Para un responsable político, ser capaz de dar nombre a un fenómeno y, más tarde, imponer su uso en el debate público también es situarse en una posición ventajosa en la construcción de una relación de fuerzas con sus adversarios. Con este fin, batallones de especialistas se movilizan para proporcionar a los partidos y a los Gobiernos planes de comunicación listos para su uso.
En los métodos y las técnicas utilizados por estos profesionales, no hay diferencias fundamentales entre la campaña de lanzamiento comercial de un producto y la campaña electoral de un candidato. Pese a todo, en la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea (UE), el ámbito político sigue contando con sus especificidades, en particular, la especial atención que se presta a las palabras: formulaciones impactantes, eslóganes, títulos, fórmulas lingüísticas, argumentarios, etc.
Es, en particular, el caso de Francia, donde, tradicionalmente, los dirigentes políticos también están obligados a ser hombres y mujeres adeptos a la lectura y a la escritura, autores de libros que disfrutan citando a este o a aquel poeta o filósofo en sus discursos. Uno de los principales reproches que François Ruffin, diputado del movimiento La France Insoumise (“La Francia Insumisa”) –cercano a Podemos–, hace a Emmanuel Macron es no haber escrito ni un solo libro… Por el contrario, todo el mundo reconoce que el presidente francés se ha convertido en un experto en manipular el vocabulario, como lo demuestra su referencia permanente a una supuesta división entre “progresistas” (de quienes sería su líder autoproclamado) y “populistas”, que estructuraría el paisaje político francés. Pero no solo el francés, puesto que intenta trasladar esta pseudodivisión al nivel de la UE con motivo de las próximas elecciones al Parlamento Europeo.
Es precisamente en este nivel transnacional donde el poder de denominación tiene el mayor impacto y nos proporciona la mayor cantidad de información sobre la naturaleza y el funcionamiento del proyecto europeo. Se trata de la utilización de la expresión “los europeos” y, esta vez, el actor inicial es el sistema mediático. Los dirigentes no han hecho más que seguirlo. Recientemente, cuando algunos Gobiernos de Estados miembros de la UE han querido tomarse libertades con respecto al “círculo de la razón” de Bruselas y de Fráncfort –incluso aunque inscribieran su acción en el marco de los tratados europeos–, han visto cómo se erigía en su contra el frente del rechazo de los otros veintisiete Gobiernos y de las instituciones de la UE, con la Comisión a la cabeza. Es a este bloque al que los medios de comunicación denominan “los europeos”, cuya consigna podría ser “Todos contra uno”.
Algunos objetarán que se trata de una simple comodidad lingüística utilizada por periodistas apresurados. Sin embargo, el simple hecho de que se generalice y de que ninguna institución comunitaria ni ningún Gobierno advierta a las opiniones públicas sobre lo que se asemeja a un deterioro de la ciudadanía europea muestra que concuerda con la percepción que muchos ciudadanos tienen de la UE: una instancia castigadora que no tolera las diferencias.
En 2015, “los europeos” consiguieron fácilmente que la Grecia de Alexis Tsipras capitulara. La tarea parece más difícil con el brexit de Theresa May… Otros miembros de la UE seguramente pongan en marcha algún día iniciativas que les conduzcan a sentarse también en el banquillo de los acusados frente al tribunal de “los europeos”. Entonces podrán recusar a sus jueces recordando que, aunque la UE cuenta con cuatro símbolos oficiales, solo se conocen tres: el euro, el himno (El himno de la alegría de Beethoven) y la bandera azul con estrellas amarillas. Queda el cuarto: la divisa “La UE unida en la diversidad”. Visiblemente, no es una fuente de inspiración para “los europeos”…