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Un cumpleaños no muy feliz

El Consejo de Seguridad cumple 75 años, ¿sirve para algo en el siglo XXI?

Ante la incapacidad de reformar un instrumento obsoleto para preservar la paz quizá la solución pase simplemente por su abolición.

por Enrique Yeves, octubre de 2020

El 24 de este mes de octubre se cumplirán 75 años desde que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial fundaran las Naciones Unidas (ONU) para que sirviera como cimiento del nuevo “orden” político internacional, que sigue vigente a pesar del muy diferente contexto geopolítico actual. Al igual que la Sociedad de Naciones fue impulsada a raíz de la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) dio paso a un nuevo orden internacional, consagrado con el nacimiento de la ONU el 24 de octubre de 1945. Del fracaso de la Sociedad de Naciones, los miembros fundadores extrajeron una importante lección: el sistema correría la misma suerte si las grandes potencias no formaban parte de él. Este nuevo órgano supranacional tenía que incluir a las dos grandes potencias del momento, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos. Para asegurar su participación, los fundadores garantizaban la máxima protección de su soberanía nacional. Solo con ciertos privilegios, como el derecho a veto en el Consejo de Seguridad, las grandes potencias formarían parte de este nuevo orden. Este asunto, que hoy despierta muchas críticas, fue clave para dar inicio a la ONU. Sin esta capacidad, los países vencedores nunca hubieran apostado por la creación de un sistema global.

La filosofía de la ONU se refleja y está regulada por la Carta de las Naciones Unidas, que sentó la base legal y jurídica de la organización, en la que destaca el explosivo Capítulo VII, el más polémico de todos, que decide cuándo utilizar la fuerza militar en caso de amenaza a la paz, a través del Consejo de Seguridad, el poder más importante del que goza la ONU.

El Consejo de Seguridad es, sin duda, el órgano que más ha condicionado la política internacional en los últimos 75 años, el único que tiene el poder de autorizar acciones militares. Creado al fundarse la ONU en 1945 con el objetivo de reconstruir la paz y prevenir nuevos conflictos, entre los instrumentos que contempla para mantener la paz está la fuerza militar, y este poder es el que tanto preocupa a los países. Todos quieren poder tener voz y voto a la hora de poner en marcha acciones militares y tener el poder de vetarlas. Sin embargo, solo los cinco grandes privilegiados cuentan con una silla permanente en el Consejo y con el codiciado derecho a veto: China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia. Aunque se toman otras muchas decisiones, lo más importante es que estos cinco países pueden decidir cuándo se interviene militarmente en un conflicto.

El diseño de 1945 perseguía mantener el peso político y militar de las grandes potencias en el recién estrenado nuevo sistema internacional. En 1965 se tomó la primera acción para mejorar la representatividad y acordaron añadir otros cuatro miembros no permanentes. Desde entonces, el Consejo cuenta con 15 miembros: los 5 permanentes y 10 miembros no permanentes, que van cambiando cada dos años. Aunque han cedido parte de su poder al aceptar la participación de un mayor número de países, los cinco grandes han frustrado cualquier intento de quitarles su mayor poder, el derecho a veto.

Los fundadores de la ONU confiaron en el privilegiado derecho a veto para asegurar la necesaria cooperación entre las cinco grandes potencias después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es curioso comprobar cómo en la Carta de la ONU no aparece en ningún momento la palabra “veto”. Únicamente se afirma que las decisiones del Consejo de Seguridad sobre “cuestiones de procedimiento” pueden tomarse mediante el voto afirmativo de, en líneas generales, el 60% de sus miembros (es decir, 7 de los 11 en las primeras décadas, y 9 de los 15 después). Se añade que “las decisiones del Consejo de Seguridad sobre todas las demás cuestiones serán tomadas por el voto afirmativo de todos los miembros permanentes”.

Aquí reside, expresado de forma bastante opaca, el derecho a veto. Las resoluciones del Consejo, que son vinculantes, no prosperarán si uno de los 5 miembros permanentes califica el asunto como algo más que una cuestión de procedimiento y vota en contra.

Es fácil comprender que el veto tenía sentido en 1945, dado el clima de desconfianza mutua de después de dos grandes guerras, y debido al equilibrio de poderes de entonces. Incluso podemos llegar a pensar que la fundación de la ONU nunca se hubiera dado si estos cinco países no hubieran contado con este privilegio. Sin embargo, en el siglo XXI es difícil aceptar que la organización se sustente sobre unos Estados más privilegiados que otros y que, además, concentran el poder en Occidente.

Los conflictos y las crisis durante la Guerra Fría debilitaron el Consejo y limitaron su actividad. Muchos de los conflictos armados que se dieron durante la Guerra Fría quedaron totalmente desatendidos por el Consejo de Seguridad. No hubo intervenciones en Afganistán, Mozambique, Burma/Myanmar, Sudán, Uganda ni la guerra de Vietnam. Esta tendencia no ha cambiado demasiado recientemente: aunque la actividad del Consejo ha aumentado, tampoco ha prestado atención a los conflictos desencadenados en Argelia, Chechenia, Mindanao, Sri Lanka, ni al conflicto kurdo en Turquía.

Otra de sus limitaciones es que ha actuado con una tardanza descomunal ante graves conflictos. Por ejemplo, tardó ocho años en intervenir en la guerra entre Irán e Irak en 1980, y solo lo hizo cuando ya había alrededor de un millón de víctimas, y entre uno y dos millones de personas desplazadas. Incluso terminada la Guerra Fría y con un ambiente más amigable entre los 5 miembros permanentes, algunos retrasos fueron inaceptables. Las guerras de Sudán (1996) y de Afganistán (1999) tuvieron que prolongarse veinte años y dejar los países prácticamente arrasados para que el Consejo interviniera.

Por otra parte, las Operaciones de Mantenimiento de la Paz, la actuación más visible del Consejo, que no estaban previstas en la Carta de la ONU, nacieron en 1956 como nuevo mecanismo de intervención de la ONU para la paz. La primera operación oficial se estableció para resolver el conflicto entre Egipto e Israel en el Canal de Suez. Desde entonces, ha habido más de 70 operaciones, y actualmente unas 100.000 personas participan en las 13 activas, la mayoría en África y Oriente Próximo.

El apogeo de las Operaciones de Paz tuvo lugar durante 2009-2010, con más de 100.000 Cascos Azules desplegados en todo el mundo. Pero todo este entramado se derrumbó cuando las tres grandes operaciones de mantenimiento de paz en marcha fracasaron estrepitosamente a la vez: Somalia, Ruanda y Bosnia, un conjunto de desastres conocido como “el triple desastre de las operaciones de mantenimiento de paz” (triple peacekeeping disasters).

La mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad entraron en el siglo XXI con mucha cautela. El entonces secretario general de la ONU Kofi Annan intentó impulsar los grandes retos mundiales a través de los Objetivos del Milenio (ODM) en la Cumbre del año 2000 (que serían ampliados en el 2015 con los ambiciosos Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, de la agenda 2030). En este contexto, el Consejo de Seguridad no era sino uno más de los actores, sin duda un actor vital, pero uno más.

Este papel secundario duró poco tiempo. Todo cambió cuando se produjeron los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El atentado restauró, temporalmente, el consenso y la unidad en el Consejo de Seguridad. Todos sus miembros reconocieron el derecho estadounidense a la defensa propia, y aprobaron intervenir en Afganistán. Sin embargo, la unidad se evaporó tras la intervención en Irak (2003), que formaba parte del programa de “Guerra contra el terrorismo” (War on Terror) del presidente estadounidense George Bush, que dejó bien claro que EEUU usaría su derecho de autodefensa para intervenir militarmente en Irak y declaró que EEUU actuaría unilateralmente contra cualquier posible ataque, sin tener en cuenta la resolución del Consejo, a pesar de que no había vinculación alguna de Bagdad con los atentados del 11-S.

Una reforma imposible

Desenredar el nudo gordiano de la reforma del Consejo de Seguridad es cada vez más apremiante: en ello se juega la ONU gran parte de su credibilidad. Sin embargo hasta ahora todas las tentativas han fracasado. Se ha intentado en distintas ocasiones. La primera fue en 1965 y tuvo como resultado la ampliación de su número de miembros. Todas las propuestas de cambio giran en torno a la eliminación del derecho a veto, algo que rechazan de manera sistemática los países que gozan de él; y a aumentar el número de miembros que podrían tener el veto o, al menos, participar como no permanentes.

Lo que está claro es que no hay una representación geográfica equilibrada entre los países poderosos. Cada vez que se habla de integrar a un representante de América Latina, África o Asia, el problema es qué país elegir, y los “anticuerpos geográficos” que se generan en cada uno: en América Latina, el lógico aspirante sería Brasil, pero las otras potencias de la zona –Argentina y México– se oponen. En Asia ocurre lo mismo: cuando se habla de integrar a Japón, inmediatamente China y la India se manifiestan en contra. En África es todavía más complicado: se hablaba de Egipto y Sudáfrica, e inmediatamente reaccionan los demás, con Nigeria a la cabeza. En Europa, países como Italia o España bloquean denodadamente la entrada de Alemania: ninguno quiere quedarse fuera de la “Champions League” de la diplomacia internacional.

El último intento serio de reforma del Consejo tuvo lugar hace una década (2009), cuando el entonces presidente de la Asamblea General de la ONU, el excanciller nicaragüense Miguel d’Escoto, intentó infructuosamente unas negociaciones que se vieron sepultadas por el estallido de la crisis financiera mundial (1).

El resultado final es que el Consejo de Seguridad sigue prácticamente inalterable desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los pasos para reformarlo están congelados, y la institución carga importantes problemas de imagen y credibilidad que ensombrecen la imagen de toda la Organización de las Naciones Unidas. Lo más grave es que la institución que goza de peor reputación sea precisamente aquella que se encarga de materializar la verdadera razón de ser de la ONU, que es preservar la paz.

En este contexto, ¿tiene sentido mantener al inoperante e inefectivo Consejo de Seguridad en pleno siglo XXI? Por poner un ejemplo reciente, este año el dividido Consejo fue incapaz de reaccionar o acordar una simple resolución sobre la covid-19 mientras sus miembros se acusaban entre sí en lugar de buscar una solución global a la pandemia en un patético espectáculo mientras millones de personas perecían en todos los rincones del mundo.

Ya que es imposible reformarlo, quizá la solución pase por su eliminación. Dicho de otra forma, ¿qué ocurriría si simplemente se eliminase hoy el Consejo de Seguridad? ¿Sería más inseguro el mundo? Toda reforma seria de las Naciones Unidas de cara al futuro debe tener en cuenta esta espinosa cuestión. Y quizá la solución más sencilla pase por la abolición de un Consejo de Seguridad que no representa la geopolítica del siglo XXI ni es efectivo en la preservación de la paz.
© LMD EN ESPAÑOL

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(1) nrique Yeves, El Año que Vivimos Atrevidamente. La Presidencia de Miguel d’Escoto en la Asamblea General de la ONU, Ediciones Global, 2015. Ver capítulo 3 “Enredados en la maraña del Consejo de Seguridad”.

Enrique Yeves

Periodista especializado en temas relacionados con la ONU.