Durante la primavera de 2016, los periodistas de derechas le otorgaron gran relevancia a una encuesta de Bloomberg que preguntaba a los estadounidenses si sentían más simpatía por Benjamín Netanyahu o por Barack Obama. Los republicanos prefirieron al Primer Ministro israelí antes que a su propio Presidente por una amplia mayoría (el 67% frente al 16%). Muchos simularon sorprenderse de que su país hubiera llegado a ese punto, mientras que algunos cronistas de radio ultraconservadores no dudaron en expresar su admiración por Netanyahu. A Rush Limbaugh le hubiera gustado ver “la misma fuerza moral y la misma claridad ética al frente de Estados Unidos”; Mark Levin, otro cronista, describió al Primer Ministro israelí como el “líder del mundo libre”.
El único programa de radio conservador que me gusta escuchar lo presenta Dennis Prager. Obviamente, Prager no aprecia a los demócratas y afirma estar convencido de que “las diferencias que oponen a la izquierda y a la derecha en la mayoría de los temas importantes son insalvables”. Sin embargo, algo raro en un cronista de derechas, con frecuencia les invita a debatir en su programa. Su reacción, amablemente exacerbada, con respecto al duelo Obama-Netanyahu fue de las menos benévolas: “Los que se niegan a oponerse al mal se resienten con los que se atreven a hacerlo”.
Prager es judío, pero la mayoría de sus oyentes son cristianos. En el transcurso de los años he escuchado a muchos de ellos decirle, a menudo con un fuerte acento sureño, que él era el primer judío con el que hablaban. El verano pasado anunció que tenía planeado participar en un viaje de apoyo a Israel, llamado “Stand with Israel Tour”. Por la módica suma de 5.000 dólares, cualquiera se podía unir al cronista y a sus oyentes más fieles en un periplo organizado por uno de los territorios más santos y más disputados del mundo. El objetivo, según Prager: recordarle a Israel que podía contar con amigos fieles en Estados Unidos.
La derecha religiosa estadounidense no siempre ha sentido especial devoción por Israel, y mucho menos por los judíos. Una buena parte de los fundadores del movimiento fundamentalista cristiano no escondía su antisemitismo. En 1933, el locutor de radio Charles Fuller les decía a sus oyentes que tuvieran cuidado con los judíos, portadores de “una rebelión malvada y obstinada contra Dios”. Otras grandes figuras del fundamentalismo naciente hicieron circular de forma activa Los protocolos de los sabios de Sion.
En 1981, el primer ministro israelí Menahem Begin se alió públicamente con los cristianos evangélicos, cuya determinación manifiesta de convertir a los judíos al cristianismo había espantado a los israelíes durante mucho tiempo. Begin fue el primero en observar que la derecha israelí y los cristianos evangélicos estadounidenses compartían muchas convicciones, como la oposición al derecho al aborto o la sospecha generalizada hacia el mundo musulmán.
La Christian Coalition, un lobby evangélico fundado en 1989 por el telepredicador bautista Pat Robertson y muy influyente en el Partido Republicano, decidió involucrarse por completo a favor de la causa sionista. A Robertson le gustaba insistir sobre los delitos del dirigente palestino Yasir Arafat y su “banda de delincuentes”. Con la intención de entender por qué el conservadurismo se había convertido en sinónimo de apoyo incondicional a Israel, mi compañera y yo nos inscribimos en el viaje que promocionaba Prager.
Así, unos meses más tarde, ambos entrábamos en el hall del hotel Leonardo Plaza, en la ciudad israelí de Asdod, para asistir al discurso de bienvenida del célebre locutor. Con el objetivo de conseguir buenos sitios llegamos con 45 minutos de antelación. Pero ya era demasiado tarde. Todo el mundo estaba allí, es decir, 450 participantes de una docena de ciudades estadounidenses y, en su mayoría, de sesenta años en adelante. Como el grupo “Stand with Israelites” excedía la capacidad de un solo hotel, nuestro grupo estaba repartido un poco por todas partes en Asdod, una ciudad costera a veinte kilómetros al norte de Gaza que fue el objetivo de algunos misiles de Hamás durante la guerra de 2014. Observé a los últimos en llegar, que bajaban del autobús y quedaban maravillados, al igual que yo, ante la gran pancarta desplegada sobre la fachada del hotel: “Bienvenido al país de la Biblia”.
Empezó el encuentro. Dennis Prager fue presentado por Reuven Doron, la persona local responsable de las visitas temáticas en torno al Génesis. Este israelí, calvo y robusto, anunció con voz melosa: “Si estamos aquí reunidos, es para apoyar a Israel”. Se escucharon algunos “Amén” por el auditorio antes de que Reuven Doron continuara: “Ustedes son nuestra fuerza, nuestro valor y nuestra profunda alegría”.
A continuación fue el turno de Prager, que se acercó lentamente al micrófono. Parecía un rector universitario con su metro noventa de estatura, con su cabello blanco tirando a rubio, con su pantalón color caqui y su camisa azul a rayas con el cuello desabrochado. Tiene muchas admiradoras, empezando por su tercera esposa, una rubia alta que estaba de pie al fondo de la sala. Prager empezó hablando del “test Israel”. ¿De qué se trata? Consiste en observar “cómo reaccionan las personas con respecto a Israel; es la manera más rápida de entender su manera de pensar”. En otras palabras, el que se atreve a criticar a Israel es un monstruo. El presidente estadounidense, Barack Obama, suspendió el “test Israel” a pesar de que en 2012 le hubiera proporcionado la ayuda militar más importante jamás provista por Estados Unidos. Prager considera el suspenso del secretario de Estado John Kerry más grave aún, porque suele adoptar una postura con matices acerca del conflicto palestino-israelí, “como si todo no fuera blanco o negro”.
El que se atreve a criticar a Israel es un monstruo
Prager continuó: “No imaginan hasta qué punto estoy orgulloso de ustedes, en serio. Estoy muy conmovido. Para serles sincero, cuando tuvieron lugar las agresiones de hace un mes [la “Intifada de los cuchillos”, durante la cual se produjeron una docena de ataques con arma blanca a israelíes en las calles], no sabíamos cuánta gente cancelaría el viaje. Al final, casi nadie lo hizo”.
Más tarde, el locutor insistió sobre el hecho de que no le pagaban por estar ahí. Dijo que creía, además, que todos los padres estadounidenses, tanto cristianos como judíos, deberían mandar a sus hijos a Israel al terminar el instituto. ¿Por qué? “Nuestro mundo ha perdido sus puntos de referencia morales. Si su hijo puede pasar un tiempo en Israel para concienciarse mejor de ello, entrará en la universidad estando ya inmunizado frente a la institución occidental más extraviada de todas en el plano moral”.
Con demasiada frecuencia, los estadounidenses usan a Israel como un prisma para expresar su visión de Estados Unidos. Los demócratas tienden a pensar que los cristianos evangélicos de derechas apoyan a Israel porque su existencia se corresponde con su visión del apocalipsis: una vez que el Pueblo elegido por Dios haya vuelto a tomar posesión del territorio bíblico, empezará la Dispensación final, la rebelión del Anticristo, la Gran Tribulación, el regreso de Jesucristo y el Juicio Final. Por lo tanto, la creación del Estado de Israel en 1948 representó, en muchos aspectos, el Woodstock de los fundamentalistas cristianos. Una encuesta reciente del Pew Research Center sobre el fundamentalismo cristiano estima que el 63% de los cristianos evangélicos blancos cree que la creación de un Estado judío en nuestra época anuncia el cumplimiento de la profecía bíblica del regreso de Cristo. Sin embargo, ninguna de las personas de nuestro grupo con las que hablé parecía estar preocupada por eso. El amor de los cristianos conservadores por Israel, tal y como yo lo observo, parece estar basado en la idea de que Dios Padre tiene dos hijos: Israel y Estados Unidos. Israel, que no es una nación sino un hermano revoltoso, está por encima de la historia, por encima de los muertos y de las guerras que lo constituyeron, por encima de las Naciones Unidas, por encima de los Acuerdos de Oslo, por encima de cualquier moralidad convencional. El que entiende eso aprueba el “test Israel”.
La derecha religiosa estadounidense no siempre ha sentido devoción por Israel
Nos llevaron a conocer Camp Iftach, donde se encontraban, nos dijeron, muchos de los militares que habían estado entre los primeros combatientes que entraron en Gaza durante la guerra de 2014. Un soldado se acercó cargando en sus brazos una ojiva de artillería de un amarillo intenso. Se oyeron exclamaciones de orgullo cuando nos contaron que esa ojiva provenía de Estados Unidos. En el memorial de Black Arrow, unas horas más tarde, nos pidieron que nos agrupáramos alrededor de un joven israelí que acababa de terminar su tercer año de servicio militar. El pelo negro enmarcaba su largo rostro barbudo. Dijo: “No dispongo del porcentaje exacto, pero la mayoría de los palestinos que he conocido quieren verdaderamente vivir en paz”. En los dos años que había pasado en Cisjordania, cada vez que veía cómo algunos palestinos tiraban piedras a los coches, sabía que eran jóvenes desorientados, “sin un objetivo preciso, inmaduros”. Se paró para buscar una palabra en inglés que lo expresara mejor. “¡Golfos!”, dijo alguien. El joven soldado ignoró o no escuchó esa intervención y continuó diciendo que muchos adolescentes palestinos no tenían nada mejor que hacer que lanzar piedras. Añadió: “Es inútil generalizar con respecto a los árabes cuando uno de ellos hace algo mal porque conozco a muchos que quieren vivir en paz”.
Cierto malestar se apoderó de la reunión. Casi se podía escuchar cómo rechinaban los pensamientos de los que rebobinaban la escena para volver a verla en su cabeza. El soldado añadió que la religión desempeñaba un papel importante: “Los extremistas de ambos lados intervienen mucho en el asunto y todo se vuelve muy, muy complicado”.
Una mujer, que por suerte no viajaba conmigo en el autobús, se abrió paso en medio de la multitud. Tenía alrededor de cuarenta años, llevaba unas enormes gafas de sol, una parca, un pantalón de yoga y zapatillas deportivas de colores. “Cuando habla de extremistas de los dos bandos –preguntó–, ¿pone al mismo nivel a los radicales que enseñan a sus hijos desde que nacen a odiar a los judíos y a los radicales de religión judía?”. El soldado asiente. “Pero los judíos no hacen nada de eso –objetó ella agitándose frenéticamente–. Usted dice que todos tienen su parte de responsabilidad, ¿no es así? Sin embargo, sus formas de pensar no tienen nada que ver”.
El joven soldado se quedó boquiabierto ante su interlocutora. Intentó informarle de que muchos judíos que viven en las “zonas sensibles” de Cisjordania educan a sus hijos en ese mismo odio. Como respuesta, ella levantó los brazos en señal de exasperación: “Con todos mis respetos, no. ¡No!”.
Alguien susurró, refiriéndose al soldado: “Si Dennis Prager estuviera aquí, le abriría un segundo agujero en el cuerpo…”. Ahora que tenía a la multitud en su contra, el joven se quedó en silencio, apretando el micrófono. Se le acercó otro soldado y se lo quitó: “Parece que tenemos un pequeño problema de comunicación, les propongo que continuemos”.
Apareció Prager, llevaba puesta una cazadora con manchas de humedad. Nos habló de sus años de universidad, la época en la que estudiaba ruso y compraba el Pravda en un kiosco de la Calle 42. Un día, un miembro del Gobierno israelí contactó con él para pedirle que viajara a la URSS para llevar biblias en hebreo y chales de rezo (talits). “Era un poco peligroso; me mandaron porque yo hablaba hebreo y ruso”. Volvió a Estados Unidos con nombres de judíos que querían abandonar la URSS y empezó a dar conferencias sobre los judíos soviéticos, alrededor de cuatro veces a la semana. Describió ese periodo como “el principio de [su] vida pública”.
“Casi todas las sinagogas en Estados Unidos –y también en Australia, en Francia y por todo el mundo libre– colgaban una pancarta en la que se podía leer: ‘Salve a los judíos soviéticos’. Me sorprendía que ninguna iglesia tuviera una pancarta: ‘Salve a los cristianos soviéticos’… Sin embargo, el Gobierno soviético mataba a más cristianos que judíos. Entonces, ¿por qué había pancartas para los judíos y no para los cristianos? Porque los judíos conforman un pueblo, mientras que los cristianos pertenecen a una religión”.
Según Prager, eso explica por qué, aún en la actualidad, la masacre de cristianos llevada a cabo por la Organización del Estado Islámico (OEI) en Siria, en Irak y en otras partes provoca poca indignación colectiva. “No entiendo cómo los cristianos no se han rebelado. Me saca de mis casillas”. Yo tengo otra explicación: los cristianos de Oriente practican cultos (ortodoxo, maronita, caldeo) tan extraños para los cristianos de Occidente que si fuesen musulmanes, no cambiaría gran cosa. El resto del discurso de Prager fue sobre las convergencias del judaísmo y su gemelo cristiano. Afirmó que los judíos son el Pueblo elegido, mientras que “los cristianos cumplen la obra de Dios”.
Después volvimos al autobús que nos llevaría a Nazaret, en una región mayoritariamente árabe, donde comimos en un antiguo centro de internamiento para inmigrantes transformado en hotel. Una carretera sinuosa atravesaba un paisaje de colinas cubiertas de residuos. Alguien le preguntó a David, nuestro guía: “¿Por qué todas las ciudades árabes que vemos están llenas de basura?”. Otro quiso saber cómo tomaron los árabes Nazaret. David explicó que la población judía en Nazaret nunca fue demasiado numerosa, que esta ciudad siempre había sido árabe y que se desarrolló principalmente para recibir a los turistas cristianos: “No se trata de que los árabes se la hayan quitado a los judíos”.
Esa respuesta pareció no satisfacer a nadie…