesar de la oposición de los religiosos, el sentimiento nacional, en su apogeo con la dinastía de los Pahlevi (1925-1941) –que glorificaba el pasado preislámico– y más tarde durante la nacionalización del petróleo en 1953, no se ha debilitado nunca. Hay consenso en torno al mito del bello Irán eterno, del país de los arios –iranzamin– que ha sabido conservar su identidad, si no su independencia, resistiendo ante las invasiones de los griegos, los árabes, los turcos y los mongoles o ante las amenazas de los Imperios otomano, ruso y británico (1). De forma paradójica, la República Islámica ha asumido esta herencia en su totalidad. Consolidó el Estado central (2) desde los primeros años de la revolución, durante los cuales combatió contra tres fuerzas aliadas: Irak, las monarquías petroleras y los países occidentales.
El ataque iraquí de septiembre de 1980 selló la imbricación del nacionalismo y del islamismo. Las ambiciones universalistas de la revolución islámica se vieron superadas con rapidez por la necesidad de defender las fronteras. Los Guardianes de la Revolución y los milicianos (basijis) se convirtieron en los héroes de la patria. La victoria en Jorramchar y la recuperación de esta ciudad, el 22 de mayo de 1982, marcaron así la liberación del territorio nacional, y no la victoria del islam político, del cual representó en realidad una primera supresión. La fuerza del poder político del clero chií y del Guía Supremo sigue siendo una realidad, pero se fundamenta en la posibilidad de movilizar a millones de excombatientes que defendieron a la vez Irán y la joven República Islámica.
El nacionalismo iraní cultiva el espíritu de “resistencia”, pero no el de conquista. A lo largo de su extensa historia, Irán ha sido invadido a menudo. Y, desde su creación como Estado moderno en el siglo XVI, ha perdido las guerras contra sus vecinos, así como territorios. Solo ha realizado con éxito algunas incursiones, algunas razias, por ejemplo contra Delhi en 1739 o Tbilisi en 1795. El reino persa, que era a la vez iraní y chií, rodeado de poblaciones turcas o árabes, suníes o cristianas, no buscó conquistar territorios exteriores, sino que solamente quiso conservar su influencia en las zonas tapón que rodean la meseta iraní: la orilla oriental del Tigris, Transcaucasia, el mar Caspio, la estepa turcomana, las provincias de Herat y de Helmand en Afganistán y, por supuesto, el golfo Arabo-Pérsico.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el Ejército del sha tenía como principal misión hacer frente a una hipotética agresión soviética. La política militar de la República Islámica se inscribe en esta estrategia defensiva, por necesidad –el embargo relativo al armamento la priva de todo tipo de material moderno: misiles, aviación, tanques, artillería…–, pero sobre todo por conformidad con la tradición nacional. Las Fuerzas Armadas, concebidas para una guerra asimétrica defensiva, en torno a fuerzas populares y milicias, no cuentan con la capacidad de proyectarse hacia el exterior de forma permanente. Por lo tanto, Irán es nacionalista pero no imperialista –lo que implica igualmente disponer de medios defensivos eficaces.
Los excombatientes de la guerra contra Irak, que poseen el poder hoy en día y controlan las administraciones, mantienen vivo el recuerdo de los daños causados por los misiles iraquíes en los centros urbanos. Por eso han priorizado la producción de artefactos balísticos, sobre todo porque los países vecinos disponen de un arsenal infinitamente más poderoso y eficaz, proporcionado por los países occidentales. El consenso nacional en este ámbito es aún mayor que en el nuclear.
A pesar de las disensiones sobre la necesidad de poseer el arma atómica, la población se mostraba unánime al considerar que el país tenía derecho a decidir. La elección de la diplomacia para resolver la crisis de la cuestión nuclear amplió con éxito el ámbito de aplicación del espíritu de resistencia. Irán se muestra bastante orgulloso de haber obligado a grandes potencias a negociar en pie de igualdad y sobre un asunto importante. En la actualidad, las autoridades no dejan de afirmar su adhesión a las leyes internacionales y buscan el apoyo de la Unión Europea, de Rusia y de China para contrarrestar el viraje de Estados Unidos.
Antigüedad de las redes libanesas
El principal adversario de la nueva política de apertura sigue siendo ese antiguo nacionalismo que hace preferir la derrota, el “martirio” y el repliegue sobre sí mismo a una victoria que implicaría el contacto con otros mundos. Pero el temor al desorden y a la guerra que causan estragos en los países vecinos, al igual que el recuerdo de los dramas de la revolución, favorecen la estabilidad del sistema. Desde su elección en 2013, Rohaní encarna este espíritu de moderación que permite preservar un juego electoral ciertamente muy constreñido, pero real, y el predominio institucional del clero (3).
El Estado iraní moderno fue fundado en el siglo XVI alrededor del chiísmo por la dinastía turcohablante de los safávidas; sin embargo, el islam pasó a ser un factor político marginal en el Irán de los Pahlevi. La joven república, definiéndose como “islámica”, retomaba una herencia que facilitó la unidad contra el sha. Y, aunque el clero y el ayatolá Ruhollah Jomeini orientaron el proceso revolucionario a su favor, tuvieron que considerar la marginalidad de los chiíes iraníes en el océano suní afirmando la unidad de la umma, la comunidad de creyentes, para no bloquear las ambiciones universalistas de la revolución. La oposición radical a Israel fue inmediatamente priorizada como un medio para ser aceptado en el mundo musulmán.
En realidad, nada de esto ha funcionado. Para defender el Estado y resistir ante la invasión iraquí, la República Islámica tuvo que replegarse rápidamente sobre su identidad, a la vez iraní y chií, con el objetivo de encontrar aliados en un archipiélago de territorios dispersos, poblados de minorías étnicas o religiosas. Armenios, tayikos persohablantes de Afganistán e incluso kurdos de Irak que se oponían al poder baazista de Bagdad en los años 1970 formaron parte de este archipiélago, cuyo núcleo esencial estaba constituido por minorías chiíes, a veces heterodoxas, dispersas por el mundo suní árabe o turco (véase la cartografía "Influencias e injerencias de la República Islámica". Esta geografía compuesta por islotes excluye cualquier continuidad territorial y expone al riesgo de un asedio.
El Hezbolá libanés constituye, sin lugar a dudas, la joya de este archipiélago chií. Desde hace varios siglos, la importante comunidad chií libanesa mantiene vínculos estrechos con Irán (4). La Policía del shah, la Savak, ya era muy activa en Beirut en los años 1970 con el fin de apoyar al partido chií moderado Amal y, sobre todo, de controlar a los miembros del clero chií libanés, como el ayatolá Musa Sadr, relacionado con Jomeini. La República Islámica utilizó inmediatamente estas redes libanesas para golpear, a través de tomas de rehenes y atentados, a los países que apoyaban a Irak y cuyas tropas se encontraban estacionadas en el Líbano, como Francia o Estados Unidos. La invasión israelí del Líbano en julio de 1982 tuvo lugar en un momento en el que Irán, vencedor en el frente iraquí, exigía –en vano– a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el reconocimiento de Bagdad como agresor. Fue determinante para incitar a Irán a reforzar sus posiciones en el Líbano, con vistas evidentes a una prolongación de la guerra Irak-Irán.
En ese contexto se formó Hezbolá para constituir un aliado estable con tres funciones: como actor político importante en un país árabe; como fuerza armada capaz de llevar a cabo acciones militares o no convencionales; y como punta de lanza del frente de rechazo a Israel. Se vislumbró con claridad el éxito de esta estrategia con el final de la ocupación israelí del Sur del Líbano en mayo de 2000, la participación de Hezbolá en el Gobierno libanés desde 2005 y su papel central en la guerra de Siria, junto a las fuerzas especiales iraníes y a las milicias chiíes, en apoyo al régimen de Bachar el Asad. Este éxito es realmente el único obtenido por Irán, al cual le cuesta consolidar sus apoyos en las demás comunidades del archipiélago chií.
Los chiíes de Kuwait, de Arabia Saudí o de Bahréin poseen una potente y antigua tradición de oposición política nacional, ilustrada sobre todo por los partidarios del ayatolá kuwaití Mohammad Al-Shirazi. No obstante, aunque se beneficiaron del apoyo del Irán revolucionario, se distanciaron rápidamente del nuevo Estado iraní, cuya injerencia debilitaba su formación de una oposición nacional unificada (5). En Afganistán, Irán apoya desde siempre a los chiíes hazaras, proporcionándoles formación religiosa o militar, así como ayuda humanitaria, en un contexto aún inestable; pero esta población, muy minoritaria, solo constituye un aliado marginal. De la misma manera, debe apoyarse en los persohablantes tayikos suníes para combatir la influencia de los talibanes. Sin embargo, los chiíes afganos, así como los pakistaníes, proporcionaron numerosos milicianos en Siria, representando el conjunto de las fuerzas extranjeras alrededor de una decena de miles de hombres: de ellos, entre 2.000 y 3.000 eran iraníes, provenientes esencialmente de la unidad especial Fuerza Qods. En Yemen, la minoría chií heterodoxa de los zaidinos no tenía ninguna relación con el Irán chií duodecimano, pero la revuelta hutí que los une contra los intereses saudíes ofrecía a Teherán la ocasión de oponerse a la política de Riad en Siria.
Revuelta de la nueva clase media
Las relaciones con Irak son de otra naturaleza, mucho más compleja. Las grandes escuelas religiosas y los lugares santos chiíes se encuentran en las ciudades iraquíes de Nayaf y Kerbala, y no en Qom o en Mashhad. Esta rivalidad entre los chiísmos persa y árabe se ve acentuada por el antagonismo entre los Estados iraní e iraquí y, principalmente, por la oposición del ayatolá Alí al Sistani –muy influyente en Irak– a la doctrina iraní del Guía Supremo (doctrina del velayat-e faqih), que otorga al clero un papel preponderante. El derrocamiento de Sadam Hussein por los estadounidenses en 2003 permitió a Teherán establecer una delicada relación de buena vecindad: apoyo al nuevo Gobierno con mayoría chií, relaciones comerciales intensas, poderosas redes de influencia y de milicias. Esta presencia iraní, a menudo invasiva, se topa con un nacionalismo iraquí aún potente, heredero de un siglo de independencia y de centralismo del partido Baaz y reforzado por los ocho años de guerra (1980-1988) que consolidaron la frontera entre los antiguos Imperios otomano y safávida.
El primer ministro iraquí, Haider al Abadi, aprecia el desarrollo de las relaciones económicas con Teherán y la ayuda tanto de la Fuerza Qods como de las milicias chiíes, apoyadas o controladas por Irán para luchar contra la OEI. Pese a todo, en la actualidad busca afirmar su independencia. La liberación de Mosul fue obra, en primer lugar, de la Legión de Oro del Ejército iraquí, dejando poco lugar a las fuerzas controladas directamente por Teherán. La realpolitik y la prioridad de la defensa nacional de Irán le imponen prudencia; no tiene otra elección más que consolidar su influencia en la zona tapón a lo largo de la frontera, de Basora al Kurdistán, en las ciudades santas del chiísmo, a la vez que busca reforzar un Estado iraquí unificado y estable.
En Siria, casi no hay población realmente chií. Se calificó oficialmente a los alauitas como “chiíes” en la época del presidente Hafez el Asad (1971-2000) para consolidar la alianza entre Damasco y Teherán. El expresidente sirio fue, después de Yasir Arafat, el primer jefe de Estado que acudió a Irán tras la victoria de la República Islámica para sacar a su país del aislamiento. A continuación se mantuvo esta alianza durante todas las guerras regionales y especialmente en el combate contra las fuerzas yihadistas. Irán temía su victoria en Damasco y, más tarde, en Bagdad, lo que habría creado en su frontera un inmenso territorio bajo la dominación directa o indirecta de Arabia Saudí y de las monarquías petroleras.
Las relaciones con el archipiélago chií adquieren importancia en el contexto de una rivalidad exacerbada con Arabia Saudí, preocupada por el aumento de la influencia de Teherán. Irán se benefició, sin haberlo buscado, de la política intervencionista estadounidense en la región –derrocamiento de los talibanes afganos en 2001 y caída de Sadam Hussein en 2003– y, más tarde, de los fracasos yihadistas. Para los iraníes, Riad simboliza la arrogancia de unos regímenes monárquicos que han aprovechado el aislamiento de Irán desde 1979 para construir un imperio económico, mediático y político imponiendo sus perspectivas en toda la región con el apoyo incondicional de los Estados occidentales. Por lo tanto, el conflicto con Arabia Saudí y la lucha contra los takfiris (“excomulgantes”) de la OEI y de Al Qaeda suscitan un amplio consenso, no para apoyar al régimen de El Asad, considerado como incompetente, sino para evitar el asedio saudí prestando apoyo, en Damasco, a un poder amigo, independiente y estable. La victoria contra el califato, aunque pasa por un compromiso a corto plazo con este régimen desacreditado, se vive en Irán como una reacción legítima a una agresión externa comparable al ataque iraquí de 1980.
Parece estar formándose una nueva generación de Guardianes de la Revolución y de milicianos, victoriosos en una guerra proactiva y ya no de “resistencia”. El archipiélago chií, un nuevo instrumento de la política exterior, plantea interrogantes entre los países vecinos, pero también entre los iraníes partidarios de la estricta tradición nacionalista y, sobre todo, entre los partidarios de la apertura, que temen el refuerzo del componente islámico del sistema. También preocupa a los excombatientes de la guerra Irak-Irán y a los revolucionarios de 1979, que ven surgir rivales.
Hoy en día se constata que la socialización de las mujeres, el auge de las jóvenes generaciones y el progreso de la instrucción han cambiado profundamente Irán, que paradójicamente ha pasado a ser uno de los países más secularizados de la región. Aunque el islam institucional sigue estando muy visible y continúa siendo represivo, en la actualidad debe responder a las exigencias de una sociedad en la que la modernidad ya no es el atributo exclusivo de una minoría occidentalizada (6). Tras cuatro décadas, Irán pretende salir, sin importantes crisis, de la experiencia del islam político, en un momento en el que varios de sus vecinos, especialmente tras las “primaveras árabes”, buscan en variantes de este la solución a sus problemas.
La originalidad del caso iraní radica en la existencia de una clase media importante y diversa, reforzada con frecuencia por la República Islámica a su pesar. Una gran parte de la población, abandonada en la época del sha, ha experimentado mejoras en su situación. La guerra irano-iraquí aceleró el ascenso social en las pequeñas ciudades de las periferias y del ámbito rural al movilizar a millones de personas: altos mandos del Ejército, Guardianes de la Revolución y, sobre todo, simples milicianos (basijis). A continuación, todos estos veteranos se beneficiaron de ventajas financieras, sociales o políticas, que les permitieron acceder a la nueva clase media, incluso a las nuevas elites, gracias principalmente a la instrucción pública y a la democratización de la enseñanza superior. Esta nueva clase media, a la vez que se mantuvo vinculada al poder islámico del cual proviene, comenzó a descubrir –y a apreciar– el mundo exterior.
Las revueltas de enero de 2018 en las pequeñas ciudades han dado visibilidad a esta población oculta durante mucho tiempo por la atención exclusiva que los grandes medios de comunicación occidentales han otorgado a la burguesía “occidentalizada” –y minoritaria– de las grandes ciudades, la cual se alzó en 2009 contra el fraude electoral. En 2018, la revuelta moviliza al Irán profundo. Los excombatientes de la revolución y de la guerra Irak-Irán tienen hoy más de sesenta años. No se oponen a la apertura, pero, tal y como solicitó el Guía Supremo Alí Jamenei tras haber aceptado el acuerdo nuclear, quieren continuar “resistiendo” frente a una apertura que no controlan y que amenaza con hacerles perder el poder. Sus hijos siguen inmersos en la cultura de la República Islámica y sufren su control social, mucho más acusado en las ciudades pequeñas y medianas que en las grandes. Masivamente instruidos, componen también las generaciones más numerosas del país, de entre 25 y 40 años. Conocen el mundo exterior mejor que sus padres y se atreven a exigir una mayor justicia social y económica. Comienzan a cuestionar el poder, los métodos y la corrupción de aquellos que gobiernan el país, pero a los cuales están vinculados… Para ellos, no se trata de cambiar de régimen –una ambición por ahora inconcebible por falta de una solución de repuesto–, sino de obtener primero una mejora de las condiciones de vida.
La imperiosa necesidad de un desarrollo económico más rápido choca con dos obstáculos. El primero, que impide cualquier apertura internacional, es la ausencia de una reforma profunda de las estructuras financieras o bancarias y, sobre todo, el peso de una elite económica corrupta. Durante mucho tiempo, este problema ha parecido insuperable para Rohaní, quien debía contentarse con lograr el equilibrio entre las fuerzas presentes y satisfacer a las corrientes conservadoras para preservar el acuerdo nuclear, a la espera de una expansión económica con el levantamiento de las sanciones. No obstante, las protestas de las nuevas clases medias y populares cambian las relaciones de fuerza, suscitando intensos debates entre aquellos que quieren seguir resistiéndose al cambio y los que consideran preferible realizar concesiones para conservar el poder.
El otro obstáculo a la apertura económica es estadounidense. Ciertamente, Trump no ha anulado formalmente el acuerdo nuclear; incluso lo renovó a mitad de enero, pero anunciando que sería la última vez. El Congreso sobre todo ha mantenido y acentuado otras sanciones, no reconocidas por la ONU ni por la Unión Europea, justificadas por la situación de los derechos humanos y por el “terrorismo” (en este caso, el apoyo a Hezbolá). Al violar las leyes internacionales, Estados Unidos prohíbe a las empresas europeas con intereses al otro lado del Atlántico invertir en Irán o comerciar con él. Impide así un auténtico despegue de las relaciones comerciales con Occidente y aviva la impaciencia de la población. Ya que las sanciones estadounidenses vienen motivadas principalmente por el apoyo de Irán a Hezbolá y por su hostilidad a Israel, se elevan numerosas voces, sobre todo entre las generaciones que no han conocido la revolución ni la guerra, para que esta política basada en el archipiélago chií pase a un segundo plano. No obstante, no existe ninguna fuerza constituida ni ningún responsable para llevar a cabo semejante cambio.
Una dinámica de apertura
Tal y como predijo Olivier Roy (7), la política ha ido marginando el islam poco a poco. Los iraníes siguen siendo fieles a su fe, pero se han convertido en republicanos. Un nuevo consenso a favor de la apertura del país acerca hoy en día a los diversos componentes de la clase media, incluidos especialmente aquellos que respetan la herencia de la revolución, de la resistencia durante la guerra y del islam.
Observar el Irán actual solamente desde la dimensión del chiísmo y de un activismo encarnado por Hezbolá sería un error. Significaría estar ignorando los cambios sociales y políticos de los últimos cuarenta años. Ciertamente, la República Islámica se está convirtiendo en un actor principal en Oriente Próximo y transforma profundamente el orden regional. Pero, ¿acaso no radicaría más bien la fuerza actual del país en la capacidad de atracción de la república, en la socialización de las mujeres, en las capacidades de desarrollo económico o en la influencia de artistas y cineastas? En realidad, el Estado iraní sigue siendo despótico, y las batallas políticas internas están lejos de finalizar, pero los objetivos de la lucha contra el yihadismo parecen imponer que las realidades y las dinámicas se sitúen por delante de los mitos.
La exportación de la revolución islámica, que también incluía ambiciones de independencia, de libertad y de república, se contuvo a comienzos de los años 1980. Pero la dinámica actual de apertura internacional reaviva sus eslóganes, en particular entre Kabul y Beirut, en ese conjunto de “repúblicas” en el centro de las cuales, sin remontarnos a la época abasí, Irán siempre ha ejercido cierta influencia. Por el contrario, entre Omán y Jordania reinan monarquías sobre las cuales Irán realmente nunca ha tenido gran peso. Tras haber resistido para afirmar su identidad islámica y nacional y más tarde haber organizado su red regional de influencia, el país, o con más exactitud su población, busca afirmar su originalidad como potencia económica, industrial y cultural.
Probablemente, la rivalidad con Arabia Saudí sea duradera; pese a ello, para evitar una escalada militar, se habla cada vez más, sobre todo en París, de la búsqueda de un pacto de no agresión comparable a los Acuerdos de Helsinki de 1975 entre occidentales y soviéticos. Ya que estas dos potencias emergentes opuestas en todo también son las únicas capaces de imponer un mínimo de seguridad en la región, ya no solo para garantizar las exportaciones de petróleo y de gas del golfo Arabo-Pérsico, sino también para responder a las aspiraciones de sus sociedades.