—No cierre la ventana, por favor.
Lo dije así, suavemente, con un simple susurro. Pero Svetlana me fulminó con la mirada. La enfermera era ella. Ella ostentaba todos los derechos sobre esta habitación y el enfermo que la ocupaba. El número de almohadas, su posición bajo su cabeza, la manta de más, el edredón de menos, eran obra suya. Esta habitación de agonía se había convertido en suya. Ella decidía sobre sus noches y sus días. Era ella la que encendía la lámpara del techo o la de la mesita de noche. Era ella la que se apoderaba del calor o del silencio. Era ella la que había requisado el mando del televisor.
—Hay demasiado ruido en la calle —protestó Svetlana.
—No hay suficiente —sonreí.
Hacía diez años que la anciana moldava se ocupaba de mi padre. A él le gustaba mucho, ella lo soportaba. Se las apañaba, como la tía de (...)