En un libro publicado en 2012, Dani Rodrik, uno de los economistas más presentes en los debates públicos en Estados Unidos, planteaba lo que él llamaba un “trilema” político fundamental: es imposible defender simultáneamente la democracia y la soberanía nacional, por un lado, y la globalización económica y financiera, por el otro. Después de otros múltiples ejemplos de esta incompatibilidad, el proyecto de Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (UE) –más conocido por sus siglas en inglés CETA– constituye un caso paradigmático.
Por regla general, los actores de este tipo de acuerdo son exclusivamente los Gobiernos en simbiosis con las sociedades transnacionales. En la UE es la Comisión Europea la que, en nombre de estos, desempeña el papel principal. Pero, en el caso del CETA, otros dos actores institucionales, apoyados por importantes movimientos sociales, arrojaron un puñado de arena al proceso: el Parlamento de la región belga de Valonia y su (...)