Banderas palestinas ondean al viento en el camino principal de la Universidad de Birzeit, en la periferia de Ramala, ciudad donde se encuentra la sede de la Autoridad Palestina. Cerca de la estela en memoria de los veintiocho estudiantes “mártires” de este centro, todos asesinados por el Ejército israelí, un cortejo inicia su desfile. Un agente del servicio de seguridad va de un lado a otro. Encapuchado, con su casco de asalto y vestido con un uniforme de combate de camuflaje con granadas y un cinturón de explosivos, marca el ritmo a chicas y chicos jóvenes con vestimenta militar de color verde oliva y el rostro oculto debajo de una kufiya. Todos corean eslóganes en honor a la resistencia armada. Agitan banderas con los colores de Fatah para rendir homenaje al difunto presidente Yasir Arafat (1929-2004) y banderolas en memoria del jeque Ahmed Yassin (1937-2004), el fundador del Movimiento de Resistencia Islámico (Hamás). Los organizadores de este desfile pertenecen al movimiento juvenil de Fatah (Chabiba), el partido del presidente Mahmud Abbas. Han querido que este acontecimiento alabe a las dos grandes facciones políticas palestinas, a las que les cuesta llevar a la práctica su acuerdo de “reconciliación”. Firmado en octubre de 2017, se supone que pasa página tras más de diez años de rivalidad y de enfrentamientos fratricidas.
Apartados, algunos estudiantes de Sociología observan la escena con una expresión seria. “No es más que folclore –deja caer Rami T. (1), de 20 años–. Esto es lo que Fatah y la Autoridad Palestina ofrecen a la juventud: gesticulaciones simbólicas. Es cualquier cosa menos una actuación política seria. El régimen no pretende impulsar una movilización colectiva que realmente pueda dar fruto. Teme que una politización de la juventud lleve, en primer lugar, a una revuelta en su contra”. A pesar de que el 70% de la población tiene menos de 30 años, la politización de la juventud constituye un tema muy delicado para unos dirigentes palestinos con una legitimidad cada vez más cuestionada. Antes de los Acuerdos de Oslo, en 1993, y de la creación de la Autoridad, era el Alto Consejo de Juventud y Deportes, una instancia vinculada a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), el que se encargaba de la formación ideológica, sobre todo a través de la organización de campamentos durante las vacaciones y de voluntariados. En 1993, un Ministerio de Juventud y Deportes vio la luz del día para “dar a los jóvenes el poder de actuar en el plano económico, social y político”. Con el paso del tiempo se fueron abandonando las acciones de orientación, se suspendió el Ministerio en 2013 y el Alto Consejo reanudó sus actividades bajo la égida de Abbas.
Los jóvenes son “las primeras víctimas de la lucha contra la ocupación [israelí] en términos de muertos, heridos, arrestos y detenciones”
Para Youssef M., de 22 años y también estudiante de Sociología, “la Autoridad Palestina quiere alejar a los jóvenes de una militancia auténtica, presente sobre el terreno, e impedirles que elaboren nuevas formas de actuar en el plano político. Ahora bien, desde el comienzo de los años 2000 y el fracaso del proceso de Oslo, a la juventud le faltan puntos de referencia. Estamos encolerizados. Nuestro pueblo no ha obtenido ningún beneficio político. La división entre Fatah y Hamás nos indigna. La ocupación es una realidad permanente. Vivimos su violencia todos los días. Nuestra situación social y económica sigue siendo precaria. Se reúnen todas las condiciones para que surja una movilización a gran escala”.
Los jóvenes son “las primeras víctimas de la lucha contra la ocupación [israelí] en términos de muertos, heridos, arrestos y detenciones” según indica un estudio reciente (2) y, de los 95 palestinos asesinados por el Ejército israelí o por los colonos en 2017, unos cincuenta eran menores de 25 años (3). Pero también les afectan de lleno las dificultades que atraviesa la economía, con un índice de desempleo estimado en un 27% (un 18% en Cisjordania, un 42% en Gaza), es decir, uno de los “más elevados del mundo”, “de una magnitud pocas veces alcanzada (…) desde la Gran Depresión”, según Naciones Unidas (4). Alrededor de una tercera parte de los jóvenes de entre 15 y 29 años se encuentran desempleados en Cisjordania, y esta proporción aumenta a cerca de la mitad entre las mujeres, que constituyen la mayoría de la juventud con formación superior. A escala nacional, solo el 40% de los jóvenes palestinos se ha incorporado al mercado laboral. A pesar de que el índice de escolarización universitaria es uno de los más importantes del mundo árabe (un 44% según la UNESCO), los estudiantes cuentan con muy pocas salidas profesionales una vez que finalizan sus estudios. Muchos de ellos deben orientarse hacia el mercado informal, donde con bastante frecuencia reciben una remuneración inferior al salario mínimo establecido por la Autoridad Palestina (2,4 dólares la hora, es decir, 2 euros) y no disponen de ningún tipo de cobertura social.
El 73% de los palestinos de entre 15 y 29 años afirma no estar afiliado a ningún partido
Houda A., de 20 años, estudia Periodismo en la Universidad de Belén, un oasis de verdor en las alturas de una ciudad abarrotada en la que confluyen los autobuses de los turistas procedentes de Israel, que viajan hasta allí para realizar una breve visita de la Basílica de la Natividad. En esta institución católica, que acoge a cerca de 3.500 estudiantes, tres cuartas partes de su personal son de confesión musulmana, y en torno a un 80%, mujeres. Originaria de Jerusalén Este, donde Israel prohíbe las instituciones de educación superior palestinas, Houda A. tarda tres horas cada día en efectuar el trayecto de ida y vuelta entre la universidad y la Ciudad Santa, a pesar de que la distancia que las separa es de seis kilómetros, debido a los controles israelíes. Describe una situación que no deja de deteriorarse: “La ocupación pesa sobre nuestras vidas estudiantiles. Dicta nuestras decisiones, como la de la universidad en la que queremos estudiar. Si uno vive en Jerusalén, se pensará dos veces matricularse en Birzeit o en Nablus solo por las restricciones a la libertad de movimiento impuestas por Israel. Pese a todo, la universidad sigue siendo un caparazón que no nos forma en el plano político para enfrentarnos a esta situación. Para nuestros mayores, acceder a ella significaba elegir un partido e involucrarse en la militancia. Ya no se da este caso en la actualidad”. Numerosos estudiantes y docentes con los que nos hemos encontrado lamentan que ni Fatah ni Hamás cuenten con un proyecto político susceptible de movilizar a la juventud y de favorecer el surgimiento de elites capaces de tomar el relevo a la cabeza de un movimiento nacional debilitado.
Este reproche lo escucharemos en varias ocasiones. En la Universidad de Belén, por ejemplo, donde asistir a una mañana de actividades libres permite hacerse una idea de la ambigüedad de la situación. Por una parte, en un patio ensombrecido, cerca de doscientos estudiantes joviales y ruidosos participan en un juego de preguntas y respuestas coreadas al son de canciones occidentales o de pop libanés. Por la otra, en un aula magna poco concurrida con ambiente de estudio, unas treinta personas siguen un debate sobre la controvertida ley de criminalidad electrónica, adoptada por la Autoridad Palestina en junio de 2017. Este texto, destinado oficialmente a regular el uso de Internet y de las redes sociales, permite encarcelar a cualquier ciudadano cuyos escritos atenten “contra la integridad del Estado, contra el orden público, así como contra la seguridad interior o exterior del país”, o amenacen “la unidad nacional y la paz social” (5). Esta ley, considerada como contraria a los derechos fundamentales por gran parte de la sociedad civil, pretende silenciar y castigar a los periodistas denigradores del régimen, a los opositores, pero también a los militantes y a los jóvenes, muy activos en las redes sociales, donde le llueven críticas al poder. Prueba de ello es la interpelación por parte de los servicios de seguridad palestinos, el pasado mes de septiembre, de Issa Amro, responsable de La Juventud contra las Colonias –un movimiento con sede en Hebrón (Al Khalil)–, quien había denunciado en Facebook el arresto de un periodista que pedía la dimisión de Mahmud Abbas. Amro ya había sido arrestado por el Ejército israelí en febrero de 2016 tras haber organizado una manifestación pacífica contra la colonización (6).
Yassir D., de 23 años, matriculado en la carrera de Periodismo, es uno de los organizadores de este debate. Apenas se sorprende ante la falta de interés de los estudiantes por una cuestión que, no obstante, les atañe en primera instancia, ni ante la ausencia de movilización contra una legislación que atenta contra la libertad de expresión y la vida privada. “El Gobierno incita a nuestros padres a endeudarse para consumir (7) y por ello dudan en cuestionar el orden establecido. En cuanto a los jóvenes, sus condiciones de vida son tales que también quieren divertirse. Entonces se les ofrece la ilusión de que pueden hacerlo como en cualquier otra parte. No quiere decir que no tengan conciencia política, es solo que no se reconocen en ninguna de las fuerzas existentes”. Según un estudio de referencia, el 73% de los palestinos de entre 15 y 29 años afirma no estar afiliado a ningún partido y expresa una gran desconfianza con respecto a las instituciones (8).
Coordinación en materia de seguridad entre los servicios de información palestinos e israelíes
Manal J., de 22 años y estudiante de Ciencias de la Comunicación, ha seguido todo el debate. Aplaude al escritor y columnista Hamdi Faraj cuando denuncia una “ley liberticida que pretende silenciar las voces disidentes” y no oculta su exasperación cuando un abogado cercano al poder afirma que “la difícil situación [de los palestinos] exige moderación y sentido de la responsabilidad, y la libertad total de expresión no es ni posible ni deseable”. ¿Se siente esta estudiante dispuesta a involucrarse en el ámbito político? Nos da una respuesta incómoda: “Estoy decidida a hacerlo, pero no es fácil. Existe una regla que todos los jóvenes conocen: hacer política significa, tarde o temprano, ir a la cárcel, ya sea israelí o palestina. Para una mujer puede acarrear efectos dramáticos. Más allá de las consecuencias físicas y morales de la encarcelación, nos arriesgamos a no poder encontrar marido nunca, pues nuestra sociedad sigue siendo muy conservadora y todo tipo de rumores pueden perjudicar la reputación de una mujer que ha estado en prisión”. No todas esas mujeres arrestadas se benefician de la atención mediática internacional otorgada a Ahed Tamimi, de 16 años, encarcelada el pasado mes de diciembre por haber empujado a dos soldados israelíes. Desde 1967, cerca de 800.000 palestinos de los territorios ocupados han sido encarcelados por los israelíes, es decir, dos de cada cinco hombres adultos –a menudo en régimen de detención administrativa, sin imputación ni procedimiento judicial–. En este total, la cifra de mujeres se eleva a 15.000.
Cercano a la extrema izquierda, Wissam J., de 26 años y en la Facultad de Sociología de Birzeit, también ha conocido la prisión, igual que numerosos estudiantes de la universidad, considerada como uno de los crisoles de la militancia en Palestina (unos sesenta se encuentran actualmente detenidos por Israel, y cerca de ochocientos han sido arrestados por el Ejército desde hace diez años). Fue puesto en libertad en 2015 después de haber pasado tres años en una prisión israelí –lo que le ha ocasionado mucho retraso en sus estudios–. ¿Por qué motivo fue encarcelado? “Fui arrestado y condenado por ‘activismo’”, nos responde con una sonrisa reservada, sin entrar en detalles. Igual que sus compañeros de clase Rami y Youssef, Wissam milita en Nabd (“latido” en árabe), un movimiento juvenil que lucha contra la ocupación y contra la colonización israelí, “pero también contra la Autoridad, la división política entre palestinos y la ‘normalización’ con Tel Aviv promovida por algunas ONG [organizaciones no gubernamentales] y por personalidades del régimen”, espeta Youssef. Nabd, fundado en Ramala en 2011 tras la estela del movimiento de protesta popular iniciado por el Colectivo del 15 de Marzo para llamar a la unidad nacional frente a Israel, se considera “independiente de los grandes partidos”, nos explica, añadiendo: “Pero no actuamos contra ellos, incluso aunque nos situamos fuera del marco político tradicional, que ha mostrado sus limitaciones”.
Señalado como “de izquierdas”, como nos confía Rami, el movimiento, algunos de cuyos miembros provienen también de la corriente islamista, se ha dispersado por varias ciudades de Cisjordania e intenta establecer vínculos con los jóvenes de Gaza. También pone el acento en la educación popular y actúa por la “reapropiación de la identidad, de la historia y de la memoria colectiva palestinas, amenazadas por la atomización de la sociedad que favorecen las políticas neoliberales de la Autoridad Palestina, bajo la influencia del Banco Mundial y de los occidentales”. Por otra parte, los militantes de Nabd pretenden luchar contra la fragmentación del territorio y evitar que la separación entre las grandes ciudades de Cisjordania –sin olvidar el aislamiento de Gaza– instale definitivamente la imagen de un “archipiélago de ciudades autónomas” en el imaginario palestino. “También ofrecemos actividades culturales y artísticas. Por ejemplo, una troupe de teatro itinerante actúa en los campamentos de refugiados, para reavivar la cultura popular del país”, añade Wissam.
“Estos militantes quieren hacer política ‘de otra manera’ –analiza Sbeih Sbeih, sociólogo palestino y profesor en la Universidad Aix-Marsella, quien sigue de cerca la evolución de este movimiento–. Frente al discurso de nuestros dirigentes sobre el ‘desarrollo de la economía’, la ‘construcción estatal’ y la ‘paz’, proponen un modelo de resistencia –contra Israel, pero también en el plano económico, político, educativo y cultural– en nombre de un objetivo supremo, la liberación de Palestina. Por ello se encuentran en el punto de mira de las autoridades israelíes, pero también en el de los servicios de seguridad de la Autoridad Palestina, como todos aquellos que cuestionan el orden establecido”. Los israelíes no se han equivocado: uno de los fundadores de Nabd, arrestado el año pasado, sigue entre rejas con el estatus de “detenido administrativo”. Por su parte, Bassel Al-Araj, una de las principales figuras del movimiento, fue abatido por el Ejército israelí en Al Bireh (Ramala) el 6 de marzo de 2017 tras una larga persecución. Este farmacéutico de 33 años originario de Al Walaja (Belén), muy presente en el terreno de la protesta, pero también en los talleres de educación popular, había sido puesto en libertad poco tiempo antes por las fuerzas de seguridad palestinas, que lo habían acusado en abril de 2016 de “preparar una acción terrorista” y, a continuación, fue encarcelado durante seis meses. Para muchos, su muerte es fruto de la coordinación en materia de seguridad entre los servicios de información palestinos y sus homólogos israelíes, muy criticada por la población de los territorios ocupados (9)…
“Sufrimos presiones por ambas partes”
Nabd dista de ser la única organización juvenil activa en Palestina. Cerca del 40% de los jóvenes de entre 15 y 29 años forman parte de algún movimiento parecido, y durante estos últimos años han aparecido numerosos colectivos, comités y asociaciones cuyo lema es “la unidad del pueblo palestino”, como Gaza Youth Breaks Out (GYBO) o Jabal Al Mukabir Local Youth Initiative. El primero, creado en 2011 por blogueros gazatíes, denuncia a la vez la ocupación israelí, la corrupción de los responsables políticos y la incuria de los principales partidos. El segundo, con sede en Jerusalén Este, destacó al organizar, el 16 de marzo de 2014, una cadena humana alrededor de las murallas de la Ciudad Santa para protestar contra la colonización judía y reafirmar la identidad palestina. “Nuestra generación quiere innovar. Pretende replantear el discurso político tradicional, lo que explica la abundancia de iniciativas que entremezclan cultura, ámbito social, compromiso político y artes”, analiza Karim Kattan, investigador y escritor originario de Belén. Miembro del proyecto El Atlal (“Las ruinas”), que invita a jóvenes artistas, investigadores y escritores, palestinos o extranjeros, a trabajar en régimen de residencia en Jericó, está convencido de que recurrir a la creación “forma parte de las nuevas formas de movilización”. También permite, desde su punto de vista, replantear los vínculos de solidaridad entre occidentales –más particularmente europeos– y palestinos. “Ha finalizado la época en la que las ONG vienen a pasar aquí tres meses y vuelven a irse con el sentimiento de haber cumplido con su deber. Los extranjeros ya no deben venir a ‘ocuparse’ de nosotros, sino a trabajar con nosotros. Y a aprender de nosotros igual que nosotros aprendemos de ellos”.
Pero, ¿qué influencia poseen estos movimientos, qué peso ejercen en la sociedad? Según Abaher El Sakka, profesor de Sociología en Birzeit, “no hay que sobrestimar su influencia, relativamente limitada si tenemos en cuenta la restricción del espacio en el que pueden actuar, los bloqueos ligados a las estructuras del poder y, por supuesto, la represión israelí. No obstante, movimientos como Nabd pueden crear una nueva dinámica y preparar el terreno, a la larga, para importantes cambios en el plano sociopolítico. Lo cierto es que ofrecen una solución en materia de involucración colectiva a los jóvenes palestinos, presas del desencanto ante la ausencia de perspectivas de futuro y la imposibilidad de desempeñar un papel decisorio en la sociedad. Como muchos jóvenes se sienten abandonados, rechazan a todos los partidos en bloque y se encierran en sí mismos, con el riesgo de que algunos se giren hacia la acción violenta”. Ese fue el caso, entre otros, durante la sublevación de 2015-2016, cuando se multiplicaron los ataques aislados, a menudo con un simple cuchillo, contra los soldados israelíes y los colonos en los territorios ocupados. Los autores de estos ataques fueron esencialmente jóvenes menores de 25 años, no vinculados a ningún partido y sin reivindicaciones (10). Conllevaron una represión feroz, causando la muerte de 174 palestinos entre octubre de 2015 y febrero de 2016.
Muchos de nuestros interlocutores afirman que comprenden estos actos desesperados y se niegan a condenarlos. Anissa D., de 25 años, vive en el campamento de refugiados de Yenín, donde el desempleo afecta al 70% de los 13.000 habitantes. Cuando era una niña, vivió la ofensiva israelí de abril de 2002 contra el campamento, que oficialmente se saldó con la muerte de 52 palestinos (al menos doscientos según los habitantes). Sin cualificación, trabaja como limpiadora en un complejo hotelero del norte de la ciudad cuya clientela está compuesta esencialmente por palestinos de Israel. Admite que a menudo piensa en recurrir a la violencia. “Entro en razón porque sé que los israelíes castigarán a toda mi familia y que se paga un elevado precio por cada una de nuestras revueltas. Pero no soporto el destino de mi pueblo. No puedo resignarme. Admiro a aquellos que han dado su vida por nuestra causa”. Para Houda, la estudiante de Periodismo en Belén, “los ataques individuales contra los soldados en los puestos de control son un medio como otro cualquiera de resistencia frente a la ocupación, de oponer la fuerza a la violencia ejercida por Israel”. Youssef, de Birzeit, considera por su parte que “esas acciones extremas son fruto de una inmensa frustración ante la perpetuación de la colonización, las vejaciones sufridas diariamente en los puestos de control y un porvenir completamente estancado”. Un camarero de unos veinte años empleado en un café del casco antiguo de Nablus nos expresará, de manera más abrupta, este punto de vista: “Desde que nací, los israelíes no me han autorizado para ir a Jerusalén más que una vez, y me siento como asfixiado aquí, encerrado en mi propio país. No tengo ahorros, ni esposa, y tampoco he realizado estudios superiores. Me he sacrificado por la patria quedándome aquí, pero ahora solo deseo una cosa: irme al extranjero. Es eso o abalanzarme sobre algún soldado en un puesto de control…”.
Otros optan por una vía diferente, como Majdi A., de 28 años, una figura destacada del campamento de refugiados de Dheisheh, en Belén. Ese campamento, uno de los más importantes de Cisjordania –en el que viven 15.000 personas–, permite conocer la magnitud de la desocupación juvenil. “Dheisheh está en el punto de mira del Ejército israelí; con mucha frecuencia irrumpe en él, como en la mayoría de los campamentos de refugiados –nos explica Majdi–. Las personas arrestadas son jóvenes en su mayoría, acusados de llamar a la violencia en Facebook o de lanzar piedras a los soldados. Más de un centenar han sido heridos en enfrentamientos durante los últimos seis meses. Por otra parte, este último año han muerto dos jóvenes, de 21 y 18 años, y en torno a ochenta niños han quedado inválidos: les apuntaron a las piernas deliberadamente”. Cuando le preguntamos sobre las amenazas que se ciernen sobre los jóvenes que se oponen a la ocupación o a la política de la Autoridad Palestina, nos responde sin rodeos: “No podemos protestar ni realizar actividades políticas diferentes a las controladas por el poder; sufrimos presiones por ambas partes. La única solución es el compromiso pacífico. Yo, por ejemplo, he decidido permanecer aquí, no irme al extranjero y obrar por la comunidad a través de acciones sociales y culturales. Me quedaré aquí para defender nuestros derechos, incluso aunque me cueste la vida”.
Si permanecer en Palestina es un acto de resistencia relativo al soumoud (“tenacidad” en árabe), volver también lo es. Así opina Maher L., 26 años, comerciante en el casco antiguo de Hebrón, a poca distancia de la Tumba de los Patriarcas (o Mezquita de Ibrahim). La población palestina del casco histórico ha descendido a la mitad en los últimos veinte años. Los 6.000 vecinos que aún lo habitan están sometidos a la presión permanente de 800 colonos particularmente agresivos y de unos 3.000 soldados. Vivir ahí es un infierno: muros de hormigón, controles, tornos para filtrar el paso, cámaras de vigilancia y arcos detectores de metales instalados por el Ejército israelí, mallas metálicas colocadas por los comerciantes para proteger las escasas tiendas aún abiertas de los proyectiles y de las inmundicias lanzadas por los colonos desde los pisos, casas palestinas degradadas por estos últimos… Visiblemente afectada, Maher lo reconoce, pero afirma que no quiere volver a abandonar su país tras haber estado en el extranjero durante tres meses. “Me exilié en Alemania, pero la llamada de mi tierra fue más fuerte. Podría volver a irme. Los colonos y las organizaciones que los apoyan nos incitan a hacerlo; algunos incluso ofrecen un peculio. Sería una buena oportunidad: mi comercio está moribundo, porque escasean los temerarios que se arriesgan a venir a hacer la compra aquí. Pero no lo voy a vender nunca y me voy a quedar aquí, pase lo que pase. Esperaré. El tiempo no es nuestro enemigo”.