El 28 de junio de 2016, Donald Trump pronunció un importante discurso en el que formulaba el programa económico y comercial internacional que aplicaría en caso de resultar electo. El contenido general de su alocución era una crítica acerba contra los políticos estadounidenses, acusados de haber “implementado una agresiva política de globalización, llevándose nuestros empleos, nuestra riqueza y nuestras industrias a otros países”, lo cual conllevó la desindustrialización y la “destrucción” de la clase media en Estados Unidos (EEUU). Al tiempo que criticaba a una “clase dirigente que venera el globalismo en lugar del americanismo”, señaló el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, por sus siglas en inglés), la Organización Mundial del Comercio (OMC), las prácticas económicas chinas y el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) como las principales causas del declive del sector industrial de su país. Justo después, anunciaba que retiraría a Estados Unidos del TPP, que renegociaría el NAFTA, que sancionaría a China –ya que consideraba que “manipulaba” los mercados de divisas–, que emprendería acciones judiciales contra las prácticas comerciales “desleales” chinas, que aplicaría aranceles aduaneros sobre las importaciones procedentes de este país y que “utilizaría todos los poderes presidenciales legítimos para resolver las disputas comerciales [bilaterales]” con Pekín (1).
Por entonces, pocos observadores se tomaron en serio este asalto verbal contra la globalización y la arquitectura institucional del comercio internacional. Después de todo, la elección de Trump parecía improbable y, en caso de que accediera de forma fortuita al poder, probablemente le harían entrar en razón el Tesoro estadounidense y la constelación de agentes económicos con un gran interés en la preservación del “mercado libre” mundial. Las instituciones de gobernanza económica y de seguridad creadas por Estados Unidos en la Conferencia de Bretton Woods en 1944, con el objetivo de perpetuar su posición central, pesarían en la toma de decisiones. Prevalecería la voz de los sectores más internacionalizados del capitalismo estadounidense.
Esas condiciones estructurantes permitían pensar que ningún presidente, ni siquiera uno tan idiosincrásico como Trump, podría distanciarse demasiado de las políticas y de los marcos que durante tanto tiempo han garantizado la hegemonía de Estados Unidos. Ahora bien, esas hipótesis sobreestimaban el peso del capital en la determinación de la trayectoria del mundo y subestimaban las posibilidades políticas originadas con el ascenso de China, que Estados Unidos intenta contener activamente en la actualidad. Este esfuerzo, originado a partir de la idea de que China “representa una amenaza fundamental a largo plazo” (2) –en palabras de Kiron Skinner, directora de planificación política en el Departamento de Estado–, está alterando la naturaleza de las relaciones internacionales y cambiando el curso de la globalización.
Después de 1991, el eje central de la política internacional de Estados Unidos fue la propagación por el mundo del modelo estadounidense de capitalismo de mercado. Bajo la denominación genérica de “consenso de Washington”, el Tesoro estadounidense y el Fondo Monetario Internacional (FMI) implementaron un programa de liberalización, desregulación y privatización mundiales que fue impuesto a finales de los años 1980 y en los años 1990 a los “países en vías de desarrollo” endeudados, y por tanto vulnerables, del África subsahariana y de América Latina. Tras la crisis financiera asiática de 1997-1998, se cuestionaron igualmente los sistemas económicos de los nuevos países industrializados (NPI) de Asia Oriental y de los países en vías de desarrollo de la región. Bajo una fortísima presión externa, las políticas industriales estatistas y la protección de los mercados interiores dieron paso, en diversos grados, a un retroceso del Estado y a una apertura a las inversiones internacionales. Las sociedades multinacionales y transnacionales, que buscaban acceder a unos mercados antes cerrados, promovieron la campaña oficial, fundada más en la coerción que en la persuasión.
Para ellas, el colapso de la Unión Soviética había generado las condiciones para una segunda edad de oro del capitalismo internacional, después de la que tuvo lugar a finales del siglo XIX, interrumpida por la violencia masiva del siglo siguiente. Estados Unidos se había convertido en la única gran potencia y, en los años 1990, los objetivos del Estado y los del capital coincidían en un grado excepcional. Esta configuración era comparable a la simbiosis entre el Estado imperial y el capital en el momento más importante de la internacionalización británica, cuando sus respectivos objetivos de maximización del poder y de la riqueza se vincularon funcionalmente. Esta coincidencia de intereses condujo al Gobierno británico a trabajar para el capital (por la fuerza o por la amenaza del recurso a la fuerza, de ser necesario, como en América Latina, China y Egipto). A su vez, llevó a los inversores privados a doblegarse dócilmente ante los imperativos estratégicos del Estado imperial cuando la situación mundial lo exigía, como, por ejemplo, en el caso de Rusia, donde se dio a entender a los inversores que el equilibrio de fuerzas en Europa prevalecía sobre el beneficio. De manera similar, el Estado estadounidense desempeñó un papel decisivo junto a las empresas multinacionales y los bancos en la instauración y difusión de la liberalización mundial a finales del siglo XX. En palabras del escritor Stephen Walt, profesor de Relaciones Internacionales en Harvard, los dirigentes estadounidenses “vieron en el poder incontestable a su disposición la ocasión de configurar el entorno internacional para seguir mejorando la posición de Estados Unidos y cosechar más beneficios en el futuro”, conduciendo a “tantos países como sea posible a suscribir su visión particular de un orden mundial capitalista liberal” (3).
En aquel momento, las elites políticas y económicas estadounidenses consideraban a China como un aliado más que como un rival y, sin duda, no como una amenaza. La República Popular China (RPC) había hecho causa común con Estados Unidos, a finales de la década de 1960 y en los años 1970, en torno al proyecto de contención de la Unión Soviética. Las relaciones diplomáticas quedaron establecidas el 1 de enero de 1979 y, menos de un mes después, Deng Xiaoping emprendió un viaje de nueve días por Estados Unidos para celebrar el acontecimiento. En esa ocasión, según el periodista de The Guardian Jonathan Steele, el líder chino declaró que China y Estados Unidos tenían “el deber de trabajar juntos (…) [y de] unirse para oponerse al oso polar”. Durante la ceremonia en la Casa Blanca, la bandera roja china ondeaba con orgullo y, mientras sonaba la tradicional salva de diecinueve cañonazos, “una furgoneta de reparto de Coca-Cola rojo intenso pasaba cerca de allí (…), símbolo oportuno de los millones de dólares (…) que los impacientes empresarios estadounidenses [esperaban] amasar gracias al nuevo apetito de China por el comercio, la tecnología y los créditos estadounidenses” (4).
Pekín entra en la economía global
En la década de 1980, China inició una liberalización limitada del mercado interior y una apertura gradual a las inversiones internacionales. En 1986, solicitó la adhesión al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), precursor de la OMC. Más tarde, a comienzos de los años 1990, tras el colapso de la Unión Soviética y una pausa de tres años tras los violentos sucesos de Tiananmén (1989), Deng comenzó a acelerar. Amplió la reestructuración interior y aceleró la internacionalización y la integración del país en la economía mundial. El correlato geopolítico de la integración económica era un compromiso con Estados Unidos para evitar enfrentamientos susceptibles de comprometer la transición. Esta decisión se verificó en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde China evitaba obstaculizar la acción diplomática de Estados Unidos (5). Este último, por su parte, intentaba integrar a Pekín en las disciplinas institucionales y comerciales de la economía mundial occidental, cuyas reglas y obligaciones se fijaban en Washington (Estados Unidos impuso unas estrictas condiciones para la admisión de China en la OMC, que no se hizo efectiva hasta el 11 diciembre de 2001). Partiendo del postulado de que las libertades económicas y políticas estaban necesariamente imbricadas, y actuando desde una posición de fuerza, las elites estadounidenses valoraron que así podrían configurar la trayectoria china en estos dos planos.
A lo largo de su apertura, China se convirtió en un destino cada vez más importante para la inversión extranjera directa (IED). Las entradas netas fueron, de media, de 2.200 millones de dólares al año (en dólares internacionales corrientes) entre 1984 y 1989, de 30.800 millones de dólares al año entre 1992 y 2000, y de 170.000 millones de dólares al año entre 2000 y 2013. Pese a que la RPC pretendía utilizarlas para adquirir tecnologías y savoir-faire, la mayor parte de las inversiones estaban inicialmente destinadas a sectores de débil valor añadido, como el textil, o a industrias de transformación, como el ensamblaje de equipamientos eléctricos y electrónicos con componentes fabricados fuera de China, para empresas mundiales que poseían los derechos de propiedad intelectual sobre los productos. Observadores críticos como Yasheng Huang, profesor de Gestión Internacional en la MIT Sloan School of Management, constataron por entonces que había “pocas pruebas de que las entradas de IED en China encarnaran muchas tecnologías (…), pues la brecha tecnológica que se percibía entre los países inversores y China generalmente era como de veinte años” (6). Las ganancias de China en las cadenas de valor eran débiles, mientras que las ganancias de las sociedades transnacionales eran enormes (véase el recuadro). China parecía estar enredada en unas estructuras de dependencia.
La situación evolucionó a partir de finales de los años 2000 y hoy en día es sensiblemente diferente (7). La apropiación tecnológica, mediante transferencias obligatorias para los inversores extranjeros, y la modernización industrial intersectorial llevada a cabo por el Estado han permitido a China progresar regularmente en muchos sectores industriales, captando una parte creciente del valor añadido. Esos avances y el peso económico y político del país en Asia Oriental empezaron a suscitar serias inquietudes en Washington y en otras capitales occidentales. En 2011, Barack Obama anunció el “pivote” de la política estadounidense con respecto a Asia. A continuación, en su discurso sobre el estado de la Unión de 2015, declaró: “China desea establecer las reglas de la región con el crecimiento más rápido del mundo. Eso pondría a nuestros trabajadores y nuestras empresas en desventaja. ¿Por qué deberíamos dejar que eso ocurra? Somos nosotros quienes deberíamos establecer esas reglas”.
Para frenar el ascenso de China, la Administración actual ha decidido ir mucho más lejos librándose de todas las reglas. Apoyada por el Congreso y por el aparato de seguridad nacional, presenta a China como una grave amenaza. Estados Unidos ve en este un país enorme que se ha vuelto demasiado rico con demasiada rapidez –el producto interior bruto (PIB) por habitante pasó de 194 dólares en 1980 a 9.174 dólares en 2015 (en dólares de 2010)–. Ve un Estado fuerte que ha alentado y guiado el desarrollo de conglomerados industriales nacionales, en particular en los sectores de las telecomunicaciones, los transportes marítimos y los trenes de alta velocidad, y que dedica una parte creciente del PIB a la investigación científica y técnica: más del 2% en 2016 frente al 0,6% en 1996, mientras que la ratio estadounidense es del 2,74% y la de Francia del 2,25%. Ve a un país en proceso de modernización de su Marina, inmerso en una fase de expansión económica internacional mediante sus nuevas “rutas de la seda” (Belt and Road Initiative, BRI), cuyo componente marítimo ha permitido a día de hoy la compra, la construcción o la explotación de 42 puertos en 34 países. Estados Unidos sabe que China acusa todavía un retraso cualitativo importante en relación con él en la mayoría de los ámbitos técnicos sensibles, pero le preocupa profundamente que, como Japón en los años 1970 y a comienzos de los años 1980, China está alcanzando su nivel rápidamente.
Según publica Financial Times, Washington “intenta ahora activamente contener el aumento de poder de China” (8) antes de que sus esfuerzos de modernización logren madurar. John Mearsheimer, investigador pragmático en relaciones internacionales y ferviente partidario de la contención, sostiene que Estados Unidos debería hacer todo lo posible por impedir el resurgimiento chino y por que “la economía china se desplome” antes de que China se convierta en un “Hong Kong gigante” (9). Para ello, Estados Unidos reduce el acceso de las importaciones de origen chino al mercado estadounidense (guerra comercial), excluye a las empresas chinas de los sectores de alta tecnología en los que EE UU dispone de una ventaja cualitativa, cuestiona las reivindicaciones territoriales de Pekín en el mar de China Meridional alegando que su acceso a las islas sería una “amenaza para la economía mundial” (10) –según Rex Tillerson, secretario de Estado estadounidense de febrero de 2017 a marzo de 2018–, impone estrictos controles para los visados de estudiantes extranjeros y controles de seguridad a todos los estudiantes chinos titulados.
Las enérgicas medidas jurídicas y normativas adoptadas por Washington contra el conglomerado de telecomunicaciones Huawei, el mayor proveedor mundial de equipamientos para redes inalámbricas, constituyen los primeros pasos decisivos en esta iniciativa. La Administración preconiza una prohibición mundial de la participación de Huawei en la construcción de infraestructuras 5G, con resultados moderados. El 1 de diciembre de 2018, Canadá arrestó a Meng Wanzhou por petición de Estados Unidos. La directora financiera de Huawei fue acusada de fraude bancario y de conspiración con intención de cometer fraudes por supuestamente haber violado las sanciones estadounidenses contra Irán y haber robado secretos comerciales, y ella se enzarzó en una batalla jurídica contra su extradición. Tal y como señala con inquietud Financial Times (20 de mayo de 2019), “la decisión estadounidense de incluir a la joya de las telecomunicaciones chinas en su lista de entidades con las que las empresas estadounidenses no pueden comerciar si no obtienen una licencia gubernamental marca un momento crucial para la industria tecnológica mundial. Señala el inicio de una guerra fría entre Estados Unidos y China (…). Las últimas medidas estadounidenses parecen concebidas para paralizar o aplastar a una de las primeras empresas tecnológicas chinas que se han vuelto competitivas a escala mundial (…). Se trata de un esfuerzo con vistas a disociar los sectores tecnológicos estadounidense y chino, lo cual entraña una bifurcación de esta industria mundial”.
En efecto, Estados Unidos busca desarticular las cadenas de producción y de valor transnacionales, que benefician cada vez más a China y que han sido una de las características esenciales de la globalización de finales del siglo XX. La guerra comercial impulsada por Washington está dirigida tanto contra las sociedades transnacionales que han hecho de China una plataforma de ensamblaje y de producción como contra Pekín. Las autoridades estadounidenses consideran que “se ha desplazado hacia China una parte demasiado importante de la cadena de abastecimiento” (11) y que las multinacionales que han invertido en China, ya sea directamente o a través de la construcción de redes de subcontratación en varios niveles, forman parte del problema. EE. UU. considera las actividades cosmopolitas de esas empresas como antipatrióticas –un argumento que tiene una extensa genealogía en el pensamiento nacionalista–. El profesor de Ciencia Política Samuel Huntington, conocido por su teoría del “choque de civilizaciones”, proporcionó una sucinta formulación a este respecto en 1999 cuando denunció a “los liberales y los académicos”, así como a las “elites económicas” que alimentan “sentimientos antinacionales” y apoyan un “cosmopolitismo [que erosiona] la unidad nacional” por abajo y por arriba. Expresaba su deseo de un “nacionalismo robusto” cimentado en una trinidad nacionalista: Dios, nación y fuerzas armadas (12).
La esperanza de la Administración, pero también de los altos responsables del Partido Demócrata y del aparato de seguridad, es que un conflicto comercial duradero asociado a regímenes de seguridad restrictivos suponga unos costes prohibitivos para las empresas transnacionales, lo que las empujaría a desvincularse de China y a poner fin a las transferencias de tecnología y a otras formas de cooperación comercial, como la venta de microchips a Huawei por parte de las empresas estadounidenses Intel y Micron. Esto afecta a las empresas no estadounidenses, ya que el alcance de las leyes y regulaciones estadounidenses es global: se aplican a todos los productos o procesos que incluyan componentes fabricados en Estados Unidos o a derechos de propiedad intelectual asociados. En el futuro, podrían aplicarse a todas las empresas que empleen el dólar en sus transacciones, tal y como lo demuestra el caso del bloqueo mundial actual de Irán decidido por Washington.
Los resultados no se han hecho esperar: la taiwanesa Foxconn (Hon Hai Precision Industry), gigante encargado del ensamblaje en China de los productos de Apple y de otras grandes marcas de la electrónica, anunció en abril de 2019 planes de diversificación de su cadena en dirección a la India y Vietnam (dos países rivales de China) para protegerse de futuras perturbaciones en las cadenas de abastecimiento asiáticas. Desde febrero, sesenta y seis sociedades taiwanesas han comenzado a repatriar su producción de la China continental a Taiwán, con el apoyo de un programa incitativo del Gobierno de Taipéi (13). Decenas de empresas estadounidenses y japonesas se desvinculan de China para dirigirse hacia México, la India y Vietnam. Según un estudio reciente, de las principales doscientas sociedades estadounidenses activas en China, 120 están revisando o van a revisar sus cadenas de abastecimiento durante los próximos meses (14). El proceso se acelerará si la Administración de EEUU intensifica la guerra comercial. Según el banco Morgan Stanley, el coste del iPhone XS aumentaría 160 dólares si Estados Unidos aplicara aranceles aduaneros disuasorios sobre el conjunto de las exportaciones “chinas” (15).
Poder frente a beneficio
Los neomercantilistas estadounidenses esperan volver a llevar una parte de las cadenas de fabricación a Estados Unidos, algo que la Administración reclama con insistencia, sin resultados tangibles hasta ahora. Las empresas transnacionales –en particular, aunque no solamente, las empresas sin fábricas, como Apple o Nike– necesitarían importantes incentivos para hacerlo. El desmantelamiento de sus plataformas chinas sería un proceso costoso y arduo. Más aún, la relocalización en Estados Unidos reduciría considerablemente sus márgenes de beneficio. No obstante, la voluntad política parece firme. En una entrevista en la CNBC el 10 de junio de 2019, Trump criticó a la Cámara de Comercio estadounidense por su apoyo expreso al mantenimiento de las relaciones comerciales con China, y declaró que impondría aranceles aduaneros del 25% sobre todas las importaciones de origen chino (frente a aproximadamente la mitad de las importaciones actualmente sujetas a los nuevos aranceles) si ese país no respetaba las exigencias de Estados Unidos. Según Trump, eso obligará a las empresas estadounidenses “a trasladarse a otros lugares (…). [Acudirán] a Vietnam o a alguno de los otros muchos países posibles, o bien fabricarán sus productos en Estados Unidos, [mi opción] preferida” (16). Sobre este punto, el presidente goza del apoyo de los senadores del Partido Demócrata, cuyo líder, Chuck Schumer, exige una posición de gran firmeza frente a China (17).
Así pues, se ha establecido una nueva tensión entre las partes más internacionalizadas del capital y el Estado. Contrariamente a la Unión Soviética, que se encontraba fuera de la economía capitalista mundial, China se ha convertido en uno de sus componentes esenciales. El capitalismo, útilmente redefinido por Fernand Braudel como “la planta superior” de las actividades económicas, donde el comercio de larga distancia genera los beneficios más elevados, florece en el espacio global y no en los mercados segmentados según líneas nacionales. Esta planta, que Braudel distingue de los mercados locales de la “planta baja”, exige una economía mundial abierta que el capital pueda atravesar sin obstáculos. Salvo excepciones importantes, como el sector de la defensa y la industria de los hidrocarburos, estrechamente ligados al Estado, los elementos clave del capital poseen un alcance y unos intereses mundiales. La situación actual obliga, pues, a reexaminar la hipótesis liberal según la cual el grado de interdependencia alcanzado a finales del siglo XX había inducido a un cambio de fase irreversible en las relaciones sociales mundiales. Cuestiona también las perspectivas neomarxistas que contemplaban el surgimiento de una “clase dominante transnacional” que trascendería definitivamente la política y el Estado (18).
Sería ingenuo pensar que China cederá bajo la presión. El pasado 30 de mayo, The Global Times, un periódico que generalmente refleja la línea oficial china, escribía: “China está preparada para una batalla comercial a largo plazo con Estados Unidos. Con respecto al año pasado, cuando Estados Unidos dio comienzo a la guerra comercial, la opinión pública china se muestra más favorable a que el Gobierno adopte contramedidas severas. Cada vez más chinos creen que el propósito real de ciertas elites de Washington es arruinar las capacidades de desarrollo de China y que esas personas han secuestrado la política de Estados Unidos para con Pekín”. En ambos lados, la búsqueda de poder parece prevalecer sobre la búsqueda de beneficio. Las interacciones entre los nacionalismos estadounidense y chino bien podrían poner fin a la globalización tal y como la conocemos.